Fotograma de "Al morir la noche" 1945. |
Pórtate bien.
No sé si el lenguaje bélico se ha
instalado tanto que nos es imposible ir más allá de los bandos, aunque
sinceramente, en lo relativo a la infancia siempre ha sido así…
Que si los hoteles, que si los
restaurantes, que si las familias, que si las maestras, que si los derechos,
que si las normas…
Tenemos tan interiorizado que la
infancia, en sociedad, es un “pórtate bien” que constantemente nos vemos en la
necesidad de expresar la expectativa que tenemos hacia los críos y crías, y a
la vez, reprender alto y fuerte cuando ésta no se ajusta al marco esperado.
Y cuando la infancia no escucha la voz que no le habla hacemos
extensible el reproche a los padres y madres, y si acaso al resto de la
sociedad, en una pulsión pedagogizadora que quiere condicionar respuestas y que
solo se dedica a juzgar el comportamiento…
Incluso sin idealizar
a la docilidad, solo valoramos como bueno lo que se da a imagen y semejanza del
modelo adulto.
Es bueno si la infancia cumple el rol pasivo en la protección que
le tenemos preparada invitando al ejercicio del rol adulto, un rol que además de acaparar y usurpar el espacio de los niños y niñas, refuerza las diferentes instituciones de control social, como familia y escuela, para que todo ello sea funcional al modelo adultocéntrico.
Infancia confinada.
¿Y qué pasa con la infancia
traviesa, irreverente, autorregulada? ¿Con la infancia que tiene y expresa sus
propias necesidades, la infancia que vertebra la convivencia con sus adultos
con sus demandas y anhelos? ¿Qué pasa con la infancia que es sujeto político más allá
de sus derechos, la infancia en ejercicio constante de autonomía en
interdependencia?
Pues esa infancia está confinada siempre.
Y en estas semanas toda la infancia ha hecho causa común
con esa vivencia de destierro social. “lo
que a mí me pasa no es importante, todo lo importante es lo que no me pasa,
pórtate bien y todo irá bien !¿”.
Toda la infancia ha estado
confinada en la medida que la expectativa adulta adolecía de una realidad
integradora. El discurso adulto ha tenido la asombrosa capacidad de elaborar un
relato de crisis y pandemia sin dar un reconocimiento de la realidad infantil
en un mensaje unívoco de que ésta debía dejar paso a lo importante, que no era
momento de niñerías.
Y ahora, después de 40 días, días
de cuarentena de verdad, de encierro, el más duro de Europa, cuando la ausencia
clama al cielo, la voz adulta, ilustrada, razonable y paternalista necesita
dibujar una puerta de salida y espera que la infancia, obediente, participe del
relato construido a sus espaldas y salga por ella de manera ordenada, que salga
portándose bien como si nada hubiera
pasado, aunque la experiencia de
confinamiento haya sido para ellos y ellas mucho más significativa, por los
procesos psico-afectivos que entran en juego, que para la mayoría de las
adultas, que han podido compensar las carencias con elaboraciones intelectuales
hechas a su medida, importadas tal cual del relato oficial.
Y aun así, probablemente la
mayoría de los niños y niñas van a hacer un desconfinamiento respetuoso y
ordenado, a la altura de las circunstancias, porque la generosidad y capacidad
de adaptación de la infancia es casi infinita y porque, por parte de las
criaturas, hay una predisposición a la colaboración, a complacer a sus figuras
de apego y a vincularse haciendo causa común.
Por todo ello es tan grave abusar
de su confianza y sacar su agencia de los marcos de análisis.
Lo prescindible y lo imprescindible.
Hacer una buena valoración de la
crisis por el comportamiento ejemplar de la mayoría de niños y niñas es tan
errático como ceñir la expectativa a estas cuestiones de orden sin profundizar
en cómo se han vivido las dinámicas de cuidado y de convivencia tan
condicionadas por el estado de alarma.
Hacer realidad con lo que se mira, cuando
la mirada participa del sesgo de la simplificación adultocéntrica no ayuda para
la elaboración de un diagnóstico honesto de lo que está pasando.
Tanto hablar de una guerra en la
que había que combatir un virus pese a violentar la salud física y emocional de
todas nuestras criaturas en la que la convivencia de las familias era lo
colateral, se ha terminado por convencer al personal de que todo lo que no es
conveniente puede ser prescindible.
Y parece que para muchos la
infancia no es conveniente, y la ocultación de su vivencia la ha definido más
prescindible si cabe, y lo imprescindible
está legitimado para defenderse de lo prescindible
con violencia y represión.
Represión física, con puertas y
paredes, y represión emocional, no se
puede, no se debe, es peligroso, todo
al servicio de la funcionalidad del momento pese a violentar su momento, sin explicaciones, sin
reconocimiento y sin acompañamiento más allá de la precariedad de los sistemas
familiares.
Una represión que sigue vigente pese a que ahora ya puedan salir un
rato a la calle.
