El padre troyano y la crianza low cost.



La paternidad como construcción cultural. Mitología y capitalismo.

Empecemos por una obviedad, la paternidad es una construcción cultural.

Claro que hay padres, claro que hay hombres con hijos y claro que hay diferentes maneras de situarse frente a ese hecho, pero la paternidad es una construcción cultural y la experiencia singular de cada uno participa en mayor o menor grado de esto.

Incluso se puede participar en mayor o menor grado de la fantasía de estar subvirtiendo el mandato social respecto a la paternidad, pero en todo caso este mandato existe, y lo que es más importante, se está adaptando a momento, para como siempre ser funcional al sistema patriarcal. De esto último va este artículo.

Para pillar carrerilla, podríamos retrotraernos al 3000 a.C., los años de las ciudades estado de Mesopotamia y al célebre código de Hammurabi 1750 a.C.  como una de las primeras alianzas entre los hombres y las estructuras de poder para forjar el funcionamiento político del patriarcado.

Emerge de la paternidad como una figura singular, que puede ser encarnada por hombres reales, y que a su vez es porteadora, en asociación con el género, de la esencia de los valores predominantes del éxito social.  El padre y el patriarcardo se refuerzan mutuamente para perdurar, forman parte de la misma estructura, un pacto social mediante el cual el padre reproduce el patriarcado a cambio de recibir privilegios para los hombres, pacto que aún sigue vigente.

En paralelo podríamos también observar cómo paulatinamente la mística de la Diosa Madre, creadora de vida y virgen erótica autosuficiente, fue poco a poco desterrada de cada uno de los paraísos para terminar más o menos arrinconada en las despreciadas labores domésticas, perdiendo todo el poder y la potencia social hasta ser suplantada y subordinada, e incluso aniquilada por los nuevos símbolos patriarcales.

Una simbólica masculina, que desde la mitología griega y romana, pasando por los caballeros medievales cristianos que continuaban la tarea matando dragones y serpientes (lo que perduraba de la mitología ancestral en mística popular) hasta ahora, que siguen salvando princesas de Disney y multiversos en Marvel, manifesta constantemente la lealtad debida a los valores imperantes.

Dioses y héroes guerreros, creadores y destructores, matadores de fieras, pero nunca sostenedores. Poblando la mitología para ir conquistando el espacio público y construyendo ese “arquetipo viril protagonista de la historia” que describía Amparo Moreno Sardá en su libro homónimo.

Pero al margen de observar el rastro, claro e inequívoco, la reflexión está en cómo se renueva y actualiza constantemente la alianza histórica entre el patriarcado y los procesos sociales para que la estructura de privilegios, y la cultura que de ahí emerge, siga siendo hegemónica y no se pierda la funcionalidad que tiene para el capitalismo y para sus lógicas extractivas.
 
Y qué papel representan los nuevos discursos respecto a la paternidad en dicha alianza, en qué medida siguen alimentando el protagonismo histórico de los hombres, también ahora en el espacio reproductivo, y qué consecuencias graves puede tener esta presencia, específicamente para las madres y para las criaturas y en general para toda la sociedad.

Sobre todo en la medida que, de nuevo, la “nueva paternidad” es una construcción social que pasa por encima de las vivencias de la mayoría de las mujeres, y de también de muchos hombres, y es un modelo que se está impulsando con mucha fuerza desde los espacios de poder económico y político, estructuras que no han renunciado ni de lejos a su alianza con el patriarcado.

La experiencia reproductiva y la enajenación social.

La paternidad como construcción cultural se pone en contraposición a la experiencia real que tienen y han tenido las madres pariendo y los y las bebés naciendo. Esta experiencia es incuestionablemente suya porque está determinada por su presencia, en cuerpo.

La madre y el bebé en fusión, en tránsito de la gestación a la exterogestación, están protagonizando un proceso fundamental, fisiológico, psicológico y social, en un sistema cerrado y autorregulado. Un eco-sistema perinatal tan potente como sensible a cualquier elemento externo que no participe de su lógica propia, que interfiere y molesta. 

Por lo contrario, la paternidad está enajenada, se define fuera de sí, con elementos ajenos a la situación, y se amplifica en la relación social.

Es el sistema social quien otorga un papel significativo al hombre en la ecuación, un rol social que será refrendado con el título de patria potestad, concepto jurídico que hace magia al equiparar la supuesta aportación de una célula, el espermatozoide, a todo un proceso de gestación y a un trabajo de parto, dando el título de progenitor y de progenitora a partes iguales obviando la diferencia de partida, y haciendo confluir, de manera artificial, un proceso real con el modelo de organización social basado en la familia heterosexual.

Los hombres, que en su mayoría tenían y tienen posesión de los medios de vida, no pueden mantenerse al margen de la reproducción de la estirpe. En primer lugar se necesitaba un contrato de propiedad con las mujeres, matrimonio, y en segundo lugar una propiedad con los hijos que garantizara, mediante el mecanismo de la herencia, que los esfuerzos de acumulación de riqueza no iban a caer en saco roto, y se perpetuaran generación tras generación.

Con la patria potestad se asumía el compromiso de mantener viva la prole, garantizando así también la alianza entre patriarcado y capitalismo, y sumando a la enajenación de la paternidad la alienación y explotación laboral de la economía capitalista que sufrimos tantos hombres.

