Vamos muy deprisa, tanto que el ritmo de cada día nos complica conectar y empatizar con las personas que están en duelo, con las personas que están viviendo la intensidad que supone organizar y acomodar experiencias traumáticas en la adaptación a este mundo rápido.
Sabemos que el duelo, como proceso psicológico saludable, no tiene un espacio reconocido y respetado en nuestra dinámica social. Hay que pelear cada momento de estar mal, conquistar cada espacio dónde poder expresar dolor. La expectativa y la demanda de “normalidad” funciona como una apisonadora que reprime, anula y niega una situación común, y con ello se invisibliliza a todas las personas a las que les atraviesa.
En el caso del duelo perinatal por retirada de tutela se extreman los supuestos: la invisibilización es máxima (acontece fuera de foco, en contextos de exclusión social) y la exigencia de normalidad es máxima (sólo la adaptación social es lo que puede llevar a recuperar a los hijos tutelados).
Una sociedad saludable es aquella que es sensible al dolor, que entiende la fragilidad y la vulnerabilidad como una condición humana y que, por tanto, no se hipoteca bajo un paradigma de normalidad que estresa y oprime a cambio de unas promesas de éxito que nunca se llegan a satisfacer.
El “hacer como si nada” o promover una ayuda “low cost” como empuje para no perder el siguiente tren de la productividad supone una huida hacia adelante que hace que cada da vez tengamos más problemas que resolver, estemos más ansiosas y con menos capacidad de empatía, ya que la propia vida en soledad nos desborda. Las capacidades que tenemos las personas para integrar las circunstancias adversas están cada día más mermadas por la falta de tiempo y por la falta de red social.
El modelo nos deja muy solas ante el abismo, y los servicios públicos no siempre están dispuestos a echar un cable. En el caso del duelo perinatal por retirada de tutela, el papel de los servicios públicos, de los servicios sociales es cuanto menos problemático.
Ojalá tuviéramos una administración que reconociera el malestar y nos brindara el tiempo y los recursos necesarios para poder transitar las experiencias de duelo de la manera más saludable y promoviera unos servicios públicos “sensibles al trauma” enfocados en el cuidado.
Unos servicios con una pata sanitaria, de salud mental y cuidado psicológico, y con una pata social, ya que, en la medida que vamos al límite, unos hechos adversos pueden hacer descarrilar cualquier vida y acentuar el drama, sumando desgracias (pérdida de trabajo, pérdida de vivienda...) a la vulnerabilidad de la situación.
Ambas dimensiones son necesarias y, si hablamos de casos de desamparo y tutelas, que estén bien coordinadas, imprescindible. La administración debiera garantizar que los marcos de intervención en materia de salud perinatal y de protección de la infancia estén armonizados.
Dejo a las compañeras sanitarias pensar cómo el sistema público de salud mental, con su falta de recursos, con su organización, con los pocos minutos de atención por paciente y con la presión de los tratamientos farmacológicos, puede servir para acompañar en los procesos de duelo…
Pero en lo que respecta al trabajo social, por mi experiencia, sí puedo afirmar que estamos muy lejos y en muchas ocasiones caminando en contra dirección. Cuando desde el trabajo social se promueven “intervenciones” exclusivamente adaptativas al modelo hegemónico, muchas de ellas inviables por falta de recursos, se está pasando por alto el sufrimiento inherente a muchas situaciones de exclusión social y a los procesos psicológicos de las personas “usuarias” que se atienden.
Un caso paradigmático de negación y desatención es el duelo por retirada de tutela.
Todos los duelos tendrían que tener un espacio reconocido en la atención de los servicios sociales, pero el caso del duelo por retirada de tutela es muy significativo porque el hecho que lo provoca está en el propio sistema.
Por si hay alguna duda, me refiero a “duelo por retirada de tutela” al duelo que vive una familia, específicamente una madre, cuando le retiran la tutela de su hijo/a en el contexto aplicación del sistema de protección a la infancia por una situación diagnosticada de desamparo. El duelo también lo vive el niño/a y su huella perdurará por todo su recorrido por el sistema de protección y posiblemente marque su vida adulta. Un análisis longitudinal queda fuera del objetivo de este texto, ya hay bastante con abordar las consecuencias de la separación en el corto plazo.
