La educación.
La educación precisa de un debate
sustantivo.
Llevamos tiempo en que todo lo
que remite a la infancia se instrumentaliza para reforzar o minimizar otras
realidades, que si el empleo, que si la conciliación, que si la transmisión del
virus, que si la desescalada, que si las tecnologías en la enseñanza…
Siempre ha sido así, pero no
siempre la situación de riesgo y peligro para la salud de la infancia ha sido
la misma.
Y la educación, lejos de poder vertebrar
todos esos elementos desde una posición hegemónica en el debate social, se suele
subordinar a cada uno de ellos de manera que la cuestión educativa se
convierte en una cuestión adjetiva de todo lo demás, y con ello también se deja fuera
del discurso el bienestar social de la infancia.
Y es que parece que la educación
encuentra altavoz en la medida que se independiza de las necesidades de las criaturas
y se pone al servicio de otras dinámicas sociales más “nobles”, como la economía, la ciencia o el empleo.
Así se genera una dinámica de
orfandad y de falta de representatividad de los niños y las niñas, ya que es el ámbito
educativo al que se le da la legitimidad para hablar de las necesidades y de los procesos de la infancia en edad escolar, por lo que si no asume ese compromiso
con responsabilidad y traiciona a la infancia subordinando sus intereses a otros
procesos sociales, la infancia queda de nuevo silenciada, también por la educación.
Y es un silencio que ensordece otras
voces, principalmente las de los niños y niñas, pero también las de familias y
profesionales, que no tienen el beneplácito social de la institución escolar y
adolecen de la confianza necesaria por parte del sistema para implementar propuestas organizativas que integren la infancia como lo que es, una realidad
fundamental vertebradora de la convivencia social.
Actualmente esta cuestión es vital.
En un momento de incertidumbre donde todo parece volátil y hay mucha
ansiedad por instaurar una “nueva normalidad”, es de sentir común que algo tendrá
que decir la educación respecto a la nueva etapa y a la nueva organización
social, y ahí aparece de nuevo la cuestión de representar una voz al servicio
de la infancia y no ser escuchada (porque se ha demostrado que la infancia es
lo que menos ha importado en toda la gestión de la pandemia) o asociarse con el discurso hegemónico de lo productivo, subordinando la cuestión educativa a otros
temas de “fuerza mayor”, y con ello asumiendo postergar el bienestar de
las criaturas a un futurible indeterminado.
Así el bienestar de la infancia
participa del espacio secundario y subordinado de la educación dejando de tener
un valor por sí mismo. Se dará, si acaso, como consecuencia de todo lo demás,
pero no se asume como un principio irrenunciable en la reconstrucción.
Y como estamos en un momento de hacer más que de hablar, y la urgencia de que todo ocupe su lugar de funcionalidad social es mucha, todo se precipita, y como siempre, la dinámica productiva toma la delantera, se nos hace creer que cuando la economía funcione todo lo demás ira al sitio.
Se lanza el mensaje de poner al servicio de esto todo, y por supuesto también al sistema educativo, y aun con lengua de fuera, se ha de caminar hacia una expectativa
construida con los elementos de siempre, sin ni siquiera dar tiempo para la reflexión y para generar un debate de renovación pedagógica, se anticipa una escuela mutilada y que para nada recoge la
experiencia vital de la mayoría de la gente en el estado de alarma, y menos de
la infancia.
La lejía.
Y así, de esta manera, sin saber
muy bien cómo, estamos hablando de desinfección, de distancia física en aulas,
de clases en el patio, de apertura de colegios, de un montón de cosas, algunas
con sentido, pero la mayoría no, pasando por encima de la vivencia de los niños
y de las niñas durante este confinamiento y sin parar a pensar si lo nuevo que se plantea va a
servir para restaurar los procesos íntimos y sociales dañados en estos meses.
Antes de interiorizar lo que esto
ha supuesto, se está pensando en cómo organizar una
escuela lo más parecida a la anterior (que ya no funcionaba, como cuenta Mario Andrés Candelas) incorporando poco más que los
elementos de protección sanitaria para el COVID-19, sin hacer una
valoración de lo que esto altera la convivencia escolar y cómo afecta a la experiencia escolar de
millones de niños y niñas.