Aparece el apellido para certificar y perpetuar lo que allí acontece, firmándose un contrato social que se cumple sin cuerpo ni alma, solo con dinero. De nuevo una mediación patriarcal validada por la mediación capitalista, y viceversa.

Llevamos siglos de historias de padres ausentes, de hombres incapaces de abandonar su rol público como trabajadores o guerreros, sin que por ello se cuestionara un ápice la legítima propiedad de sus hijos, ni su paternidad, siempre y cuando se colaborara económicamente en la subsistencia del sistema familiar. Todo un acuerdo social que llega hasta nuestros días, y que se pone de manifiesto, entre otras cosas, en las resistencias de tantos hombres a que, cuando nace una criatura, el apellido del padre aparezca en segundo lugar después del de la madre, lo que sería de sentido común y de justicia para reconocer la importancia social de la maternidad y darle un lugar significativo en el espacio público.

Pero no, la madre es más madre en la medida que se esconde, y preserva para sí y para su criatura la experiencia de la maternidad (la cuarentena, y otras costumbres similares en otras culturas, tienen su razón de existir en este sentido) y el padre es más padre en la medida que socializa su experiencia. (Como el padre de la peli fascista “El Rey Léon”, que muestra a su hijo en sociedad para que ésta le devuelva paternidad, que está sin certificar hasta que se recibe la validación social, ya sea por los animales de la selva, o por el funcionario del Registro civil.)

La maternidad y la paternidad son realidades absolutamente diferentes, tan antagónicas, que solo han podido coexistir desde la complementariedad y con los pactos tácitos de no injerencia, que a su vez venían garantizados por la socialización dual de género y por los mecanismos históricos de exclusión social y represión de las mujeres, en general, y de las madres en particular, que hacían que nadie quisiese ni pudiese cambiar de bando.

Si profundizamos más en el antagonismo vemos no solo que son diferentes, si no que los elementos que conforman la paternidad significan directamente una amenaza para la vivencia de maternidad de muchas madres.

Se puede analizar fijando la mirada en el momento del parto y el nacimiento, como momento transcendental que explicita una confrontación de lógicas que se extenderá, con más o menos intensidad, a lo largo del puerperio y en la crianza.

Si nuestra cultura occidental, y la paternidad como producto de la misma, se ha basado en la separación racionalista del cuerpo y la mente de Platón, en la misoginia de Aristóteles y en la represión sexual del catolicismo, el parto y el nacimiento hace añicos en un momento todo esto, hasta el punto que se va a necesitar grandes dosis de control y violencia obstétrica sobre los cuerpos de las mujeres para que nuestra cultura pueda apropiarse de la experiencia e integrarla como suya.

El contrapoder perinatal, la sexualidad maternofiliar y la autorregulación de las criaturas.

Una mujer pariendo expresa un contra-poder, un poder real y contrastable que va mucho más allá del empoderamiento permitido en una cultura misógina. Expresa también una sexualidad maternofiliar con procesos libidinales específicos; con un éxtasis y un amor que no tienen como objeto de deseo una persona adulta, y menos un hombre, que cuestiona radicalmente tanto la heteronormatividad patriarcal como el constructivismo adultócrata de las nuevas teorías de deconstrucción de género.

Y una bebé siendo protagonista de su nacimiento también es una expresión de contra-poder porque reivindica a la infancia como sujeto propio de sus procesos, una bebé que ya sabe cómo hacer para acompasar las contracciones con los picos de oxitocina de su madre, preparando motu proprio el encuentro con la persona única dispuesta totalmente a la acogida que necesita para vivir, y que ya sabe cómo estimular el pezón para proveerse de alimento y amparo. 

Nada más apasionante que profundizar en el trabajo de Ibone Olza y Nils Bergman para asombrarse con la potencialidad subversiva y contracultural que tiene lo perinatal.

La dinámica del nacimiento consolida la realidad de un sujeto social, colectivo y en interdependencia, en simbiosis, en un apoyo mutuo libidinal y sexual, que da las bases psicológicas para el apego y el vínculo, y por tanto para la sociabilidad humana en contraposición absoluta al individualismo y a la fragmentación que describe nuestra sociedad.

Estos tres elementos, el contrapoder maternal, la sexualidad maternofiliar y la autodeterminación de las criaturas, circunscritos al parto y nacimiento, suponen una confrontación radical con la institución médica.

Sus lógicas racionalistas y las prácticas invasivas y misóginas, su confianza en el instrumental médico antes que en el cuerpo de las mujeres, las inducciones, las episiotomías, las cesáreas in-necesáreas, los protocolos de separación madre criatura, todos y cada uno de estos elementos, como negación práctica y epistemológica de lo que acontece en una situación de parto y nacimiento.

Es real la percepción de que hemos regalado el acontecimiento humano de la reproducción a la institución médica y en nuestro imaginario cultural ya asociamos nacimiento a hospital y embarazo a enfermedad, de manera que se valida su ejercicio de violencia, pese al grito silenciado de cada vez más madres que se sienten violadas en la impunidad, hasta tener que politizar el grito de auxilio de “el parto es nuestro”, para reivindicarse como sujeto político y luchar por recuperar lo que se les arrebata y les provoca tanto dolor y sufrimiento.