En el artículo “las venas abiertas de las retiradas de tutela” ya explicaba cómo los procesos de detección de riesgo y desamparo distan mucho de ser unos procesos cuidadosos, restauradores y garantistas de derechos, y que en demasiadas ocasiones suponen un ejercicio de poder y violencia por parte de la administración. Para “extirpar” un problema se interviene dejando a la familia de origen más dañada y más incapacitada para dar una respuesta satisfactoria a la situación de desprotección que como lo estaba antes de la intervención.
Sin entrar en la valoración de las causas e indicadores que pueden justificar una retirada de tutela que merecería un análisis a parte (se puede leer al respecto el artículo Maternando en contra del sistema de protección a la infancia, El Salto, 2023), sí quiero enfatizar que siempre se hace sin un plan de “minimización de daños”: A la madre no le queda otra que “encajar” el golpe, y sin derecho a queja porque en gran medida el sistema le hace culpable de la situación.
Por supuesto que hay casos graves de familiares desconectados de sus criaturas, en dinámicas de abandono y sin vínculos, pero son excepcionales. La inmensa mayoría, más allá de las habilidades parentales que puedan ejercer de manera más o menos cuidadosa o negligente, tienen una relación intensa con sus hijos e hijas, por lo que la separación de una retirada de tutela (con su respectiva medida de protección), implica un duelo.
Un duelo que se obvia, que se niega y que por supuesto no se atiende. Más bien todo lo contrario… poneos en situación:
El punto de partida ya es complejo y diferencial respecto a otros tipos de duelo, ya que toda medida de protección es en principio reversible. Los progenitores mantienen la patria potestad de sus hijos/as (a no ser que la retirada de tutela derive en una adopción o se haya hecho por mandato judicial como consecuencia de un delito grave). Pero aunque la medida de protección sea una medida temporal, nunca es breve, se mide más en años que en meses.
Durante ese periodo se ofrece a la criatura un marco sustitutivo de vida (familia acogedora o centro de acogida) pero a la familia de origen no se le brinda ningún tipo de acompañamiento, más bien todo lo contrario, la retirada de tutela lleva asociada una exigencia en forma de “plan de intervención” con pautas a seguir para poder “recuperar” al hijo o hija, que se ha de cumplir sin apoyos, sin que se aporten recursos sustantivos para que se puedan modificar las circunstancias de origen (muchas veces determinadas por condiciones socioeconómicas y de pobreza heredada).
De esta manera, una madre en duelo por retirada de tutela, no sólo no se ve reconocida en su dolor sino que además, ha de estar en disposición de hacer lo que la administración -la misma administración que le “ha quitado” a sus hijos-, le pide para poder recuperarlos. Y todo ello dentro de una dinámica de vigilancia y control en la que no puede dar ningún paso en falso…
Si hay citas en los servicios sociales, hay que ir puntual y sin saltarse ninguna, si hay visitas en el “punto de encuentro familiar”, éstas van a ser escudriñadas al mínimo detalle. No va a haber posibilidad en ningún momento de expresar la angustia revivida al conectar por un instante con todo lo que se ha perdido. Se ha de ser “madre una madre modélica”, disimular, presentarse frente a los profesionales con sobriedad y rectitud y, por supuesto, todo conflicto, todo el enfado y toda la rabia, se va a leer como una agitación disruptiva que va alejar la posibilidad de la recuperación de los hijos e hijas.
Todos los procesos de duelo, y en concreto los duelos perinatales, tal y como explican las especialistas Pilar Gómez-Ulla y Manuela Contreras en su libro “Duelo perinatal” (Editorial Síntesis, 2021) se caracterizan por una inestabilidad emocional, por una agitación, por una “incoherencia” permanente (lo que en un momento ayuda en otro puede activar la angustia). Es la peor coyuntura para responder a una exigencia de “portarse bien”, la peor situación para ser observada y valorada por el comportamiento.
Uno de los momentos del duelo es “la aceptación”… pero en una retirada de tutela ¿qué es lo que se ha de aceptar? ¿que existe una administración que se otorga la legitimación para extraer los niños de una familia y que los devolverá, cuando sus informes sean, si acaso, favorables, en dos o tres años? ¿cómo hacer compatible la angustia cotidiana de cada de día que amanece si los hijos en casa con la “tranquilidad” que muestran los servicios de protección por haber hecho su trabajo y asegurar (a su manera) que el niño/a ahora ya está “protegido” en un centro o con una familia acogedora?