Y en el momento que los niños y niñas
se hacen visibles, y la infancia ocupa un lugar en el debate público, lo
prescindible pasa a adquirir utilidad por convertirse en el territorio del grito
y del reproche, cubriendo la necesidad de desahogo y también avivando del juicio
social.
Una posición que interesa al
poder porque desvía la mirada de las críticas y porque, en la medida que enjuicia,
da oportunidad, otra vez más, de definir lo bueno y lo malo, lo de dentro y lo
de afuera, lo importante y lo tangencial, y afianzar con todo ello el marco
normativo.
Y la infancia así de nuevo
instrumentalizada para ver quien se la apropia para fundamentar su versión de lo
ocurrido, en la ceguera absoluta. (¡Cuánto recuerdo a Saramago en su ensayo
sobre la ceguera…y cuánta luz aportaría a este debate!)
Y es que todo lo que no sea
reconocer el lugar propio de la infancia y acercarse a él de manera responsable
y comprometida no va ayudar. No se trata de dar voz, sino de callar por un rato
el alboroto adulto, el ruido social, las
filias y las fobias, para que lo importante se exprese de la mano de las
criaturas y puedan seguir vertebrando socialmente lo que ya han vertebrado en
la mayoría de los hogares y familias.
Pero no va a ser fácil porque el agujero
negro que absorbe y anula la infancia es de tal inmensidad que atrapa a todo lo
que se le acerca y cualquier persona que, ya sea por empatía, por responsabilidad
política, por ética social o por pura cercanía con los niños y niñas, quiera llamar la atención sobre esta
realidad se contagia de la desconfianza social reservada a quienes están en lo
poco importante, en lo prescindible,
dentro una situación de emergencia, y automáticamente comparten destino, y se
convierten en el centro de la diana para reproches y demandas.
El grito. ¡Sois lastre!
Y el territorio del grito coloniza ya el primer día que las
criaturas pueden salir la calle, y ensordece parte de un gran trabajo político
de asociaciones y personas cercanas al sentir común, a las que el confinamiento
no había silenciado.
Aparecen en twitter hashtags de ataque a las familias, haciéndose virales cuatro fotos, solo esas y siempre las mismas, para invalidar la sensación de respiro y de justicia que algunas personas sentían después de estar sosteniendo, cada cual en la parte que le toca, la infancia de nuestro país.
Aparecen en twitter hashtags de ataque a las familias, haciéndose virales cuatro fotos, solo esas y siempre las mismas, para invalidar la sensación de respiro y de justicia que algunas personas sentían después de estar sosteniendo, cada cual en la parte que le toca, la infancia de nuestro país.
Un grito monocorde que recoge un sentir egoísta, que dice
se estaba mejor sin vosotros/as, un grito asustado que ploclama: ¡Nos estáis jodiendo el relato de victoria, sois lastre!
Con todas las políticas adultocéntricas
habíamos asumido socialmente que los niños y las niñas eran cargas familiares
que molestaban en los itinerarios de éxito social, pero todavía, en un alarde de
individualismo capitalista y clasista, quedaba la opción de reservar esa carga
a quien la elegía.
Los niños y niñas de quien las
quiera, y mientras construir mundos paralelos de filias y fobias, para que quien lo
deseara, y pudiera pagarlo, no se encontrara jamás un niño o niña en su camino,
aunque el precio fuera el de desborde y el cansancio de
todas aquellas que crían y acompañan sin apoyos.
Pero una cosa es asumir que los
niños y las niñas son cargas familiares y otra es asumir que son una carga social
que no queremos portear. Es duro.
Pero guste o no, aún no tenemos ni naves
espaciales para enviarlas a otros planetas ni tampoco suficientes instituciones
de encierro para que quepan todos y todas, y estén calladitas y protegidas. (Y
más ahora que las escuelas, lugar paradigmático de confinamiento infantil,
están en cuestión y se nos presentan como insuficientes para las necesidades actuales,
abriéndose a la distopía de la teleducación pantalleada)
Y así, los malos del lugar, los
sujetos que se creen dueños de la realidad por el alto nivel de perfeccionamiento en sus dinámicas de mímesis de la hegemonía, se enfrentan al abismo de tener
que condicionar el comportamiento de los niños y las niñas
después de haber dinamitado todos los puentes con la infancia y haber
renunciado a entablar un diálogo sincero con la misma.
Y desde su estado ansioso y
neurótico del que no puede controlar la vida, demanda y apela a multas, a
represión, a castigos, a acotar a los niños y niñas como objetos de propiedad
para así, al menos, poder demandar a madres y padres en la inculpación de la infancia.
Y el grito alborota el debate de
si son #irresponsables o responsables, si se
enajenan o no por el amor a sus criaturas, si tienen la obligación de controlar
a sus retoños.
La necesidad y el pacto.
El efecto péndulo también aquí. A
más insulto, más necesidad y más reconocimiento, y si las redes arden es porque
saben que la infancia, y quienes todavía se mantienen cerca de ella, son hoy por hoy sujetos fundamentales e imprescindibles en la reconstrucción social para el
funcionamiento del sistema.
