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En los trabajos voluntarios en la DANA 2024. Foto propia. |
Da igual el momento en que leas
este texto: seguro que puedes definir un espacio, una situación, a partir de unas coordenadas de emergencia social.
En mi aquí y en mi ahora está la
masacre cotidiana y normalizada en Gaza, el cayuco que volcó en El Hierro con tres
niñas y cuatro mujeres muertas, los datos publicados hoy del precio de la
vivienda -ha aumentado en 3 meses lo mismo que los sueldos en 20 años-, el
asesinato de una niña de 13 años en Bilbao, degollada por su padre, los 1000
chavales en Canarias que esperan a que los políticos se pongan de acuerdo de
dónde encerrarlos, o, retrocediendo un poco, los 227 muertos por la DANA en Valencia
en un contexto criminal de negligencia política.
Posiblemente en unos meses habrá
otras coordenadas y si nos vamos unos años atrás –o adelante-, seguro podremos
también describir un contexto vital supuestamente excepcional vivido con
angustia colectiva y sufrimiento particular de las personas directamente
afectadas.
La urgencia, la emergencia y lo
excepcional se está volviendo tan terriblemente cotidiano que se hacen
ridículas las diferentes estrategias de huida que nos aproximan al sin sentido.
Es tanta la vorágine de
situaciones que rompen con el imaginario colectivo de protección y calma, que
uno ya no sabe si ha de aprender a vivir en la ansiedad, porque el bienestar es
siempre efímero –o producto del privilegio-, o directamente aceptar que no hay
un futuro posible, que el relato de progreso de la humanidad ha quedado
truncado para siempre y que la incertidumbre es ahora nuestra razón se ser y de
existir.
Es complicado ser optimista en
los tiempos que corren, y es complicado no sentirse cómplice y egoísta
defendiendo las propias cuotas de bienestar, ya sean conquistadas o regaladas.
También es complicado, y contraproducente, dar sentido a una vivencia cotidiana
instalada en el fatalismo y pesimismo. Situarse en los tiempos que corren de
manera pro-social y en conexión con el disfrute es todo un reto.
Relativizando, podemos decir que
nada es nuevo ni tan grave. Hay infinitas referencias filosóficas, históricas y
artísticas de que la humanidad ya ha sufrido innumerables crisis de “susto o
muerte”. Algunas “nos han hecho mejores” y otras nos han sumido en tinieblas
durante varias generaciones. Y casi todas han estimulado la creación artística
y las respuestas políticas contestatarias. También la violencia y la represión.
Mucho hay que aprender del pasado,
pero también se precisa activar una creatividad propia de nuestro momento para
explorar las distintas posibilidades y, ojalá, aprender a sintonizar con la
potencialidad política para poder atrapar y socializar los pequeños conatos de
bienestar que puedan ir aconteciendo.
Existen algunas claves para
situarnos en las coordenadas de la crisis más allá del nihilismo o de la
complacencia del privilegio.
La primera es, por supuesto,
problematizar el momento. No normalizarlo ni naturalizarlo. Hay causas y responsabilidades
compartidas en todo lo que pasa y nos pasa. La alternativa siempre es
posible, no tanto como una alternativa de futuro sino como una alternativa de
presente, porque aún no hemos perdido la capacidad de dar sentido, de dar un sentido concreto a lo que somos y
hacemos.
La segunda podría ser combatir el
“anhelo” de normalidad. Si desde un análisis consciente e informado sabemos que
la “normalidad” es una fabricación cultural capitalista y patriarcal basada en
la opresión y malestar de muchas, promover una restauración o restitución de lo
anterior cuando el mundo se tambalea, es un acto profundamente insolidario
además de poco imaginativo.
La tercera, quizá la más difícil,
y a mi entender la más importante, es cómo hacer para que la vivencia de crisis,
la emergencia social que nos atraviesa, sea un espacio habitable, un lugar de
permanencia, un lugar lo suficientemente nutrido como para poder albergar
existencia y así, de esa forma, poder acumular energía creativa y poder
transformador. Ir más allá de lo paliativo para abrazar nuevas realidades.
Es muy complicado, todo nos lleva
a la restauración permanente de un sistema injusto y caduco. Los intereses
económicos empujan al consumo y al beneficio. Y la socialización del miedo -en
las familias, en las escuelas y en las fábricas- a querer comprar el
salvoconducto individual, desarrollando el proyecto personal caiga quien caiga.
De las crisis hay que huir. “Tonto el último”. Queremos huir de la distopía
recreando un “juego del calamar” en cada una de nuestras
relaciones y contextos vitales, lo que nos pone constantemente al acecho y en
peligro, imposibilitando el sosiego necesario para conectar con lo importante.