¿Qué es más terapéutico rendirse o luchar?, ¿responder con docilidad a las pautas que se dan o, por lo contrario, no aceptar como buenas las exigencias de aquellos que te han herido? ¿Cómo cumplir con lo estipulado conectando a cada rato con el dolor de la ausencia y que ello no te inhabilite? ¿Cómo hacer para mantener el vínculo con la criatura tutelada sin verse asaltada constantemente por sentimientos de culpabilidad?
Habrá gente que dirá que lo adaptativo y saludable es tomar distancia, separarse del hecho de la retirada de tutela y de quiénes han ejercido la violencia de la separación, pero tomar distancia ¿no es también perder capacidad de agencia respecto a las causas y circunstancias que han podido definir una situación de desprotección?
Se supone que el objetivo de transitar el duelo es llegar a aceptar lo irremediable, acomodar la nueva situación para seguir avanzando, pero ¿cómo se hace si se precisa -y se exige- un papel activo, una toma de conciencia y una asunción de responsabilidades, entre otras cosas, para que no vuelva a ocurrir? ¿Hasta qué punto querer recuperar a tus hijos es un “motivo de transformación” o por lo contrario una conexión permanente con la derrota, el desasosiego y la violencia institucional? ¿Qué hacen los servicios sociales cuándo perciben que la madre o familiar de referencia está viviendo un duelo incapacitante que precisa de ayuda profesional? ¿Cómo se integra esta cuestión en “el plan de intervención”?
La mayoría de estas cuestiones se van a quedar sin resolver y en un contexto de duelo perinatal van a tener seguro respuestas contradictorias a cada rato, pero lo que es evidente es la falta de acompañamiento, la soledad y la incomprensión durante este proceso, principalmente por parte de la administración, lo que suma más violencia institucional a la inherente de una retirada de tutela.
Un trabajo social cuidadoso debiera ser consciente de que sus intervenciones tienen consecuencias, y que en la mayoría de las ocasiones, por mucho que se apele al “bien superior del menor” las soluciones que se adoptan aspiran como mucho a ser “las menos malas”, por lo que lejos de defender una posición omnipotente situada por encima del bien y del mal, se debiera pensar en cada situación cómo hacer para minimizar el daño, para colaborar en curar la herida. Sería imprescindible hacer siempre un análisis de los derechos y de las voluntades que se vulneran en cada una de las intervenciones y definir acciones concretas para cuidar a todas las personas implicadas en el proceso.
En el libro “Duelo perinatal” anteriormente referenciado, se dedica una buena parte a aportar líneas para la atención y cuidado de los procesos de duelo, con un capítulo específico sobre las profesionales. Por desgracia cuesta ver encarnadas las habilidades que se describen, de escucha y de empatía, en los perfiles actuales del trabajo social, carentes en su mayoría de una mirada perinatal pese al objeto de su trabajo.
No quería acabar el texto sin hacer una mención explícita a los duelos por retirada de tutela con retención hospitalaria en el momento de nacer un bebé. A todo lo anterior se suma la realidad específica de la diada madre-criatura en los procesos biopsicosociales del embarazo, parto y puerperio… Aquí las preguntas son más dramáticas y las heridas más profundas…
¿Cómo se gesta un bebé que te pueden quitar en el hospital al nacer? ¿Cómo se pare un bebé al que igual no te dejan cuidar? ¿Cómo se vive un puerperio sin bebé, sin visitas, y sin saber cómo ni cuándo lo vas a poder ver?
Y desde el lado de las profesionales… ¿Cómo se acompaña todo esto desde el sistema sanitario?, ¿Cómo de explícito se le ha de hacer a una madre que los sistemas de alerta están activados? ¿Qué implicaciones directas tiene ésto en el proceso de gestación o en el trabajo de parto? ¿Quién ejecuta y cómo se procede en el hospital cuando hay una alerta de retención hospitalaria? ¿Cuánta violencia y hostilidad se suma a la ya inherente a muchos de los partos y nacimientos protocolizados y medicalizados?
En este caso el vacío que deja la carencia de mirada perinatal del sistema de protección es inmenso: ni una atención “sensible al trauma” ni una conciencia de todo lo que se pierde cuando una diada se rompe.
