Dioses y monstruos: la masculinidad en el impasse.

Cómo el caso Errejón hace estallar el mito de las “nuevas masculinidades” y cómo “que la vergüenza cambie de bando” nos pone a los hombres en nuestro sitio, y por mucho tiempo, demostrando que es la consigna política más potente y movilizadora de los últimos años.


Gisèle Pelicot, pintada en un muro.

El panorama es desolador. No hay dónde mirar. El goteo diario de feminicidios, la violencia sexual ejercida sistemáticamente por hombres con posiciones aceptadas y reconocidas socialmente, la impunidad de los abusos sexuales tanto en los tribunales como en los bares, y ahora, por si faltaba poco, referentes políticos absolutamente disociados, con más cara que espalda, echando por tierra la fantasía que ingenuamente habíamos construido, mientras eran arropados y protegidos por compañeros y compañeras de la izquierda institucional.

Dominique Pélicot junto con los 50 hombres que violaron a su esposa y los cientos que no dijeron ni mu durante años, Joël Le Schournec y sus casi trescientos abusos en los quirófanos en los que trabajaba, los seis empresarios murcianos que prostituyeron a personas menores de edad y no van a pisar talego. Un panorama tan duro que hace difícil articular palabra.

Más allá de expresar empatía y solidaridad con las víctimas (que no se sabe muy bien cómo se sustancia desde una perspectiva masculina en la medida que representamos también, al menos simbólicamente, lo que agrede) uno no sabe dónde meterse.

Sentirse interpelado social y políticamente y a la vez deslegitimado por ser parte de todo lo que está pasando, en la medida que se disfruta de la posición de privilegio que la masculinidad regala, convive con la certeza de que debemos articular una respuesta individual y colectiva a este melón. La cosa va con todos nosotros.

La respuesta no puede ser exculpatoria ni de escurrir el bulto: hemos de pagar y rendir cuentas. No podemos esperar pasivamente a que los casos más sangrantes acaben en los tribunales y que con esto nos valga. No podemos delegar en las mujeres que nos sufren la responsabilidad de, además, denunciar y someterse al machismo judicial y a la exposición pública y mediática. No es honesto. Tenemos que dar una respuesta que no tenemos, pero no por ello es menos urgente ni necesaria.

No estamos sabiendo. En general, nos mantenemos callados o decimos gilipolleces. Da igual. La cosa sigue pendiente, la deuda sin pagar.

Desde hace algunos años, desde eso que se llamaba “aliados del feminismo“ parece se estaba empezando a balbucear alguna respuesta: con eso de ampliar el sujeto del feminismo y hacerlo inclusivo para aquellos hombres que habíamos tomado conciencia que el patriarcado también (aunque mucho menos) nos había jodido la vida, parecía que se había abierto un camino común y que “sólo” restaba caminarlo juntos.

Esta posibilidad nos llenaba de esperanza y colmaba nuestra expectativa histórica de tener un lugar compartido en primera línea. Porque tontos no somos y, desde hace muchos años ya, sabemos que el feminismo representa el vector político más potente y anhelamos participarlo.

Desde el principio esta dinámica había sido cuestionada y problematizada por muchas mujeres con la elocuente frase “aliado, el que tengo aquí colgado”, poniendo la atención en la evidencia de que los colectivos sociales y políticos están atravesados de igual manera por los comportamientos machistas, que los tíos chungos, los que instrumentalizamos las relaciones y que follamos fatal, también estamos representados en los grupos alternativos.

Pese a ello siempre se ha respirado cierta indulgencia, los pocos avances que se daban eran muy reconocidos y aplaudidos en la medida que conectaban con un gran anhelo social y con una necesidad de cambio muy urgente.

El contexto creciente de normalización, incluso negación, de la violencia de género -con grupos políticos que directamente hacen apología del machismo violento y arcaico-, y la soledad íntima que todos y todas vivimos, cada día más cronificada por el individualismo neoliberal y el consumo de relaciones, hacía que todo pequeño logro se pudiera celebrar como una victoria. También se abría la mano por la necesidad de apoyo en los cuidados y de corresponsabilidad.

