Las venas abiertas de las retiradas de tutela.

 


Hay drama. Asomarse al mundo de los servicios sociales es descorazonador. Conforme más te acercas todo se vuelve más obtuso e indefendible. Profesionales de todas las disciplinas expresan descontento nada más abrir la boca, y conforme más se está en primera línea, más descontento. Y lo que cuentan las personas y las familias que necesitan de dichos servicios es hiriente y devastador. A más necesidad menos comprensión. Y, cuando hay niños y niñas por medio, los problemas de diseño y funcionamiento tienen consecuencias irreversibles. Hay drama, herida y un reguero de sangre que nos cuestiona en la base de nuestro orden social y jurídico.

Y es que si fijamos la mirada en el ámbito de la protección de las infancias, en las situaciones de vulnerabilidad, riesgo y desamparo que viven muchas familias (y por ende muchos niños y niñas) el descalabro es absoluto. El sistema no funciona. Y es un problema muy grave. En primer lugar por lo que se deja sin atender -hay criaturas que necesitan protección y no la encuentran- y en segundo lugar por el desgarro que sufren los familiares que se ven afectados por las intervenciones de los servicios sociales, que nunca se cuidan y se atienden pese a que también son “usuarios” del sistema de servicios sociales. La intervención implementada puede que consiga los efectos deseados o no, pero siempre significará un golpe más en una biografía dañada.

Seguro que faltan recursos para que las cosas se hagan bien, pero también falta formación, sensibilidad y un diseño técnico que tenga en cuenta lo valioso, importante, delicado y trascendente que es lo que se está tratando.

Las retiradas de tutela, las adopciones, los encierros más o menos amables en centros de “menores”, o los planes de intervención son modificaciones sustanciales y muchas veces definitivas de la vida de las personas. De personas que, en general, sólo necesitan ayuda y apoyo y que se ven envueltas, sin quererlo, en unas dinámicas administrativas que les llevan a perder el control de sus propias vidas en aquello que más les desequilibra: sus relaciones y estructura familiar.

Después de muchos años trabajando en la atención a las infancias en riesgo sigo sin entender cómo no se plantean ni planes de contingencia, ni planes de mitigación de daños ni propuestas paliativas que den respuesta a lo que supone para una familia el hecho de que una administración pueda valorar que no son aptos para convivir y cuidar a sus criaturas.

Alguna vez he dicho que una retirada de tutela tendría que ser como una cesárea: se tendrían que hacer las mínimas necesarias, con un trato exquisito y acompañando el proceso antes, durante y después. Lo contrario es violencia obstétrica y en el caso que nos ocupa, violencia institucional y maltrato. Mucho debieran aprender los servicios sociales de la psicología perinatal. Ojalá algún día un trabajo social con mirada perinatal.

El problema de base (y que estamos lejos de solucionar) es que no hay términos intermedios en protección a la infancia: Es un todo o nada.

La mayoría de los servicios sociales municipales reconocen que las medidas que se imponen para atender el riesgo no son eficientes. Principalmente porque no pueden sofocar el foco del problema -¡a ver cómo se soluciona desde los servicios sociales una crisis de vivienda, que hace a una familia convivir en dinámicas de violencia y acoso, o una situación de falta de ingresos cronificada por la falta de empleo o por adicciones que se llevan el poco dinero que entra!-.

Así, la intervención se termina convirtiendo exclusivamente en una agenda de control y supervisión en la que los servicios sociales no pueden hacer nada para modificar las condiciones estructurales de la situación de vulnerabilidad y sólo ejercen de cronistas del proceso -cronistas parciales y precarios que sólo llegan hasta el lugar que determinan los informes que recopilan y elaboran-.

A las familias que sufren las situaciones de vulnerabilidad, que ya están desbordadas por sus propias circunstancias, se les suma la amenaza real de poder perder a sus criaturas y una demanda de colaboración con quien, de primeras, poco ha hecho por ellos, y de segundas, representa una figura con mucho poder –y mucha impunidad- que les puede dañar y de la que difícilmente se van a poder defender.

De esta manera el momento previo a la desmembración de un sistema familiar está poblado por el miedo, la vigilancia y demanda de disciplina, elementos que, lejos de nutrir la situación para hacerla más resiliente, suelen precipitar el duro desenlace.