No se plantea una dinámica
de transición en términos psicológicos. Cómo hacer para que los equipos docentes puedan acoger desde
lo humano a las criaturas, integrando, aunque sea de manera precaria la
vivencia de confinamiento, un ¿Cómo estás? ¿Cómo lo has pasado tú y tu gente? ¿Qué necesitas ahora? unas
preguntas que abren un diálogo que bien merece eclipsar durante semanas cualquier
expresión del currículum académico.
Pues por lo que parece, no, no va
por ahí la vuelta a la normalidad.
Todo indica que se quiera
utilizar la crisis del coronavirus para renovar el contrato del sistema
productivo con la escuela, en detrimento de lo reproductivo, que ha sido
lo que ha sostenido a la infancia durante estos meses de confinamiento, sin
apoyos por parte sistema escolar, que solo se ha hecho presente en forma de deberes y tareas que poco han ayudado a la dinámica familiar.
Hablamos de poner los cuidados en
el centro y ni siquiera se sabe qué lugar ocupan en la organización escolar,
por no decir que no tienen el espacio suficiente para garantizar el bienestar
de la comunidad educativa.
De esta manera, antes de
profundizar sobre cualquier cuestión de índole educativa o pedagógica ya se
habla de renovar la función de la escuela como espacio de confinamiento, ahora
sanitariamente seguro y antiséptico, pero igualmente al servicio de la libertad
adulta para desempeñar los empleos de turno.
La educación se conforma así en ese
papel subsidiario al sistema productivo que en tan mal lugar deja a la
infancia, asumiendo la función social de hacerse cargo de los niños y las niñas
sin ni siquiera valorar si se dan las condiciones para una relación educativa,
o al menos saludable (o viceversa).
La lejía, las medidas de desinfección estrictas y las normativas exigentes quieren llamar la atención sobre la responsabilidad de la escuela con la crisis sanitaria ocultando así mismo la máxima irresponsabilidad respecto a la infancia y respecto a la cuestión educativa.
La incapacidad.
Durante todos estos años mucha
gente de dentro de la institución ha hecho de la necesidad virtud, asumiendo
con una naturalidad sorprendente los marcos definidos para su trabajo y encontrando
la manera de dar valor a un espacio de encierro.
Se han generado desde dentro alternativas de acompañamiento respetuosas con la infancia, en una experiencia continua
de choque con la estructura y en una dinámica cotidiana de re-significación
desde lo humano de todo lo que viene dado como institucional.
Pero todo tiene un límite y la
capacidad de contorsión dentro del sistema educativo no es infinita. Y la
crisis del COVID-19 claramente ha limitado las posibilidades de resistencia.
Si vamos constriñendo el marco,
disminuyendo los posibles grados de libertad en el espacio y limitando la
relación humana, tanto con las profesoras como entre el alumnado, nos vamos
quedando con lo peor.
Y lo peor es muy malo. Lo que queda
después de destilar la vida que florece entre las aulas no es educativo y no es
defendible desde un discurso respetuoso con la infancia, con sus cuidados y con
sus derechos.
Se pueden hacer análisis pedagógicos
sesudos, o simplemente respirar y conectarse con el sentido común, o en su
defecto hablar con cualquier chaval o chavala en edad escolar…
Si les preguntamos qué les parece
un cole sin recreo, sin poder jugar y retozar con compañeros y compañeras,
todos con mascarillas, vigilados, manteniendo filas para lavarse, para comer,
para entrar a clase, etc. muchas de ellas dirán que así no, que no cuenten
conmigo, que para estar confinados ya estábamos bien en casa…
Y para las profes, a ver cómo se hace la transición del trabajo docente a convertirse en guardias de tráfico de alumnos/as tristes y en agentes de cumplimiento de normas insanas e imposibles en un “más difícil todavía”.
Sin lugar para la escucha, para la voz, para la mirada cómplice con las criaturas. Un cuerpo escondido entre guantes y mascarillas en una fatal relación pedagógica en la que la ternura sigue en cuarentena.
Y la educación infantil, en la
que los cuerpos lo son todo, ya no
una manera de estar en relación, sino el único territorio posible de
aprendizaje. Los niños y las niñas pequeñas se lo pasan todo por la vida y aún
no han aprendido a reprimir lo suficiente como para poder habitar un espacio
desde una disociación cuerpo/mente patológica, por muy funcional que esto sea
para el funcionamiento de la institución escolar...
