Toses, mocos y violencia contra la infancia.

  El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses. La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia. No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria. Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media

Qué te juegas.

 


 

La vida, y no porque la puedas perder, que también, sino porque juego y vida son sinónimos.

Por eso, entre otras cosas, da tanto coraje que a la movida de las apuestas se le llame juego.

No puedo dar por buena una polisemia que nos instrumentaliza como seres humanos y nos despoja de una actividad esencial para el desarrollo y el bienestar para regalársela sin pudor a una demostrada estructura de muerte.

De la vida del juego al capitalismo de muerte hay una transición demasiado grande como para normalizarla.

Al menos, jugar a analizar este despojo puede servir para encontrar el rastro de otras enajenaciones que nos dejan sin nada y nos traicionan.

En homenaje al recién fallecido Pino Solanas, podemos hablar una memoria del saqueo: Del juego a la norma y de la norma a la ley, hasta llegar a crear una ley del juego que legisla lo que ya no existe.

Hay pobreza, explotación laboral, sapos y princesas, ansiedad, caballos corriendo, anuncios en la tele y garitos lucrándose, pero el rastro del juego se perdió mucho antes de apostarlo.

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Un tema recurrente en este blog es el de la lógica extractiva del sistema: Cómo se parasita la vida sacando todo el jugo, todo el juego, para luego convertirla en mercancía y alimentar los procesos acumulativos que dan subsistencia artificial a la sociedad espectacular.

La extracción del planeta para materiales, la extracción del tiempo y del esfuerzo de la gente para fabricar y producir, y la extracción de cuidados y afectos para consolidar un individualismo funcional y necesario para que todo lo demás vaya al sitio.

Y sí, también la extracción de sueños y anhelos, ideologías que se apropian de revoluciones románticas o loterías y apuestas que rentabilizan el deseo de una vida mejor o el afán de consumo para pertenecer a una sociedad que ya no se sustenta exclusivamente con los mecanismos de explotación.

Todo vale menos habitar la situación, menos jugar la vida.

Si es preciso, la alienación marxista se convierte en apocalipsis zombi para que pueda ser rentabilizada por las plataformas audiovisuales, si es preciso aprendemos a curarnos de una pandemia viendo televisión y respetando normas contradictorias mientras esperamos que la solución venga de fuera, sin necesidad de colaborar en dinámicas de cuidado comunitario.

Todo vale menos habitar la situación, menos jugar la vida. Nos jugamos el futuro esperando milagro más que entrenando presente.

Y hay saqueo, al menos del lenguaje...

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Porque el juego va a la diversión, y la diversión al bienestar, y el bienestar al cuerpo, y el cuerpo a la presencia, y la presencia al encuentro, y el encuentro a la relación, y la relación a la diversión, y la diversión al juego…

Y el juego a la emoción, y la emoción al sentimiento, y el sentimiento a la consciencia y la consciencia a la responsabilidad, y la responsabilidad al compromiso, y el compromiso a la ética. Y de la ética a la comunidad y de la comunidad al juego en equipo…

Nada que ver con administrar la falta ni con rentabilizar la ansiedad, el juego es, si cabe, la actividad más real, completa e integral del ser humano y no puede reducirse a gestionar una espera.

Si la carga psicológica desborda hay que hacer, canalizar en movimiento y en actividad para que la experiencia devuelva una realidad que conquiste el sosiego.

Alimentar falacias de una vida mejor gracias a elementos externos, más o menos azarosos, es una irresponsabilidad que nos niega algo tan básico e importante como es la posibilidad real de vivirnos mientras buscamos el bienestar.

Al socializarnos en la ausencia, esperando que nos regalen la vida desde el afuera, sujetamos agradecidos lo que nos ofrecen, empleo, leyes, afectos, lo hacemos nuestro, y poco a poco conseguimos que lo ajeno vaya sustituyendo la experiencia propia, vamos actualizando nuestros momentos con aplicaciones que nos alejan de nuestras necesidades y deseos.

Y nos dan el cambiazo, la vivencia fundamental de juego se transforma en la intrascendente evasión, el trabajo y el disfrute se convierten en antagónicos, y llamamos jugar a convocar la certeza de quedarnos sin dinero gracias a una carrera de galgos o a una partida de póker.

La actividad más productiva y potente del ser humano se reduce a recordar en qué número acaba el billete que te llevará a la otra vida…

Nos consumimos y nos consumen en una suerte que nada tiene que ver con la existencia.

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Mucho descuido hay en enseñar a jugar a la infancia, en transmitir, incluso sin darnos cuenta, que hay un objeto de juego más allá de ellas mismas y de su experiencia.

Mucha irresponsabilidad hay en inducir a que abandonen su lugar habitado solo para que nos ayuden a sostener nuestra falacia.

¿Y luego qué? ¿Y si perdemos el rastro? ¿Y si no sabemos volver? ¿Y si estamos tan vacías de experiencias que llegamos a normalizar que una apuesta capitalice nuestros sueños y que la felicidad dependa de un premio?

Más alienación no se puede, más cultivo de la ansiedad tampoco.

Vivimos en una hipocresía social que contrasta con las voces ecuánimes del orden, pero es impostura, juegan a lo mismo, parece que mantienen el equilibrio y la entereza moral porque son los que ponen las reglas, aunque viven, como todas, en una fantasía de control igual de enajenante.

El juego es inevitablemente libertario, no se puede educar, no se puede organizar, no se puede extraer de la experiencia que acontece en ese sitio, en ese momento, con esa gente o con ese aburrimiento.