La sociedad entre enfado, grito
y escarnio reconoce que ahora necesita
a las familias.
A padres y a madres, y a los
pocos profesionales, que no se han desconectado del sentir de los niños y niñas
en el confinamiento.
La desescalada está en sus manos,
son las únicas personas que pueden ejercer influencia, con más o menos coacción
externa, pero en todo caso no queda otra que confiar en las mismas que cotidianamente son infravaloradas y desestimadas.
Un gran dilema que desemboca en la
paradoja de que, en la profundidad de la crisis, la cómoda exclusión social
donde tenemos instalada a la infancia no nos es tan funcional.
Lo prescindible se vuelve imprescindible
cuando nos atrevemos a definir a los niños y las niñas, desde la más absoluta
falta de respeto, como vectores de
contagio en una sociedad amedrentada, insegura y con otras prioridades, como de manera tragicómica relataba Isaac Rosa en su estupendo artículo publicado en el diario.es.
Y como el virus no atiende a convencionalismos,
la delegación y externalización de los cuidados que tan bien nos vino para impulsar
el neoliberalismo muestra su debilidad cuando todo el sector público de
servicios está es estado de shock, y por tanto, no nos parece lo suficientemente
efectivo como para dar respuesta a nuestras expectativas.
Nos vemos obligados a mirar de
cara, incluso a pactar, con quienes están en primera línea, y que ahora no son
los sanitarios y sanitarias. Es una primera línea que no se puede organizar de
la misma manera, con logística militar y empresarial, porque están las
criaturas.
Va a costar un tiempo volver a confinar sus vivencias y anhelos después
de incubarlas tanto fuera de foco, en una sociabilidad con sus personas cercanas, en una convivencia que en muchos casos estaba vetada por el confinamiento institucional de la infancia y por la alienación del mercado laboral.
Así, nos vemos en el trance, casi por
primera vez, de dialogar sí o sí con los niños y las niñas y con sus familiares
cercanos en temas de seguridad nacional, en temas de vital importancia para
toda una población de un Estado.
La aliada libertad.
Y en el silencio que sigue al
grito, se desmonta parte del paripé.
Se expresa con autodeterminación que el
cuidado va junto con la libertad y con la
confianza, que las dinámicas de alarma y de privación de derechos son válidas,
si acaso, solo en situaciones puntuales con consensos efímeros y con altas
dosis de propaganda. Después la vida emerge de nuevo y se expresa la sociedad
que tenemos, la que hemos construido, con sus luces y sus sombras.
Dar la espalda a la infancia
respecto a sus procesos importantes, íntimos, vitales y políticos, nos ha
dejado con poco margen de maniobra, pero por otro lado, ha hecho emerger una gran oportunidad de cambiar y redefinir el juego de alianzas.
Se vislumbra un horizonte
esperanzador cuando, al caerse los mecanismos de externalización de los cuidados,
muchos y muchas han estado en primera línea con sus criaturas, poniendo el
cuerpo, regulando conflictos y cultivando el vínculo.
Y esto, a parte de los
desquicios, cansancios y vivencias de conciliación imposible, ha implicado una
experiencia vital de presencia que puede, y debiera, servir como punto de partida
para la deseada desescalada.
Y pese a las prisas, porque muchas
personas vertebran su rol adulto gracias a la construcción social de la
infancia y necesitan que todo vuelva pronto al sitio, ojalá la desescalada sirva
más para construir un nuevo marco social que para volver a la normalidad de
la fábrica y del confinamiento.
La adultocracia.
Y he aquí la oportunidad de
rendir el poder de la adultocracia.
Esa adultocracia que no ha validado el lugar social de la infancia y no
ha posibilitado dinámicas de dialogo efectivo por una excluir de manera generalizada a los niños y niñas del espacio público.
Esa adutocracia que despolitiza absolutamente sus quejas y melestares.
Esa adultocracia que fabrica de normas y legislación específica que
configura a las criaturas como ciudadanas de segunda, o de tercera, o de cuarta...
Esa adultocracia que ha confinado a la infancia bajo el contrato de
la Patria Potestad, en dinámicas de propiedad y dependencia para supervivencia.
Esa adultocracia que boicotea cotidianamente el enfoque de derechos y
las prácticas de amparo.
Esa adultocracia la que quiere consolidar una estructura social basada
en el ejercicio de poder adulto para que la libertad “de las que vienen” no tiña
de descrédito el estatus quo.
Y esa adultocracia que infancia
desafía todos los días en su ejercicio de creatividad, transcendiendo el marco
preparado y recreando nuevos lugares para la vida.
La adultocracia que se diluye con la decisión de cambiar de bando,
abriendose un horizonte de libertad donde forjar nuevas alianzas y disfrutar
derivas con los niños y niñas a los que nos regalamos.
Porque al fin y al cabo, como
decía Christiane Rochefort, un adulto solo es un niño que olvida y traiciona, y
esto es reversible…
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