Todo ello nos lleva a la complejidad máxima de cómo hacer compatible lo importante con las condiciones del distanciamiento social que impone la pandemia, o emanciparnos de la dificultad y concluir con un tajante es imposible, no se puede.
La disyuntiva se reduce a ponerse a colaborar en la
alternativa o ser cómplices con el maltrato que se vislumbra en el
horizonte. Y está claro en qué lado nos hemos de posicionar.
Ciertas realidades no se pueden maquillar y la capacidad de contorsión de un discurso también tiene un límite para no caer en la demagogia, no todo vale.
No debiera haber ninguna persona
que conozca la realidad educativa que prestara la voz a quienes ensueñan una
posibilidad de vuelta a la normalidad basada en maltrato a la infancia. Es de responsabilidad
de todo miembro de la comunidad educativa decir que así no se puede, que las alternativas
son tan necesarias como urgentes.
El maltrato.
Un colegio grande, en un espacio urbano, con un patio de cemento, sin
contacto entre los niños y niñas, todo el rato con una norma que cumplir, todo
el rato con una norma que vigilar, reprimiendo contacto, obligando a una vida
si roce, un colegio así, la mayoría,
se convierte en un espacio de violencia hacia la infancia, y bajo ningún
pretexto debiera permitirse en una sociedad saludable que debiera saber que la
única manera de cuidarse a sí misma es cuidando a su infancia.
Sería algo denunciable y gravísimo,
porque además del daño infringido, supone un trabajo de adoctrinamiento en la
barbarie, ya que la única forma de poder aceptar socialmente algo así pasa por
devaluar absolutamente lo que es un
niño o una niña, lo que necesita, lo que siente, lo que es básico para su
bienestar, para hacerlo compatible con una institución que adolece de los
elementos mínimos para garantizar el cuidado y el sostén emocional de la
infancia en un momento tan exigente como el actual.
Tan nocivo y patológico es lo que puedan vivir las criaturas en estos contextos asépticos y apocalípticos como que las adultas vayan paulatinamente volviendo a sus vidas en medio de una anestesia social que impida una empatía necesaria con el sufrimiento infantil.
No se puede, repito, no se puede.
No se puede asumir el maltrato a la infancia como un vía válida.
Y sí, nos cuesta hacernos a la
idea.
La alternativa: Educación pública desescolarizada.
Somos una sociedad escolarizada y nos parece imposible pensarnos sin esta estructura.
Mucho se ha reflexionado
sobre esta cuestión en la historia de la pedagogía, y sobre todo en las
corrientes de pedagogía libre y libertaria, y mucho de lo de ahí es muy
valioso, pero ni siquiera es el caso.
No se trata de pensar la escuela
en la utopía sino de dar una respuesta concreta y real al momento de excepción
en el que estamos.
La educación en la forma que la
conocíamos, es en el mejor de los casos imposible, y en el peor nociva.
Por otro lado, existen muchísimas
experiencias educativas, en los márgenes muchas de ellas pero con décadas de
funcionamiento viables, y que es hora de que emerjan a la superficie como inspiradoras
de una pedagogía posible.
Por tanto, estamos más allá del
debate pedagógico, en un debate social y político, urgente, y que tiene una dimensión
práctica y coyuntural.
Y en ese debate el mundo educativo
tendría que mostrar una alianza inquebrantable e irrenunciable con el bienestar
de los niños y niñas.
Se tendría que tener la valentía necesaria
para renunciar a ciertos privilegios y devolver a la sociedad la incompetencia
a la hora de hacerse cargo de la complejidad de la situación de la infancia con
los elementos que están encima de la mesa derivados de la crisis sanitaria.
Y esta incapacidad, más que un
fracaso, debiera ser vista como una oportunidad de recolocar al resto de ámbitos,
de manera, que igual que la escuela se ha ido acomodando históricamente a los
cambios sociales, habría que entender que la adaptabilidad al momento actual no
pasa por ella, y que han de ser otras realidades las que integren la realidad
infantil, rompiendo el monopolio de la escuela con el fin de posibilitar el
bienestar de la infancia.