Por todo ello se ha dado a las “nuevas masculinidades” un papel en la transformación social y política para el que nunca han hecho los méritos necesarios.

Todo esto ha propiciado una percepción errónea de que se había avanzado en igualdad gracias en parte a los procesos que habían protagonizado los hombres, que lo la de deconstrucción masculina era ya un camino explorado, y que con algo de terapia y mucho de discurso de género la cosa ya estaba amortizada.

Lo que está aconteciendo alrededor de caso #Errejón es muy relevante porque desenmascara la impostura y además, en la medida que los hechos no son tan extremos como las aberraciones francesas, nos permite dialogar con ello en primera persona: nos interpela directamente como hombres que somos, de izquierdas y pertenecientes a un universo común.

Las redes de silencio, de permisividad y complicidad que hicieron posible que alguien así fuera un referente de la izquierda igualitaria durante más de 10 años no nos pueden resultar ajenas, no podemos escurrir el bulto ni pensar que la cosa no va con nosotros. Ni protocolos, ni medios de comunicación afines, ni amigos ni amigas, ni siquiera las ganas de cambiar el mundo, compartidas con compañeros y compañeras de militancia, han servido para hacer descubrir el pastel , y aún menos para proteger durante ese “eterno larvado” a quienes sufrían directamente estos comportamientos.

Los dioses siempre han gozado de impunidad. La impunidad siempre va asociada al privilegio, y si este hombre, y otros tantos, han podido gozar de privilegios representando un papel de “aliado del feminismo” es que hay trampa en la construcción, hay troyano. El enemigo se ha colado dentro (en verdad, nunca hemos llegado a salir) y se precisa un replanteamiento profundo respecto al papel que tenemos que representar políticamente los tíos en este momento histórico.

De nuevo las mujeres lo tienen claro: la consigna “que la vergüenza cambie de bando” tiene una fuerza transformadora espectacular. Que Giséle Pelicot decidiera dar la cara -y obligar a que la dieran los hombres que la habían violado, rompiendo simbólicamente con el silencio y la culpa que el patriarcado siempre ha asociado a las víctimas de su violencia-, ha transformado el panorama de las luchas por la igualdad más que todos los militantes deconstruidos de los partidos de izquierdas y más que todos los cursos de formación sobre género y los grupos de hombres.

Queda cada vez más claro que la potencialidad política de los chicos no está en hacerse aliados del feminismo, en enarbolar sus banderas y en mimetizar sus luchas. No nos necesitan, se bastan por sí mismas.

La única forma de colaborar en un horizonte esperanzador es hacerse cargo de nuestras propias mierdas, individuales y colectivas. Es la única manera de participar con responsabilidad en la transformación social y esto pasa necesariamente por no asumir ningún protagonismo, por rendir el poder, por silenciarnos en una búsqueda íntima hacia un pozo insondable.

No es cuestión de días ni de meses, es cuestión de años, de varias generaciones. Hoy por hoy los hombres no podemos ni debemos ser referentes de nada. No se trata de definir y explorar “nuevas masculinidades” sino poner la masculinidad en cuarentena, aislada y fuera de circulación.

Mientras no sepamos cómo hacerla estallar en una voladura controlada no queda otra que desarrollar estrategias de mitigación, de minimizar riesgos, y esto pasa por dar un paso atrás. Salir de foco, respirar la opacidad y el ostracismo e ir viendo cómo nos sienta.

El feminismo no necesita hombres feministas, le vale con que no seamos unos capullos integrales y con que no mezclemos el feminismo con nuestras carencias y con las infinitas cuestiones que tenemos aún por resolver.

Con no molestar vale, se nos regala el tiempo que necesitamos si estamos calladitos, a lo nuestro, haciendo el trabajo imprescindible de transformar lo íntimo y rechazar la complicidad machista. Sin ponernos medallas, y mucho menos intentando hacer valer los exiguos logros que alcanzamos como certificados de rehabilitación social para intentar volver a estar en un lugar donde sólo hacemos que cultivar nuestros egos tóxicos.