Y el padre, en el parto, en la mayoría de los casos no puede sustraerse de la socialización de género, y por tanto de encarnar también los valores ajenos a lo que ahí está sucediendo, máxime cuando lo trascendental del momento le va a conectar con la fragilidad y precariedad de su masculinidad.

Hay muchas posibilidades que como respuesta a la dificultad de rendir su poder a la vida, los hombres busquemos la seguridad en lo conocido, y reforcemos la autoridad médica y masculina, dejando de ser, si alguna vez lo fuimos, aliados de las madres en el nacimiento.

Y los mismos tres elementos que se reivindican con fuerza en el parto siguen presentes posteriormente en las etapas de puerperio, exterogestación y crianza, y ahí, la figura paterna aún va a ser más importante como figura social porque va a estar en la primera línea en el conflicto, al representar la autoridad patriarcal en la familia y su lógica para la organización de la reproducción.

Así, el contrapoder femenino está muy presente en la situación familiar después de un nacimiento, principalmente en la medida que es un poder validado por el bebé en cada instante (siempre elige a la madre como primera opción, haya o no lactancia, haya o no colecho).

Un poder al que hay que rendirse tanto para el bienestar de la criatura como para que la convivencia en el núcleo familiar sea viable y es un poder que entra en conflicto con el importado de la figura masculina.

Aquellos elementos que por género se habían desdeñado, la limpieza, la comida, el cuidado de los hermanos mayores, emergen como fundamentales y vertebradores de la vida familiar, convirtiendo la falta generalizada de competencias domésticas de los padres en una lista de reproches legítimos difíciles de enmascarar, por mucho que se intente transitar lo antes posible al estado previo de normalidad, en el que las carencias podían quedar ocultas en la imagen social de la familia.

La sexualidad materno-filiar, con sus mecanismos intrínsecos de placer y deseo, ponen al cuerpo de la madre en disponibilidad para la criatura, desplazando e incluso desterrando el objeto de deseo masculino a otra erótica, y por tanto cuestionando de raíz la propia base libidinal de la pareja, de manera que el padre, incapaz de reinventarse en una estructura social que no se define a expensas de su sexualidad, entra en competencia con el bebé por el cuerpo de la madre y por sus cuidados.

Padre y bebé compiten en una guerra desigual que, de nuevo, se libra en el cuerpo de las mujeres con una gran dosis de violencia, y que se expresa en renuncias a lactancias deseadas, en renuncias a colechos, en relaciones sexuales sin deseo, en DIUs a destiempo, y en psicopatologías mentales más o menos graves. 

Todo para que no se rompa una pareja que entra en crisis en el momento que la construcción romántica se torna insuficiente y el rol masculino pierde la preponderancia que le da el sistema social.

Y el rechazo a la autodeterminación de la criatura, al bebé como sujeto, se expresa en el anhelo absoluto a que su presencia sea transitoria, que más pronto que tarde todo vuelva a su lugar, sin reconocerle su potencialidad a la hora de vertebrar vínculos y afecto, y su capacidad para chequear la calidad de las relaciones respecto a cuestiones fundamentales como los cuidados y el apoyo mutuo.

Desde la visión adultocéntrica estamos lejos de aprovechar la llegada de una criatura para reorganizar el sistema familiar fortaleciendo los elementos de sostén emocional de las personas integrantes del mismo, y tendemos, primero los padres, y muchas veces arrastrando también a las mamás, a no abordar cambios profundos y anhelar una transición rápida y superficial.

Transición que pasa por simplificar la situación sacando fuera de la estructura muchas de las necesidades de la infancia, ya que si éstas se cubren de manera externa, la familia puede volver a su estructura precaria original.

Aunque para ello se tenga que dejar sin espacio propio y singular al hijo o la hija, obligando a que se dé un arraigo precario en un contexto desertizado que va a dificultar el cultivo de los vínculos, por no querer, o no poder, asumir la agencia de la criatura como sujeto político transformador de las estructuras sociales de convivencia.

El padre troyano y la disputa de la perinatalidad. 

Aflora aquí la definición de padre troyano como la figura masculina que, lejos de estar ausente, disputa cada uno de los espacios para que la lógica patriarcal y adultocéntrica termine imperando lo antes posible. Ayuda al sistema a socializar la experiencia reproductiva en base al modelo imperante.

Ya no se trata de mirar hacia otro lado esperando que los niños y niñas crezcan para encontrarse con ellos en el espacio público, si no que implica una posición activa para que los mandatos sociales respecto a la socialización de la infancia se introduzcan en cada uno de los sistemas familiares, haciendo de troyano.

Este padre troyano ya existía, pero podía ser más o menos residual, y muchas veces era simplemente reactivo a conflictos de pareja, o separaciones, que ganaba batallas pero no guerras, pero actualmente está emergiendo como un nuevo arquetipo protagonista.

Las mal llamadas nuevas masculinidades y las políticas de igualdad están sirviendo de alfombra roja para que este modelo, invasivo y peligroso, se cuele en lo más interno del ecosistema de la reproducción humana. Se vende como un sujeto pro-social, saludable e ideal para el progreso social capitalista.