De hecho, por parte de los y las técnicas, la percepción general es que durante el periodo de vigilancia las circunstancias solo hacen que empeorar, y que sólo cabe la huida hacia delante de la separación familiar.

Los y las trabajadoras sociales municipales se quejan de que sus alertas no son escuchadas por los organismos autonómicos de protección de la infancia (que son los que tienen las competencias respecto a las medidas de protección y declaraciones de desamparo). Y en su desesperación no hacen más que abundar en sus informes y sumar indicadores de riesgo –cuando no sesgos de clase, etnia o género- o amplificar alguno de ellos sacándolo de contexto de manera que, aunque la situación original no cambie significativamente, el expediente sí que aumenta en contundencia. La “bola de nieve” se está preparando y si comienza a rodar arrasará con todo.

No siempre sucede, hay bastantes expedientes de riesgo que no derivan en desamparo (más por docilidad las familias que por mejoras de la situación). También tiene su relevancia las plazas que existan en los centros, que son limitadas y caras, y la falta de familias de acogida. De hecho mucha gente tiene la percepción de que los servicios sociales “actúan poco”, que se permiten muchas barbaridades y maltratos infantiles antes de “quitar los niños a una familia”, pero, en cualquier caso, cuando sí se da el salto, el camino inverso es muy infrecuente. A menos a corto plazo.

Y entonces se pasa de la nada al todo. Cualquier detalle puede ser la chispa que cambie la percepción de un caso (por ejemplo, la denuncia de un familiar, o un problema de orden público, o una revisión médica, o un enfrentamiento con el sistema educativo descrito; todo es susceptible de ser descrito en clave de desprotección). Aquello que hace que una situación de riesgo sea, en un determinado momento, percibida como desamparo es absolutamente circunstancial, pero cuando una Comisión de Infancia coge un caso difícilmente lo suelta.

La desdibujada línea que separa riesgo de desamparo se convierte en una barrera infranqueable reforzada por todos los mecanismos institucionales. De hecho, en el Estado Español, las retiradas de tutela y las guardas de urgencia se hacen en su mayoría sin ningún tipo de orden judicial. Es la administración la que actúa en base a sus protocolos e informa a fiscalía “sin pedir permiso”, notificando sus propuestas y resoluciones a los familiares pero no garantizando su derecho de oposición. Son las familias las que han de acudir al juzgado o la Fiscalía de Menores a pedir amparo o a solicitar que se suspendan las medidas cautelares, con el coste económico que supone, y con la dificultad que implica el que sean dos procesos paralelos, por un lado el judicial y por otro el administrativo, con distintos tiempos y distintos procedimientos.

Pocas situaciones resisten la mirada inquisidora respecto a las capacidades parentales y condiciones de guarda de una familia. Muchos elementos que pueden ser anécdotas de la crianza en familias con buena situación socioeconómica (no vacunar, saltarse revisiones pediátricas, llevar a los hijos/as a escuelas alternativas, dietas peculiares, colechos, lactancias prolongadas, etc.) pueden precipitar medidas de urgencia cuando se suman a situaciones de empobrecimiento, de violencia de género o a expedientes de salud mental de los progenitores.

Da igual lo que se perfeccionen las herramientas técnicas, los test y las escalas de valoración, por mucho que todo esté reglamentado y objetivado, lo que es decisivo siempre también es subjetivo, está sujeto a interpretación y por tanto susceptible de error.

Esto lo tienen tan claro los y las profesionales responsables (también los cargos políticos-técnicos que firman las resoluciones), que muchos de los mecanismos teóricamente garantistas del “bien superior del menor” no son más que mecanismos de blindaje de sus propias decisiones, de manera que si hay problemas la responsabilidad sea compartida, repartida y “multidisciplinar”.

No hay certezas, pero la administración se ha de mostrar infalible. Y que la institución quiera presumir de objetividad y perfección en vez de habitar, junto a las familias, la incertidumbre y la duda es la que la que la convierte, en demasiadas ocasiones, en enemiga de lo mejor, incluso de “lo menos malo”. Lo que debiera ser un servicio social se convierte en una apisonadora deshumanizada por su propia dinámica de defensa y auto justificación.