A parte de la violencia intrínseca
de esta forma de funcionar -todos y todas compitiendo por una fantasía de
bienestar que se mide en horas de estudio, noches de insomnio, y en méritos
irrelevantes fuera de los focos del poder-, no deja de ser una posición muy
ingenua.
Es un tsunami lo que se viene, y
no va a ser parado con proclamas vacías de igualdad, fraternidad y libertad. Se
necesitan políticas activas, de cuerpo y alma, que conecten con el sentir y
desamparo común.
El tsunami está arramblando con
las estructuras mínimas que hasta ahora garantizaban el bienestar de una parte
de la población –estructuras que también hacían de muro de contención y
defendían los privilegios frente a “la otra parte”, que estaba lo
suficientemente violentada y reprimida como para que sus gritos se ahogaran en
el mar de la desigualdad-.
La vivienda, la alimentación, las relaciones
sociales y familiares… todo lo básico está en peligro y no por culpa de una
amenaza externa –como muchas veces nos quieren hacer creer-, sino por el propio
colapso del sistema que nos pertenece y al que pertenecemos.
Es duro comprobar que aquellos y
aquellas que, como no puede ser de otra manera, apelan a los valores éticos de
la justicia y de la equidad, están absolutamente trasnochados. Cómo la
construcción, precaria e insuficiente, del famoso “estado del bienestar” se
esfuma dejando suficientes indicadores de que ya no piensa volver nunca.
Es duro conectar con la certeza
de que los anhelos políticos que han guiado a la izquierda y que han poblado
los horizontes de las diferentes ideologías emancipadoras son más pasado que
futuro. Es muy deprimente comprobar cómo los ideales socialdemócratas, que
tanto hemos sufrido por su alianza acrítica con la idea de progreso, hoy se
venden como revolucionarios.
Otro mundo fue posible, el que vendrá va a precisar de otra cosmovisión y de
otra práctica política alejada de toda posibilidad.
Da vértigo abandonar el territorio conocido de la derrota, pero me temo que la
política del mal menor es hambre para hoy y también hambre para mañana. Sólo
queda lugar para crear con una ternura política ajena a la polarización y
confrontación.
Esa nueva cosmovisión está aún en
fase embrionaria -al menos en lo que se refiere a cristalizarse como un modelo
cultural que se pueda interiorizar y con capacidad de transformación íntima y
colectiva-, lo que no quiere decir que no exista o que no haya infinitas
evidencias que la recrean en múltiples situaciones y relaciones.
De hecho la alternativa está
descrita y experimentada en muchos contextos en el mundo, y en muchas emergencias
vitales (Chiapas y la lucha zapatista, los M.T.D argentinos o los Sin Tierra
brasileros, la experiencia de los centros okupados y autogestionados, las
Madres Contra la Droga de Madrid, el feminismo autónomo y sus prácticas
antipunitivistas, las casas de partos y nacimientos respetados, las escuelas
libres y las crianzas libres de escuelas, etc.). Mil singularidades que
conectan las respuestas al malestar con el bienestar y viceversa.
El reto urgente es hacer de
dichas alternativas “algo más” estable y más universalizable, más público, cristalizarlas en propuestas
políticas y de convivencia estructuradas desde las que poder ir edificando un
nuevo paradigma existencial.
Al fin y al cabo se trata de poco
más que de hacer una alianza radical con la vida, tan fácil y tan difícil como
eso.
La alianza radical con la vida no
es otra cosa que conectar con la materialidad de nuestra existencia, con los
cuerpos, con los procesos reproductivos, con las dinámicas
libidinales que nos llevan al vínculo, a la relación y a la empatía, y conectar
con la vulnerabilidad y fragilidad que vertebran las prácticas de apoyo mutuo.
Hemos de seguir concretando y aterrizando la interdependencia que nos define como
especie, por muy erosionado y mutilado que esté el ecosistema que habitamos.
No es hacer un “brindis al sol”,
o querer cambiar una utopía por otra, o intentar disputar la hegemonía cultural
o política. Es simplemente un aquí y un ahora que atrape aquellos elementos
que conectan con nuestras necesidades y resuenan en colectividad.
Se trata de apropiarse de lo
efímero para ensanchar su espacio y poder permanecer, habitarlo. Primero por un
rato, luego por dos, y ojalá por el suficiente tiempo como para conformarse
desde una experiencia significativa con la que construir y proyectarse. El
suficiente tiempo para dar una respuesta efectiva a lo que acontece en base a
nuestras necesidades y nuestras urgencias compartidas.
Un ejemplo lindo y explícito fue
la respuesta popular que dio la población de Valencia a la emergencia de la
DANA: La verdad de los y las voluntarias que quitaban barro frente al
“pimpinela” político, la capacidad de auto-organización de los barrios y sus
asociaciones frente al sindiós criminal de los protocolos de emergencia.