Un modelo que se alimenta de la equiparación de la maternidad y la paternidad, camuflando que su poder es esencialmente patriarcal, y que su presencia en los sistemas reproductivos no es equitativa, porque tiene mucho que ganar y nada que perder.

La posición de la madre es todo lo contrario, mucho que perder y muy poco que ganar, por lo que la equiparación dista mucho de ser una propuesta de igualdad y supone un avance en las conquistas de nuevos privilegios masculinos. 

El padre troyano se vale del desgaste de las mujeres, por la desigualdad e injusticia en el territorio doméstico, y de su demanda legítima de corresponsabilidad en los cuidados para avanzar posiciones.

Pero el cuidado a las personas, y a las criaturas en particular, es esencialmente diferente al resto de tareas domésticas, solo se igualan si conceptualizamos a los niños y a las niñas como cargas familiares. Las cargas se reparten pero la vida se comparte, con equidad y responsabilidad. Nada que ver.

En fregar el suelo no hay procesos libidinales ni sujetos activos, pero esto es una realidad obvia que se obvia, de manera que lo perinatal está en disputa mientras que nadie se pelea por limpiar el baño ni sacar la basura, ni parece que pudiera haber iniciativas legislativas en este sentido, mientras que sí que las hay para reforzar el papel de los hombres en los contextos familiares y reproductivos.

Y que lo perinatal esté en disputa, convierte, una vez más el cuerpo de las madres en territorio de guerra y objeto de violencia, más sutil que la que se ejerce en una sala de partos, pero tanto o más efectiva porque viene de la mano de un supuesto compañero o amante, que la mayoría de veces sin mala intención, hace de troyano del sistema en un lugar, hasta hace poco, reservado y privado.

Y el sistema como en todas las guerras juega de parte: Es peligroso equiparar maternidad y paternidad con las rentables políticas de igualdad obviando la diferenciación de partida y todo lo que hay en juego.

Es una aberración que esto sea un punto de partida,-no sé si como punto de llegada podría funcionar, implicaría en todo caso una emancipación de los procesos reproductivos respecto a los cuerpos, lo que además tendría implicaciones económicas y éticas-, pero para definirlo como un punto partida, aquí y ahora, se precisa un fuerte ejercicio de violencia, la violencia necesaria para imponer un experimento social que amenaza al ya maltratado ecosistema humano y que puede hacer que pierda la poca capacidad de autorregulación que persiste.

Y es un punto de partida erróneo, porque la maternidad, pese a la propaganda del régimen, sigue participando de una realidad diferencial a nivel material, físico y simbólico muy significativa.

Aún queda para que la maternidad se emancipe de la biología y se pueda encontrar cómoda en un rol social de madre ausente, capaz de subordinar, sin coste psicológico, las vivencias asociadas al cuidado responsable de una criatura al sinsentido de nuestra organización social, como por ejemplo, a las quimeras de la conciliación laboral.

Aún queda para que la mayoría de las madres vivan sin renuncia el dejar a sus hijos en la guardería, o acepten que sus lactancias están determinadas por unos los permisos, iguales e intransferibles, diseñados en despachos con la lógica del mercado laboral.

Aún queda para que la maternidad se defina como un lugar social de confluencia cuando llevamos años invisibilizándola, denostándola y definiendo a las criaturas como cargas familiares que molestan y que se han de “descargar” para recorrer los itinerarios de éxito social.

Y aún queda para que la maternidad suponga un punto de encuentro con compañeros, cuando la vivencia mayoritaria es de incomprensión, aislamiento, falta de apoyo e incluso competencia. 

Y por supuesto, aún queda para perder la disputa, la biología juega de nuestro lado, y el sentido común también. Hay resistencias, la plataforma PETRA, es un buen ejemplo de ello.

Y desde la paternidad, también es un punto partida erróneo, porque la paternidad, pese a los intentos loables de cada vez más hombres entrañables que quieren revertir su castración emocional, sigue estando definida desde un lugar social privilegiado y sigue con un contrato vigente con la hegemonía.

El que se pueda hablar de nuevas masculinidades, de paternidad entrañable e igualitaria, denota que ya existen estos significantes en el lenguaje común, cuando aún falta mucho para que la realidad aporte significados coherentes y numerosos para lo que se pretende nombrar.

Las nuevas paternidades son una realidad anticipada por el lenguaje y por tanto producida por el sistema cultural con una intencionalidad. 

Parece que aún queda para que los hombres, de manera mayoritaria, o al menos significativa, muestren interés por la cultura perinatal, se vean interpelados y comprometidos, participen en formaciones y grupos, y pongan a disposición del bienestar sus oficios y beneficios. 

Y pese a esa ausencia y desconexión, nada impide que eroticen los cuidados cuando vienen desde lo masculino, por muy superficiales que éstos sean, a la vez que se siguen invisibilizando los cuidados que vienen del lugar tradicional del trabajo feminizado, con madres presentes, implicadas que se hace por no ver.

La precariedad de la masculinidad.


Y en la búsqueda de equiparación y homologación se hace la vista gorda a la precariedad intrínseca de los cuidados cuando vienen de la parte masculina.

La precariedad se fundamenta en dinámicas estructurales, que se tendrían que abolir y transformar, pero que están tan arraigadas en nuestra cultura, que -hacer como si no estuvieran porque no estamos de acuerdo- denota una irresponsabilidad grave que antepone los discursos políticos al bienestar de la infancia.