Los extremos en los que hay que tutelar (abandono, abuso sexual, violencia física) suelen estar claros, pero, en la mayoría de los casos, las situaciones se expresan con la complejidad propia de la vida. Ahí nada es tan evidente y la solución que ofrece la administración no las tiene todas consigo.

Cualquier actuación en materia de protección de la infancia que se hiciera debería ir siempre acompañada de un proceso continuo de revisión y de una posibilidad siempre abierta de rectificación. Por supuesto también con una amplitud de miras en las valoraciones, con informes de profesionales diversos que aporten desde diversas ópticas y con distintas sensibilidades. Se tendrían que abrazar las contradicciones y asumir que no queda otra que avanzar con pruebas y errores, aceptando riesgos y dando espacio a la vida. Y por supuesto, reconociendo que los derechos de las infancias se concretan en primer término en la permanencia junto a sus figuras de referencia.

Nunca una medida de protección va a poder ser sustitutiva del arraigo social y familiar que posibilita el contexto de origen de las criaturas. Por ello los derechos e intereses de las familias debieran estar siempre representados, y de forma directa, en las diferentes comisiones de valoración y decisión sobre los destinos de sus hijos e hijas.

Se observa con preocupación cómo la administración justifica con más vehemencia sus actuaciones en los casos que se sitúan en el territorio de los claroscuros, los de la duda, que en los de desamparo evidente. Parece que están defendiendo más sus propias actuaciones que el interés de los niños y niñas.

Así se produce una traslación muy grave en lo que respecta al objeto de la protección. El sistema trabaja y gasta recursos en justificar lo que hace, abundando en los expedientes la información que justifica las actuaciones realizadas a la vez que se obvian, se minusvaloran o directamente no se incluyen, los datos que puedan cuestionar las decisiones tomadas. Se institucionaliza la medida de protección y se pone al servicio de los criterios técnicos de la administración, dejando en un segundo lugar a las criaturas y fuera de juego a sus padres y madres.

Socialmente pasamos de estar conviviendo, en la impotencia, con situaciones de vulnerabilidad y riesgo que afectan a muchos niños y niñas que no se atienden con recursos efectivos, a la separación irreversible de algunas de estas criaturas de sus progenitores.

Es una dinámica extractiva que en ningún caso nutre ni cuida la situación de origen y que, por lo contrario, construye un cortafuegos entre a familia y la administración para que la institución pueda tener libertad de movimientos, tanto para que no se interfiera en sus aciertos como, en la mayoría de ocasiones, para defenderse de las nefastas consecuencias de cuando se actúa de manera puramente autorreferencial y reactiva a las protestas y las quejas de las familias catalogadas como díscolas.

La creación de ese muro o cortafuegos implica de por sí una profunda injusticia. Lo que queda a cada lado de la barrera es muy desigual: la administración va a tener todo lo necesario para justificar sus actuaciones y, por otro lado, las familias difícilmente van a poder demostrar que una retirada de tutela ha sido injusta, o que su situación ha cambiado hasta el punto de justificar un retorno inmediato.

Y también supone una práctica de desamparo institucional a la infancia al no permitir el encuentro de calidad y el cultivo del vínculo con sus figuras de referencia que si bien, en general, pueden ser disfuncionales en algunos aspectos, no necesariamente son nocivos para las criaturas.

Los sistemas establecidos para que los niños y niñas que tienen una medida de protección puedan seguir viendo a sus familiares son, todos ellos, muy precarios, insuficientes, y en muchos casos contraproducentes. Parece que están diseñados exclusivamente para pillar en falta a los y las progenitoras. Se configuran como espacios de control y vigilancia y no como espacios de ternura que sirvan para reactivar los vínculos y los afectos –no hay más que leer las actas de algunos de esos encuentros familiares: una frase para decir si hay o no apego, y todo un escáner de las (pocas y artificiales) habilidades parentales que se pueden desplegar en una habitación fría, mal amueblada y absolutamente al contexto vital y de convivencia de cualquier familia-.