Lo otro no es jugar, es una adulteración ansiosa para que se cambie de bando.

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Las reglas aparecen desde la auto-organización, se conquistan, se integran porque la creatividad lleva a la complejidad y la complejidad, a veces, necesita ciertas dialógicas para transitarse, pero en ningún momento un límite se opone al juego, solo vale si lo sirve y lo posibilita, por eso no hay nada más contradictorio para el juego y con el juego que la represión.

Ojalá las normas sociales participaran de esta realidad y se integraran de la misma manera que se acepta el movimiento de un peón o de la torre en el ajedrez, como elementos consustanciales absolutamente facilitadores de la experiencia, pero para ello, las normas y leyes tendrían que participar de la dinámica social, no ponerse al servicio del saqueo y del despojo.

Vivimos en una sociedad continuamente violentada y reprimida, que dificulta muy mucho la experiencia de bienestar y que no puede tolerar la potencialidad transformadora de un juego creativo e impugnador.

Así, a los niños y a las niñas les educamos lo lúdico a la vez que infravaloramos su juego.

Las asignaturas frente al recreo, las extraescolares frente al barrio, para que poco a poco asocien la libertad a la evasión y al escape, a lo improductivo, y para que cada vez haya menos renuncia en pasar del ocio al negocio, de la creatividad al orden.

Y después, como el orden sociocultural no se puede habitar, no hay lugar para hacerse presente.

Nos sobra el cuerpo, nos sobra la vida y nos falta dinero para comprar deseos.

Y nos jugamos la existencia que no tenemos en juegos de azar para ver si, con un poco de suerte, nos toca un algo que podamos convertir en otra cosa que dé materialidad a nuestros sueños, y que, en un momento dado, podamos poner en mercado para intercambiar con otros objetos, porque la capacidad de compartir experiencias ya la hemos perdido.

La socialización por el consumo, como consecuencia de una vida enajenada por la sustracción de la experiencia de juego, es la esencia de la derrota.

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Y para juego, el juego de roles.

Tan divertido, tan útil para entrenar la empatía, para descubrir caminos que nos acerquen a la otra, a reconocer la alteridad y el espejo, a ensayar la socialización y el encuentro en un marco de múltiples posibilidades para adoptar, integrar o subvertir, identidades líquidas, flexibles, mutables y generadoras de nuevas realidades.

Pero un juego también peligroso cuando los roles generados y regenerados por el sistema cultural, el género,  terminan suplantando al propio juego, institucionalizándolo y fosilizándolo.

Pese a la aparente diversidad, se agotan las posibilidades.

Si se fija socialmente, lo estético se hace estático y la existencia termina encorsetada, de manera que solo poniendo la vida al servicio del rol construido se nos reconoce y se nos ve, y es así cuando asumimos el malestar para cumplir la expectativa social y jugamos la patología hasta confundirnos con ella.

Por muy antisistema que aparente ser no va más allá de una dinámica de acción y reacción, del ser frente a la estructura, en la que tenemos todas las de perder.

El mecanicismo social frente a la creatividad humana, el juego del deseo frente la normas impuestas.

Y si bien un tránsito sin género, sin referencias culturales para el arraigo y la pertenencia, nos dificulta en el encuentro, es necesario que los lugares comunes que diseñamos para habitar sean igualmente sencillos para abandonar, y en cualquier caso, por muy líquida, plástica y adaptativa que se haga la identidad no es saludable depositarla, diluirla hasta perderla, en marcos ajenos predefinidos.

Hay daño si la identidad viene dada de fuera a dentro, si está solo sujeta a la volatilidad del momento, si solo le queda aferrarse a la estructura fija del sistema patriarcal para no perder referencia.

No puede haber un juego saludable si siempre hay que jugar la impostura, si el juego solo es validado con elementos funcionales al sistema social que no reconocen la singularidad de la cada una.

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Pd. Después de escribir este texto intuyo que se me va a quedar corta la necesaria ley del juego prometida por el ministro de consumo.

El drama que se vive en los barrios es doloroso y precisa medidas, aunque no hay que perder la perspectiva de que las adicciones tienen que ver más con los vacíos que con lo que se ofrece para llenarlos.

Lo que no quita que haya que parar los pies a los que se están haciendo de oro con el sufrimiento ajeno, aun desde la certeza de que son los mismos que hacen las leyes y mueven la econo-suya de este país.

Al menos, podrían cambiarle el nombre a la dichosa ley y devolvernos el juego a quienes queremos jugarlo.

Salud y suerte.

Comentarios

  1. ¿Sabes que con esto de la pandemia cada vez jugamos más en casa? Juegos de mesa, a veces complejos, juegos de rol, ... los cuatro nos podemos tirar dos o tres horas!
    Es verdad que es evasión, pero también creación y posibilidad de desarrollar la imaginación.
    Vamos, que me ha sorprendido tu entrada al blog porque en casa cada vez hay más juego :-)
    un abrazo!

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    1. Sí, sí, nosotros también. Igual no me he expresado bien, la idea era diferenciar el juego enajenado, que viene de afuera, las apuestas, que intentan capitalizar nuestros deseos y anhelos, frente al juego como experiencia propia, humana que ayuda a integrar lo que nos pasa. Los juegos familiares en la convivencia del confinamiento claramente responden a una necesidad clara, y a mi entender son muy saludables, también la evasión forma parte de la salud. De hecho esta experiencia compartida ha ayudado a tomar conciencia del momento que vivimos, transformando el encierro en una cierta oportunidad para el re-encuentro.

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