La precariedad de la masculinidad respecto a los cuidados precisa ser denunciada, transformada y erradicada, y esto es todo lo contrario a validarla desde una mirada complaciente que la refuerza socialmente.

Hay precariedad por falta de tiempo y de disponibilidad -los hombres, hasta ociosos, por su socialización tienden a habitar el espacio público, que no es el espacio significativo de cuidados- y pocos hombres parecen dispuestos a caer en el ostracismo por asumir tareas de cuidado. Lo poco que se hace en este sentido busca encontrar una complicidad social, publicando en redes sociales, y priorizando aquellas tareas que tienen un cierto reconocimiento fuera del ámbito familiar. De hecho todas podemos pensar en personajes padres de nueva ola, personajes públicos, que objetivamente no tienen tiempo para cuidar. La paternidad responsable que representan es una atribución más a su masculinidad hegemónica sin implicaciones reales efectivas.

Hay precariedad por la misma precariedad de la erótica masculina. Una erótica y una sexualidad que supone la inhabilitación social del cuerpo masculino como espacio de cuidados, significando el cuerpo de los hombres y su sexualidad como invasiva y egocéntrica, incluso depredadora, con un imaginario social asociado al abuso y a la desconexión emocional, de manera que la asociación hombre-niño/a nos lleva a la posición social de alerta y reprime las conductas de los hombres que desde la conexión emocional ponen el cuerpo disponible para entrar en relación y cultivar vínculo con las criaturas.

Formalmente se refuerza la implicación de los hombres en los cuidados a la vez que se niega la posibilidad de ternura de sus cuerpos, lo que lleva necesariamente a un modelo robotizado de cuidados que administra necesidades, pero no facilita el vínculo ni la relación afectiva.

Así se valida la participación de los hombres en la educación pero definiendo distancias óptimas, mediatizadas por la racionalidad, el conocimiento y el estatus profesional. No se valida su participación en la crianza si es con cuerpo presente, y menos si éste se hace explícito.

Se nos empuja al espacio público bajo la vigilante mirada social que condiciona los procesos y que consolida la precariedad afectiva al reprimir lo físico, lo emocional y lo libidinal, para que el ejercicio de la paternidad sea responsable a ojos de la sociedad y correspondiente con la moral vigente. 

Y de nuevo, se niegan las necesidades de la infancia, porque criar sin cuerpo es lo más precario que puede haber.

Y hay precariedad por la inexistencia de referentes. Haber crecido sin referentes masculinos de cuidado, construyéndonos a expensas de experiencias de carencia y de ausencia intentando compensar con la socialización de género el vacío que dejaban los hombres significativos de nuestra existencia y que, de tanto mirar hacia fuera, dejaban de vernos.

Ahora nos encontramos con la precariedad intrínseca de tener que devolver lo que nunca nos dieron, reconociendo con honestidad nuestras carencias y con el peligro aprendido de rellenar dicho vacío con nuestras elaboraciones mentales y pliegos de intenciones, que pueden ser útiles como propósito de enmienda, pero que distan mucho de significar un marco de cuidado óptimo y efectivo para las criaturas de nuestra responsabilidad.


Crianza low cost y paternidad.

Integrar todas estas precariedades en un modelo autosuficiente de acompañamiento a la infancia implica necesariamente una devaluación del mismo. La crianza precaria-low cost.

Se concreta una crianza low cost compatible con las incapacidades adquiridas para el cuidado, que las integra y las afianza para poder dar el protagonismo a agentes sociales ajenos al sistema familiar, firmando un nuevo contrato social que incluye los procesos que acontecen en el espacio reproductivo, definiendo una “nueva” patria potestad, que cambia la ausencia por una presencia precaria, determinada y asistida externamente, que invita a la participación del mercado y del estado para ser efectiva y seguir garantizando la supervivencia. 

Una crianza contagiosa, que se vende como más adaptada, más cómoda, incluso más eficiente hasta el punto de que gana adeptas incluso entre las personas, madres, que dejan de poner el cuerpo seducidas por la propaganda del sistema y desde la vivencia de extenuación por los puerperios y crianzas en soledad, llegando en casos a traicionar deseos e intuiciones, y que llevan antes a la desorientación y a la tristeza que al bienestar anhelado, con la frustración y el coste psicológico asociado.

Solo se consigue confluir en el malestar, reforzándose los cuidados paliativos e indirectamente desplazándose, de nuevo, la atención del bebé a la atención de las adultas, que al no poder entablar alianzas de relación con las criaturas, sufren las consecuencias de la alta demanda y de la precaria oferta.

Así, el troyano cumple su cometido al hacer dependiente la crianza de las instituciones y de los discursos de profesionales validados por el sistema que participan en lo hegemónico, dando un paso de gigante para la enajenación en la organización de la vida, función que históricamente ha representado la paternidad, y que ahora se afianza al definir un nuevo lugar de consenso fuera del espacio propio reproductivo, de manera que toda persona que quiera encontrar alianzas ha de abandonarlo, y acudir a dicho espacio social, padres, madres, profesionales y patriarcado.