No deja ser paradójico que en nombre de un sistema de protección a la infancia se prive a un/a bebé recién nacido de los primeros días del cuerpo a cuerpo con su madre, se imposibilite una lactancia y se amenace todo aquello que la neurobiología reivindica como factores de protección, máxime en diadas vulnerables que van a necesitar todo el apoyo posible. También el de la biología.
Yendo más allá, también es paradójico que un sistema de servicios sociales y de atención a familias e infancias “desperdicie” la potencialidad terapéutica y restauradora que tiene el momento perinatal para la reparación de biografías tan presentes en las realidades de marginación y exclusión social.
Y es que parece que todas las evidencias demostradas en la salud mental perinatal no sean de aplicación para las madres con “indicadores” de riesgo, y sus hijos/as no se merezcan que se cuide su vínculo, pese a las consecuencias amplificadas que una separación puede tener en su posterior desarrollo por estar en contextos de carencia.
Una separación no deseada en el momento del nacimiento supone un ejercicio de violencia fuerte e implica una vivencia traumática para la madre. Este hecho, al igual que se ha demostrado con la violencia obstétrica, puede desencadenar determinadas psicopatologías, lo que hará todavía más difícil superar las circunstancias que pudieron desencadenar la alarma y la retirada en el hospital, máxime cuando no va a ser posible a corto plazo restaurar el vínculo por la medida de protección de urgencia.
Y en los casos de retirada de bebés, se suma la ansiedad que produce la posibilidad de que la medida de protección se concrete en una adopción, y en este caso, sí de manera definitiva, la pérdida de la patria potestad y la irreversibilidad de lo acontecido.
En estas situaciones, aún con las heridas abiertas del parto y del puerperio violentado, comienza una contrarreloj para que la posibilidad de poder recuperar al bebé no se esfume para siempre. Se abre un proceso -más zancadilleado que acompañado por los servicios sociales- en el que esa madre puérpera tiene que encontrar trabajo, demostrar vivienda, someterse a las entrevistas y hacer todo lo que ponga en su plan de intervención. Todo ello, posiblemente, sin haber visto a su bebé desde que le dieron el alta hospitalaria.
Es urgente un cambio de paradigma en el trabajo social que entienda que, independientemente de las circunstancias del desamparo, no hay ninguna razón para privar a una madre del encuentro con su bebé recién nacido.
Las visitas debieran estar garantizadas como un derecho fundamental. También la lactancia si es deseada por la madre.
Permitir el contacto, el vínculo, además de ser un factor de protección para la criatura desamparada es lo único que puede posibilitar transitar de manera saludable el duelo por retirada de tutela y recomponer la situación para que ésta u otras futuras crianzas sean viables. Lo contrario lleva a cronificar el daño y hacer que se exprese en patologías mentales o en otros embarazos y crianzas.
Ojalá no fuese necesario reivindicar el trabajo social con mirada perinatal como una medida de defensa frente al maltrato institucional y, por lo contrario, fuera simplemente un aporte generoso de ternura y cuidado que pudiera impregnar toda la atención que se hace desde los servicios sociales con niños, madres y familias.
Pero mientras que promovemos un cambio de modelo que ponga el trabajo social al servicio de los cuidados y de las necesidades, y lo aleje de las funciones controladoras y fiscalizadoras de las familias vulneradas, hemos de ser conscientes que hay madres, niños, niñas y bebés viviendo duelos invisibles a partir de las medidas de protección implementadas, y que esos duelos, lejos de ser motivo de en cuidado y acompañamiento, están siendo fiscalizados en clave disciplinaria alejando con cada actuación y cada paso el horizonte de la restauración y del bienestar.
Muchas de las transformaciones sociales se han dado al hacer causa común con las víctimas directas. Específicamente las transformaciones más importantes en la atención al parto y en la atención a la salud mental perinatal han ido de la mano de madres que han socializado sus experiencias y sus relatos en clave política, hasta promover la solidaridad de profesionales empáticos que han ido cuestionando su hacer hasta cambiar protocolos y prácticas que, poco a poco, han ido encontrando el encaje institucional.
Se ha avanzado, pero en lo relativo al duelo perinatal por retirada de tutela aún estamos en los primeros pasos.
Madres y "niños" que relatan el daño hay: asociaciones de "madres biológicas", asociaciones de ex-tutelados/as, mareas "granates", asociaciones de "bebés robados", hijos y nietos de desaparecidos ...
Sólo falta por ver dónde estamos las profesionales dispuestas a despejar el camino.

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