Las políticas fiscales, las
políticas laborales, las políticas económicas, las políticas sanitarias, todo
ello tendría que ponerse al servicio del cuidado, y por ende, a apoyar las
estructuras socio-comunitarias que amparen a los niños y las niñas, dando una
amplitud a lo educativo más allá de lo académico y devolviéndolo al lugar de
servicio público que nunca debiera haber abandonado.
El mundo educativo le tendría que
decir al mundo laboral que hasta aquí ha llegado el parche, que ya no se dan
las condiciones para seguir cumpliendo el contrato, que si ya era precario
funcionar con horarios derivados del empleo y estar condicionados por un afán de
conciliación imposible, ahora ya no se puede hacer sin dañar y sin castigar a la infancia.
Y es que si, efectivamente, la educación
hubiera ocupado un lugar de vertebración de la vida al ponerse de lado de las
criaturas, y hubiera representado una mediación real entre las necesidades de
las familias y entre las del sistema social, ahora estaría en una posición
legitimada para pedir corresponsabilidad, pero esto no es así, y la asunción
del papel subsidiario y adjetivo, de la que hablaba al principio, hace que incluso,
en un afán de supervivencia y reconocimiento, la escuela pueda estar
mostrándose proclive a avanzar en el proceso de control social, traicionando,
una vez más, a la infancia.
Pedagogía del cuidado.
Estas semanas han estado circulando por internet unas fotos de unos coles franceses en las que aparecían los patios
marcados con rectángulos para aislar el juego, hoy otra en twitter de un cole, en
Edimburgo,
con un espacio de comedor terrorífico, al verlas, después de transitar la pena
y la compasión con las criaturas y las profesionales que se ven forzadas a habitar esta situación, me encontraba con la dolorosa reflexión de que lo grave de las fotos está en que en todas ellas
se pudiera reconocer a la escuela de la que venimos, y por tanto, la sensación de
pérdida y de orfandad al comprobar que un espacio que debiera velar por los
derechos de los niños y las niñas pueda convertirse en algo así...
Que esas imágenes se puedan asociar al imaginario social de escuela denota ya una derrota difícil de remontar.
No hay ningún aprendizaje
académico que justifique un proceso de malestar, no hay ninguna razón que justifique un desarrollo infantil sin roce ni cariño, y si hoy por hoy las
escuelas no lo pueden garantizar, habría que tener la capacidad de reconocerlo,
porque si no, la misma necesidad de auto-justificación terminará ocultando,
incluso llevando a la clandestinidad, otras propuestas minoritarias, de pedagogía del cuidado, que sí se
basan en el bienestar de las criaturas, y que por contraste, dejan a la escuela
institucional a la altura del betún.
Y estas propuestas existen, no son quimeras ideológicas, son reales, en el estado español, a partir de los datos de la página web ludus, hay más de 700, forman redes como la Xell de Catalunya, y hasta hace poco, han dando un marco maravilloso en la cotidianidad de miles de niños y niñas.
Y todo esto complementado con todas aquellas iniciativas autogestionadas y comunitarias que aún no tienen una forma definida y funcionan como espacio de tribu, de apoyo mutuo o crianza compartida.
Y escuelas estatales rurales, con pocos alumnos y alumnas en el medio natural, que intentan resignificar lo educativo en relación con otros contextos, o algunas escuelas en los barrios marginados que hacen causa común con la injusticia social que sufren sus alumnos y alumnas...
O los diferentes proyectos educativos de animación sociocultural, de barrio, de educación de calle, centros de día, escuelas taller, etc.
Y también los bosques-escuela que trascienden el marco rígido de lo urbano, y del mobiliario-cárcel, y posibilitan lo saludable de la relación con el medio ambiente, en propuestas ecológicas y sostenibles también desde lo humano.
Y las propias familias que eran y han sido capaces
de auto-organizar el aprendizaje y el cuidado de sus criaturas a tiempo completo durante los meses de confinamiento.
Toda una comunidad educativa a la que se le debiera reconocer su papel central en la vertebración social y permitir, y ojalá apoyar e incentivar, su protagonismo a la hora de proponer, implementar y sostener alternativas de cuidado que den viabilidad en el cuidado al reto que se nos presenta.
Y es que si cuando llegó un virus
se buscaron epidemiólogas que supieran de contagios, de proteínas y de
anticuerpos y se les puso en vanguardia, ahora que la pandemia va a
atacar la salud y el bienestar de las criaturas, se deberían poner en primera
fila aquellas propuestas en las que el bienestar infantil es un hecho
contrastable.