Queda mucho para que los hombres en esta sociedad podamos representar algo decente sin impostura. Cada vez que sale a la luz el caso de un tío chungo, los chicos escribimos miles mensajes en redes y en medios de #notallmen y muy pocos de #metoo que aprovechen la ocasión para reconocer nuestra participación, por acción u omisión, en el sistema relacional que normaliza la violencia y el acoso.

Leyendo el servicio público que es la cuenta de instagram de Cristina Fallarás, es evidente, que detrás de tantísimas experiencias jodidas, estamos el mismo número de hombres que vivimos las relaciones sexo-afectivas en dinámicas de poder y maltrato. Los testimonios se cuentan por cientos, y los tíos que asumimos responsabilidades al respecto, inexistentes.

No reconocerlo es negar la evidencia y no hay discurso político o práctica militante que enmiende esta realidad. En esto no hay un debate honesto.

Vamos a necesitar mucha pausa, mucha paciencia, y mucho que observar(nos) y decir(nos) antes de que nuestra voz pueda ser útil socialmente.

Dar un paso atrás, dos, tres, cuatro, los que sean necesarios hasta perder comba y poder entonces encontrar y re-definir nuestro camino. Cada uno el suyo con la ayuda de las personas que, desde el cariño y la vida compartida, nos pueden arrojar luz respecto a la disociación que vivimos. “La persona y el personaje” decía Errejón en su narcisista carta, una disociación entre el lugar que ocupamos frente al lugar que creemos representar promovida por nuestra subjetividad masculina viciada, tóxica y dañada.

Y digo esto a media voz, también con susto, porque llevar la masculinidad al espacio opaco de lo privado y de lo íntimo para redimirla puede que no sea suficiente, e incluso peligroso: en una situación social en la que los espacios de la reproducción de la vida están cada vez más erosionados, desérticos y devastados no sé si hay más posibilidades de transformar lo tóxico de puertas adentro o necesitamos respirar todos la peste y el tufo para poder diseñar estrategias colectivas, cortafuegos relacionales y políticos.

Lo privado, ese lugar que necesitamos para protagonizar transformaciones de calado, también es un espacio de impunidad en el que se despliegan las dinámicas peligrosas de la masculinidad maximizando el daño.

La alternativa siempre va a ser cuidar y que nos cuiden, es la única manera de atender el daño, pero también hemos de tener socialmente presente que en los contextos vitales mutilados por el capitalismo hay más dinámicas de poder que estructuras que aseguren la ternura y el respeto.

Cómo rehabilitar estos espacios yendo más allá de la fiscalización y la censura es un reto que aún estamos lejos de abordar con éxito, y posiblemente sigamos necesitando que lo público -con las transformaciones que se den en dicho espacio por el protagonismo político del sujeto social feminista- sirva como espejo dónde poder mirar lo que pasa en casa y en los grupos de iguales, y poder contrastar nuestra experiencia con la experiencia común politizada y organizada.

Ojalá llegue más pronto que tarde el momento en que sea evidente que “sólo no ve quien no quiere ver” y que la justicia popular, y ética común en la que se fundamenta, sea el marco habitual para el diálogo y para la revisión de nuestras prácticas, en una denuncia social antipunitivista que señale a los culpables, ampare a las víctimas y a la vez que nos ayude en avanzar en la organización social del bienestar.

Mientras tanto creo que no hay otro camino que reforzar aquellas subjetividades que, aunque sea por mera estadística, están más alejadas de reproducir las dinámicas de poder que dinamitan el encuentro social.

Por ejemplo, reforzar la subjetividad de las madres frente a la de los padres, reforzar y amplificar la subjetividad de las criaturas frente la de los adultos que les guardan, dar valor a la subjetividad de las mujeres racializadas, a la subjetividad de las mujeres y hombres trans, la de las trabajadoras sexuales, la de las mujeres explotadas laboral y sexualmente, la de las mujeres prostituidas y por supuesto, la subjetividad de las mujeres víctimas de situaciones de violencia sexual y de acoso sin reinterpretaciones ni censuras.