Se vio claro, lo sentimos claro:
la respuesta más efectiva al sufrimiento y a la emergencia pasó por poner en
circulación lo humano con creatividad, responsabilidad y compromiso.
Sin embargo, después de poco más
de medio año de la tragedia, la consigna de la “reconstrucción” parece que solo
nos va a llevar a una versión degradada ya precaria de lo que había antes.
Reconociendo el derecho de las
víctimas y de las personas afectadas a la reparación, y el papel fundamental
que en ello tiene el Estado, y también salvando la excepción de las
singularidades notables que siguen habitando la dimensión humana de la
emergencia (por ejemplo, la experiencia del Parke Alcosa), la mayoría del debate
público y político orbita en torno a la dimisión de un presidente que ya era
incompetente antes de que lo votara el primer incauto, en una simplificación
política aberrante que llega incluso a enmascarar y reforzar el sin sentido de
poner en pie, de nuevo, el modelo caduco de polígonos industriales,
desplazamientos permanentes y asfaltos infinitos.
Por supuesto, lejos de romantizar
la emergencia - aunque sí reconociendo el shock social como catalizador
creativo- creo que sí que es importante fijar la atención y ver lo que aflora
cuando “las verdades oficiales” no se mantienen en pie y se visibiliza la
artificialidad de ciertos consensos y la inefectividad para la vida de los
sistemas que afianzan los privilegios.
Y también es importante, incluso
lo más, pensar y reflexionar sobre las inercias íntimas y sociales que nos
llevan tan pronto a querer reproducir lo preexistente, desactivando la potencia
transformadora del malestar y consolidando una política del “enroque”,
defensiva y autorreferencial, con muros aún más altos, con prácticas aún más
insolidarias y de una ingenuidad peligrosa.
Más allá del lógico interés de
los que sacan rédito de la organización consumista de las cosas, y que,
obviamente, ponen rápido toda su maquinaria en funcionamiento –con la corruptela
asociada de licitaciones y mordidas-, es relevante pensar los porqués del
repliegue social y del repliegue político (respecto a la DANA, es sonrojante
que el debate se esté dando exclusivamente en términos de dimisiones y
responsabilidades penales, dejando de lado la potencia impugnadora al modelo
que ha significado la desgracia y el malestar de tantas personas, incluso los
sindicatos anarquistas están colaborando con dicha simplificación convocando
una huelga, la del 29M cuya consigna estaba enmarcada en dicho reduccionismo).
Parecería que cierta vida nos da
alergia, por su pureza, irreverencia y libertad, y buscamos rápido la vida que
conecta con la fantasía de la seguridad, aunque, en términos generales, nos
constriña y ahogue.
Podríamos decir que vivir en la
excepcionalidad es agotador. Por mucho subidón que nos dé fusionar la política
con la vida, pronto llega el momento de desear hacer descansar los cuerpos en
los sofás y dejar que las ideas circulen inofensivas por los blogs, tertulias y parlamentos.
Pero este último argumento queda
desactivado para siempre cuando tomamos conciencia que la emergencia no es algo
excepcional: vivir en la emergencia es lo habitual para la inmensa mayoría de
la población de planeta y es justo el imaginario de que hay una salida de ella
–y que está localizada con dueño y sofá- lo que condena a muerte a la mayoría.
De esta manera, habitar la emergencia no es otra cosa
que ejercitar la empatía, la sociabilidad básica: sólo en la medida que dicha
emergencia no sea un lugar de huida y
se transforme en un lugar de presencia,
habitable, se podrá vertebrar el desamparo y organizar el drama con criterios
de cuidado y solidaridad.
Habitar la emergencia, como lo demostraron las respuestas
comunitarias a la crisis del COVID, o la DANA, es dar un vuelco a
la escala de valores que organiza nuestra existencia alienada para ponerla en
conexión con la vida, en la incertidumbre que da nuestra fragilidad y en la
potencia de la compasión para alumbrar nuevas respuestas inclusivas y
adaptativas.
Nuevas respuestas que,
posiblemente, sean las mismas que se dan cada día en cada una de situaciones
del planeta en las que la vida se juega y la vida está en juego, y que, en un
alarde de egocentrismo patriarcal y adultocéntrico generalizado, nos hemos
permitido desdeñar hasta olvidar.
Habitar la emergencia para reconectar con lo que somos en común y
para desvelar las falacias criminales de la época en la que nos ha tocado
desplegar nuestra existencia.
Ojalá el intento nos lleve
globalmente más a la vida que a la muerte. La situación es crítica. Y hay
demasiada gente, y con muchos recursos, empujando hacia el abismo.
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