Volviendo a enfocarnos con mirada perinatal, si una retirada de tutela se tendría que hacer con la misma delicadeza que una cesárea, para el después, cuando se da una separación forzada, también tendría que prevalecer una máxima de separación mínima. Intentar salvar todo lo que sea posible de la relación previa, y en los casos en que la ruptura sea inevitable, hacerla paulatina, cuidada y acompañada (todo lo contrario a lo que cuentan muchas familias, que sienten como, literalmente, les “arrancan” a los niños sin posibilidad de despedirse, con engaños y mentiras).

En los contextos institucionales, como pueden ser los hospitales o los centros de servicios sociales, es aún más importante cuidar los espacios en los que se puede cultivar el vínculo y experimentar la afectividad, aunque sea solo por compensar parte de la deshumanización que está garantizada.

La desestimación absoluta de lo que puede ofrecer la familia de origen de niños y niñas con medidas de protección es un hecho común.

Se expresa con mucha claridad, por ejemplo, en los casos de separación de bebés lactantes: no hay medida de protección que pueda garantizar que una madre a la que le han retirado la tutela o la guarda de su criatura, si así lo desea, pueda seguir dándole teta. Aun con la certeza científica (la OMS no hace más que recomendarlo) de lo beneficioso que es para la criatura –y necesario, más para un bebé que le espera un itinerario difícil en su existencia- y de lo alineada que estaría la lactancia con lo del “bien superior del menor”.

La lactancia, junto a otras muchas expresiones de apego y prácticas que nutran el vínculo se quedan al otro lado del muro, bloqueadas por unos protocolos de actuación, analfabetos en psicología perinatal, que no sólo no las valora, sino que las tilda de contraproducentes por hacer más difícil el funcionamiento institucional. Se piensa que la medida de protección tiene que asentarse fuera de las tormentas afectivas que acontecen cuando se rompe un vínculo con violencia, pese a los daños “colaterales” que produzca.

Si bien la mayoría de las medidas de protección son reversibles (todas menos la adopción), la administración siempre pone tierra por medio cuando retira una tutela. Los equipos técnicos definen planes de actuación -intervención- familiar largos, de al menos un año, para que las madres y padres puedan acercarse a la posibilidad de recuperar a sus hijos/as. Estos tiempos son funcionales para consolidar la separación, para construir realidades paralelas, pero muy pocas veces colaboran con la reunificación.

Las familias suelen vivir una espera angustiosa sin apoyos y con una demanda explícita de “hacer lo que le piden” o bien una apatía y desconexión, asumiendo- no sin costes- la derrota. A los niños y las niñas no les queda otra que adaptarse a su nueva vida, ya sea con otra familia o en centros, en ambos casos con dinámicas divergentes del destino familiar.

Siempre el proceso de una retirada de tutela implica un ejercicio de fuerza, de violencia. Romper y separar los vínculos familiares, por muy desestructurada que esté una familia, no se puede hacer si no se ejerce violencia.

Se podrá debatir si es una violencia justificada o no, si es un mal menor y hasta qué punto es una violencia legítima, pero lo que es incuestionable es que daña. Meter el bisturí y hacer cirugía social duele y, por tanto, habría que tener en cuenta la profundidad de la herida y atenderla.

Igual que nadie plantearía en un hospital hacer una operación sin anestesia y sin un seguimiento posterior de la evolución, una retirada de tutela es una intervención mayor y sería necesario definir siempre un acompañamiento en clave de cuidado, repito, en clave de cuidado. Este cuidado pasa necesariamente por el reconocimiento de su duelo y por un trabajo activo y restaurador para que la familia, si hay deseo, se pueda unir lo antes posible, a la vez que se elaboran los mecanismos necesarios para que todos los miembros puedan seguir desarrollado el vínculo, entendiendo el contacto como el principal tesoro a proteger.

El Sistema de Protección a la Infancia no puede olvidar de que una niñez lo es sólo con sus vínculos y sus afectos.

Una protección efectiva no pasa por defender a niños y niñas como objetos aislados, sino como sujetos de derecho que expresan su subjetividad y su agencia en las relaciones que van construyendo desde que nacen.

Necesitamos un sistema de servicios sociales que se ponga al servicio de las relaciones, que nutra el entramado social. Así y solo así podrá taponar las hemorragias de las venas que abre y colaborar en sanar el cuerpo social que entre todas conformamos.


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