Vertebración comunitaria.
Sabemos que el bienestar y el aprendizaje se dan la mano, pero incluso con los que tienen dudas y participan de la cultura del esfuerzo y meritocracia, coincidimos en que ahora la infancia no está para empezar una carrera aún más dura y ardua.
Necesitan sosiego para el encuentro con sus iguales, para restaurar dinámicas de sociabilidad positiva, para perder el susto, o integrarlo, y para volver a reconocerse en un mundo cambiante.
Y para todos esos procesos fundamentales se necesita un
tiempo que el currículum escolar debiera regalar.
Las zonas verdes, la
participación de las familias, la utilización de los espacios públicos, los
aprendizajes de la vida y de la resistencia…
Si en unas circunstancias como estas no nos convertimos en una comunidad educativa acogedora e integradora de lo que acontece, y por lo contrario, queremos profundizar en las dinámicas de delegación y externalización, estamos produciendo un desamparo a la infancia grave.
Estamos en una irresponsabilidad social que atenta no solo a la
convivencia en nuestra sociedad sino también a sus propios cimientos éticos.
Merecemos la oportunidad de
recuperar a la educación como vertebradora de la convivencia social, aunque
para ello se haya de poner un tiempo en cuarentena la escolarización obligatoria.
Al igual que los niños y niñas
han vertebrado nuestra cotidianidad en el espacio privado, también lo pueden
hacer de la misma manera en el espacio público.
Una sociedad en la que los niños y las niñas tengan movilidad y participación es mucho más saludable para todos y todas.
No ganamos nada re-confinándolas en colegios, juntándolas a centenares
en espacios pequeños e incómodos. Es mucho mejor que estén repartidas por la
vida en función de su intereses y realidades, nutriendo con su presencia las
dinámicas de apoyo mutuo y de cuidados, y ensayando, al igual que en nuestras
casas, una sociabilidad basada en la relación y en el vínculo.
Y el Sistema Educativo tendría que ponerse al servicio de este proceso, colectivizar recursos materiales y humanos, salir fuera de sus fortines, abrir las puertas de los colegios, deslocalizar su trabajo, poblar y habitar los espacios sociales propios de los barrios y pueblos así como facilitar y colaborar con madres y padres que estuvieran dispuestos a participar activamente en los procesos de aprendizaje.
Lo contrario, el enroque, el
intentar responder a las demandas sociales con la precariedad que implica el modelo
institucional llevará a la decepción social, y como consecuencia a las dinámicas
de autoafirmación y consolidación del maltrato como normalidad, a la vez que producirá una mayor fragmentación e individualización social.
El shock que ha podido suponer la
vivencia de esta pandemia, que en muchos casos ha
supuesto una reconexión con lo humano, con lo relacional y con la convivencia,
no se debe superar desde la deshumanización, dando al miedo y al control social un papel protagonista en la definición del mañana.
Todo lo que hemos
aprehendido en estos días lo necesitamos para transitar a la nueva etapa, y en
ningún caso nos vale que el horizonte se nos dibuje desasistido, con
estructuras de abandono y de violencia
Los aprendizajes, los vínculos,
la vertebración social recuperada en el confinamiento debieran servir como
materia prima de una nueva comunidad que integra en su existencia cotidiana lo
importante, y por supuesto, que contiene a
los niños y a las niñas como sujetos fundamentales, propositivos de futuro y activos
en mantener un tejido social, rico y diverso, y no desteñido con la lejía de la desinfección adultocéntrica.
Sensacional, imprescindible y muy urgente reflexión. Gracias Paco. Comparto!
ResponderEliminarMuchas gracias!!!
Eliminar¡¡Uau!! no lo podría explicar mejor!
ResponderEliminargracias
Gracias por tu reflexión, por tu análisis, por la mirada a la infancia y a la educación. GRACIAS! Isabel Rubio
ResponderEliminarMuchas gracias !!!!
ResponderEliminarBrillante!!
ResponderEliminarUna reflexión profunda y brillante, y sobre todo centrada en los alumnos, los que de verdad importan! Gracias Paco. Le doy difusión!
ResponderEliminarEncontrarnos en lo humano colocando a la infancia en el lugar que merece y necesita para seguir creciendo.
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