Cualquier expresión que intente ser fiel a la esencia de los procesos fisiológicos y libidinales, queda marcada como marginal, cuestionada, hasta el punto de que se ha de realizar participando de ocultación y casi de clandestinidad. El parto en casa, las lactancias prolongadas, el colecho, la no escolarización en edades tempranas…etc. Cada día más vigiladas y castigadas socialmente, incluso judicialmente, para ser desterradas como conductas válidas en el nuevo consenso, pese a formar parte de nuestra cultura reproductiva desde siempre.

No deja de provocar tristeza, e indignación, que, en el marco actual de riqueza y de aumento de las condiciones materiales de gran parte de la población, nos conformemos con un plan de mínimos para la infancia, que además es un mínimo social, como se demuestra en situaciones de crisis como el contexto actual del coronavirus, en el que nos vemos desbordados al necesitar sostener la vida previamente delegada.

A más bienestar económico más desamparo de las criaturas que se ven forzadas a crecer en marcos definidos por la precariedad afectiva, marcos que se consolidan y la consolidan en la medida que generan demanda capitalista y consenso patriarcal y adultócrata entre hombres y mujeres.

Por nuestra parte, la de la paternidad, con tanta precariedad y discapacidad, parece que sería más responsable acometer los procesos terapéuticos y restauradores del malestar vivido antes que acuñar un nuevo arquetipo masculino, protagonista, renovado y adaptado a las exigencias de nuestro tiempo y que normalice su herida como fundamento en socialización y acompañamiento a la infancia.

Como padres no nos podemos conformar con el modelo low cost, aunque nos podamos sentir más reconocidos y reconfortados en él.

Es un modelo que valida nuestra tara y la consolida, boicoteando la potencialidad que tiene el acompañamiento a las criaturas como catalizador de procesos de cambio, abortando nuestra capacitación para el trabajo socialmente útil, y con ello, entorpeciendo el cambio social.

Hemos de reconocer que, si ponemos el acento en las necesidades de las criaturas, la posición que simbólicamente representan y que hasta ahora han ocupado las madres es más válida para ellos y ellas.

Es una posición necesaria y útil, por lo que debiéramos participarla y no competirla, nutrirla de apoyos y recursos para que ninguna madre tuviera que abandonarla si no es su deseo, y simultáneamente diseñar itinerarios sociales para la socialización de la experiencia que allí acontece, pero sin instrumentalizarla para otros procesos que nada o poco tengan que ver con el bienestar de niños y niñas.

Las derivas que los hombres y los padres debiéramos transitar pasan necesariamente por asumir un rol subordinado, secundario, de renuncia de privilegios y de insignificancia social. Desde la conciencia que se explora territorio desconocido y sensible, por lo que toda cautela es poca. Ese rol es fundamental e importante solo en la medida que encuentra su lugar práctico y cotidiano, disolviendo el ego para ponerse al servicio de la situación.

Y en el contexto perinatal pasa necesariamente por ocupar una posición que se define en servicio a la díada madre criatura, en la que el padre ha de apoyar desde la no injerencia e intentando cubrir demandas sin juicio. Y con paciencia, porque la alianza con la vida es para siempre.

En el fondo no es otro camino que el de la reconciliación con el niño o bebé que fuimos, y que, probablemente, como chicos, nos empujaron al mundo demasiado pronto y aún tenemos que lamernos las heridas. La vida nos regala una oportunidad de sanación en la medida que rindamos nuestro ego masculino y nuestros privilegios a lo que acontece.


Sociopolítica de la paternidad.

Si por lo contario entramos en competencia, crecidos por el refuerzo social que nos regala las políticas de igualdad, estamos cometiendo el gran error de validar la posición actual de los hombres como óptima para el cuidado.

Si un hombre que asume la corresponsabilidad es incuestionablemente válido para la crianza y autosuficiente, todo lo que las mujeres pueden aportar de manera sustantiva sobra, es prescindible y contingente, y con ello además de todo lo dicho, negamos su experiencia, nuestra experiencia como hijos de madre

El poder define la igualdad como un espacio de confluencia, pero es un lugar de desencuentro, de dolor, de conflicto, porque integra una desconexión absoluta con lo intrínseco de lo reproductivo y niega la experiencia física de lo que allí acontece. Lo lleva todo a un plano social que nos atrapa y que por ampliarlo, e incluir a las mujeres en él, no es más adaptativo. Porque no hay conciliación posible entre la vida y el paradigma del patriarcado.

Entramos, queriendo o sin querer, en un nuevo episodio de la guerra de los sexos. (Casilda Rodrigañez, 2019) Una guerra que no nos cuida a nadie y dificulta la construcción de referentes de ternura para nuestras criaturas. 

Una guerra que esta sociedad está rentabilizando hasta reducir la disposición a cuidar a una expresión exclusivamente de la voluntad. Voluntad que puede y debe, incluso, ser forzada por los marcos legales.

Obligar a cuidar es una derrota social y política porque hace perder el rastro de lo que alguna vez pudo ser la libidinización de los cuidados. El cuidar y el asistir como expresión de bienestar.

Una guerra en la que el padre troyano entra en batalla para desequilibrar la balanza porque muchas mujeres, también socializadas en el paradigma hegemónico y cansadas por la falta de apoyos, no están entrenadas en la oposición de su existencia.