Los hombres tenemos mucho que escuchar. Muchas voces nos pueden callar la boca solo al describir un rato de lo que viven cada día.

De esta manera quizá consigamos que el cuerpo social hable con la voz de quienes lo sostienen, de quienes lo mueven y de quienes sufren y curan la herida, y no desde quienes lo pensamos desde una cosmología masculina patriarcal llevándolo a tropezar en cada paso.

Quiero creer, y los hechos protagonizados por el movimiento feminista en los últimos años dan esperanzas al respecto, que en la medida que socialmente validemos las experiencias vitales de las personas que no colaboran (o colaboran menos) con las dinámicas de poder y violencia características del patriarcapitalismo, se abrirá paso una nueva antropología, un nueva manera de ser y estar, encarnando aquello que quizá se podía vislumbrar desde la contracultura o la guerra cultural, pero que dónde no se llegaba con una práctica a todas luces insuficiente.

Ya no es cuestión de si lo privado es político, simplemente no hay política más allá de lo personal, de nuestra dimensión humana, que no es otra cosa que lo que se ejerce en el día a día de nuestra socialización.

No se trata tanto de reivindicar la coherencia como un valor maximalista y moral (eso ya está y es la otra cara de “la doble vida” y de la hipocresía social), sino ir ensayando, entrenando y acompañando las acciones que vayan encaminadas a superar el colaboracionismo con lo que agrede y a aumentar el valor social de lo que vivimos, estableciendo un compromiso incondicional con el bienestar y con el cuidado, denunciando el maltrato tomando conciencia de las consecuencias de nuestros actos sin eludir responsabilidades.

La Real Academia define impasse como un callejón sin salida, también como un punto muerto o compás de espera en un conflicto. El Colectivo Situaciones de Argentina, habla del impasse como lo que caracteriza la situación política contemporánea “un presente que se revela entre la ironía del eterno retorno de lo mismo y la preparación infinitesimal de una variación histórica”.

No nos queda otra que aceptar que esta definición es también válida para la masculinidad: la sensación de que los hombres de hoy en día no somos mejores que nuestros padres, la sensación de que lo que vendemos como logros no es más que una nueva edición del privilegio. Es una sensación desmoralizante en términos políticos y humanos, pero la sensación de que no hay nada que hacer lo es aún más.

Estamos en un callejón sin salida, en un impasse, pero, tal y como están las cosas, es lo que mejor nos puede pasar, un callejón sin salida para permanecer, para habitar, para transformar sin posibilidades de huida, un impasse que bloquee el ímpetu masculino de erigirse, de nuevo, en protagonista de una historia que cada vez debiera pertenecernos menos.

Que nos quede otra que “cocinarnos a fuego lento con nuestra propia salsa”, con la esperanza poder sudar y purgar el patriarcado que nos ha conformado mientras aceptamos la condena y reproche social merecido, asumiendo sin excusas la consiguiente vivencia de aislamiento y soledad para poder superarla.

Y quizá así, blanditos y pochos, con nuestra autoestima masculina necesariamente vapuleada, algún día podamos abordar la pregunta que recientemente una amiga nos lanzaba: “¿Qué clase de herida tiene un hombre que necesita escupir y humillar a las mujeres para disfrutar del sexo?”, y con la respuesta poder aportar esa “parte infinitesimal para la variación histórica” y pagar parte de nuestra deuda.

Lo positivo es que nuestro impasse abre automáticamente nuevos caminos y avenidas que ya se están recorriendo y que llevan muy lejos. Es un callejón sin salida que despeja el camino a todas las demás, que regala esperanza y nuevas posibilidades de bienestar que Igual algún día estamos en condiciones de disfrutar y compartir. Mientras que los hombres estamos en éstas, las criaturas, las adolescentes, las mujeres, y el resto de personas que llevan vidas en la opresión y explotación, ya están protagonizando su momento, cada vez con menos carga y menos culpa.

Ojalá les cunda.

 

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