El padre troyano es abrazado por alguna de ellas como el posible alivio a su malestar y como respuesta de género a la demanda de los hombres de tener un rol relevante en lo reproductivo, y de nuevo desde la complacencia, las mujeres y las madres son capaces de subordinar muchas de sus necesidades a la dinámica social emergente representada por sus maridos y compañeros.

Es así como el rol troyano encuentra resonancia y amplificación en la soledad derivada de la falta de tribu, con la individualización y en el consumo de relaciones característico de nuestra época. 

En una sociedad que convierte, en el mejor de los casos, un debate social, el de los cuidados, en un debate conyugal que tensa la convivencia y que termina reforzando la desigualdad de género, aunque se planteé como lo contrario.

Un guerra para la que algunos nos declaramos insumisos, para desde el anonimato, mostrar nuestra disponibilidad para tejer alianzas, para desenmascarar imposturas y nutrir desde nuestra insignificancia un tejido social que pueda sostener la vida en comunidad, aunque de momento ya sea un reto transitar la batalla sin infligir daño ni salir dolidos.

Encarnando la alternativa.


La alternativa es un cambio global y profundo, un cambio de paradigma.

No es una opción válida volver a estadios anteriores de separación del trabajo productivo y del reproductivo en base a modelos de género patriarcales que parten de la injusticia estructural de la explotación de las mujeres y los niños.

Avanzar es una responsabilidad social de la que los chicos no podemos evadirnos, pero a la vez urge encontrar nuestro propio lugar.

Por todo lo desarrollado en este artículo, pienso que las posiciones reactivas a las reivindicaciones legítimas de mujeres y madres están teniendo el efecto troyano, contraproducente, no positivo. 

En la medida que no se dan las condiciones para acompañar procesos más profundos, la confluencia social se concreta en un lugar precario para todas que termina expresándose en una dinámica de maltrato a las criaturas que no podemos validar aunque se presente como un avance en la igualdad entre hombres y mujeres. 

Ahí está una de las claves, el lugar de encuentro no ha ser el espacio de la igualdad, sino la alianza específica con las criaturas. Si somos capaces de abandonar el pensamiento adultocéntrico y enfocar la mirada en las necesidades que se expresan en las dinámicas de interdependencia con los niños y niñas, se abre un espacio de colaboración inmenso en el que cada cual aporta desde su lugar determinado, pero siempre subordinando el lugar social que representa a lo que acontece en la situación que precisa activar los cuidados.

Son los niños y las niñas, y los bebés, las que nos guían en la búsqueda de alternativas. Su bienestar va a ser la única evidencia del camino correcto, ni la ciencia, ni la pedagogía, ni la sociología, ni la política pueden desplazar la capacidad empática para percibir lo que les va bien y lo que les supone maltrato y precariedad.

Y esto nos lleva al reconocimiento de que ellos y ellas son un sujeto político fundamental y transcendental para definir una organización social comunitaria, y que rendirnos a su complacencia, y diluir así nuestro rol de poder, supone un ejercicio de responsabilidad y de autorrealización mucho mayor que cumplir con las expectativas sociales alienantes.

La alternativa, social y personal, pasa por revertir el proceso de deserción del espacio de cuidados para nutrirlo de nuevo de cuerpos, de deseos y de voluntades, que ayuden a defender la dinámica propia de la vida de las seductoras propuestas de desnaturalización capitalista de la crianza. Es un camino de deconstrucción.

Pasa por asumir un protagonismo en el acompañamiento humano validándolo como proceso pro-social, tanto por lo que implica de asistencial como por lo que aporta a la restauración del tejido social tan devastado por el individualismo de la cultura hegemónica.

Y también por lo que implica para los procesos terapéuticos, porque en no saber, no poder, no querer, no disfrutar cuidar denota una patología individual y social grave, por muy normalizada que esté.

Para recuperar y re-poblar el desertificado ecosistema humano, y encarnar la alternativa, se pueden hacer muchas cosas si hubiera voluntad política y responsabilidad explícita con el bienestar social. Imaginar mundos mejores en este sentido no es difícil, aunque claramente es contrario al modelo imperante de progreso social.

Da pereza proponer decálogos de medidas sociales en un contexto tan adverso, aunque no se debe renunciar a ello. En la línea de las propuestas de Patricia Merino en su libro Maternidad, Igualdad y Fraternidad, ayudaría destinar recursos directos a las familias, de momento madres, que quieran permanecer en el espacio propio de los cuidados, porque es el espacio vital de la infancia, valorando la función social que realizan y facilitando la autogestión y auto-organización de las mismas. También ayudaría la elaboración de un Estatuto del Cuidado, que diferencie públicamente lo que es cuidado de lo que es descuido y maltrato, y apoye los roles familiares y profesionales que se pongan a su servicio del bienestar, concretando lo de poner los cuidados en el centro, con medidas efectivas.

Pero aún con ello, la gran dificultad no está en el terreno político ya que estamos en un momento donde la demanda social se ajusta a la oferta deshumanizadora por lo que no nos queda otra que asumir que el proceso va a ser lento, y que previamente tenemos que ir transformando nuestra demanda como colectivo, lo que pasa necesariamente por encarnar procesos de cambio individuales y en relación con la gente con la que convivimos.

Y en concreto en lo que se refiere a los hombres, a los padres, tengo claro que tenemos que encontrar nuestro propio camino, en un ensayo error con la responsabilidad de que transitamos territorios desconocidos y delicados, por lo que hemos de integrar estrategias de minimizar daños y a la vez canalizar nuestras disposiciones hacia lo efectivo, porque tampoco se trata de inhibir conductas y deseos de colaboración en un momento de carencia generalizada de personas disponibles para los cuidados.

Con amigo Alfonso Gil, psiquiatra perinatal y ginecólogo, comentando el reciente artículo de Padres de Patricia Merino que acaba diciendo “Si un padre quiere tener un lugar en la crianza, ese lugar es el que él mismo se construya con su compromiso” estábamos de acuerdo en que sí, aunque lo autorreferencial pueda parecer precario en el marco de precariedad que representan los hombres que cuidan, es el único camino y es importante.

Y es un camino que diverge de las nuevas teorías de género, nuevas masculinidades o paternidad igualitaria. Porque lo alternativo para la paternidad es que se emancipe de la dimensión social y se construya a sí misma de manera singular y particular, con sus luces y sus sombras, renunciando a las generalizaciones y modelos.

Y la mayor vacuna contra el refuerzo de los arquetipos, nuevos y viejos, es poner el cuerpo, literalmente, en la situación. En el momento que la masculinidad se encarna en una situación de cuidado deja de responder a la expectativa de mediación social que representa, hasta el punto que puede llegar a diluirse y subvertir su carga nociva. Un cuerpo presente en una situación es efectivo solo en las circunstancias que dicha situación define, por lo que rompe con cualquier pretensión de configurase con modelo de nada.

La dimensión política de este movimiento es solo su consecuencia, porque el simple hecho de que los cuerpos de los hombres tengan un papel significativo en los cuidados, atendiendo a sus propios procesos libidinales y sus cambios neurobiológicos que supone la alianza con la vida, ya en sí, es subversivo, y nos guste o no, va a tener una resonancia social por el lugar privilegiado que los hombres ocupamos en esta sociedad.

Es muy diferente colaborar en la creación y consolidación de referentes de ternura en padres y hombres a erotizar los cuidados masculinos desde la visión externa, que refuerza su rol social y lo instrumentaliza para usurpar procesos reproductivos.

Así, el padre entrañable se define en situación, no existe si no se ejerce. Exige presencia, poner el cuerpo, entrar en interdependencia, es real y orgánico. Y, si es sujeto, lo es solo en relación, en la medida que cultiva el vínculo poniéndose a disposición. Es un sujeto que se diluye en la disponibilidad para la deriva, abandonando las expectativas como forma, masculina, de dirigir y controlar los procesos y el tiempo.

El papá se hace, y se hace en cada rato, no se es. Implica desechar la impostura de una identidad adoptada y entregarse a la experiencia. Una experiencia de inicio en lo desconocido y en lo importante, una experiencia que implica una apertura a lo emocional y abrazar las crisis personales como paso necesario en la búsqueda de una posición valida.

Se ha de construir relato social dando valor, mucho, a las experiencias de los hombres que cuidan, pero sin que con ello se construya necesariamente una nueva masculinidad, esforzarse por hacer de contención de lo que pasa en la situación vivenciada, para protegerlo y también para evitar la tentación de que esas experiencias válidas en lo privado se erijan como modelos en lo público y así refuercen el papel predominante de los hombres en el contrato social. 

Hay que renunciar a la autorrealización por el reconocimiento de la paternidad en el espacio público para no contaminar la relación con el ego masculino.

Así la paternidad socialmente útil es la que deserta de su rol social como constructo y emerge exclusivamente como una oportunidad de cuidados. Una oportunidad que en la medida que se aprovecha, es rupturista con el devenir histórico y colabora con un horizonte social más saludable para todos y todas.

Y por supuesto, es una oportunidad difícil de aprovechar, ahí queda el reto…








Este esquema fue realizado para la participación en el curso "Paternidad y perinatalidad:retos, oportunidades y cuidados", realizado por el Instituto Europeo de Salud Mental Perinatal






 

Comentarios

  1. Madre mía cuánta verdad. Me alegra ver mi sufrimiento y pensamiento actual como madre (que acaba de separarse) reflejado en alguna parte. Y más en boca de un hombre.

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  2. Gracias, es lo que llevaba tiempo pensando pero sin poder expresarlo.
    Si el hecho mismo de la capacidad que tenemos las mujeres de engendrar y criar se situara como elemento con el valor económico y social que realmente tiene, aparte de no confundir que el permiso de maternidad más que un derecho de la madre es un derecho del bebé o la bebé de tener a quien necesita en sus primeros meses de vida, su madre, cambiarían muchas cosas. Pero eso supondría reconocer a la mujer su papel predominante en la reproducción y su poder real basado en la biología misma del ser humano, algo que no es posible cambiar y que al todopoderoso patriarcado le chirría.

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    1. Efectivamente, es que la igualdad también puede ser patriarcal.

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  3. Buenísimo, y muy interesante.
    Estoy (tristemente) de acuerdo con todo.
    Muchas gracias por este trabajo.

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    1. Gracias a ti por leer (que además es el post más largo del blog). Saludos.

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