Pocos debates hay tan autorreferenciales
como los que tienen que ver con la educación.
Cada postura estruja la realidad
para ponerla al servicio de sus argumentos y poco tarda el debate en
convertirse en un partido de tenis en el que el neoliberalismo siempre gana,
las criaturas siempre pierden y los y las docentes suelen quedar atrapadas en
dinámicas de acción y reacción tan poco saludables como efectivas.
Esto siempre es el paisaje de
fondo respecto a la cuestión pedagógica, pero cuando la cosa emerge por una
aprobación de una ley o por una reforma educativa, el ruido aumenta decibelios.
Aparecen los gurús pedagógicos,
los románticos y románticas de la escuela republicana y la ministra del
gremio amplificando lo suyo sin un contraste real con lo que acontece en las
aulas, llevando el debate educativo a un terreno ideológico y sentimental que
poco ayuda en dar respuesta a las necesidades de la escuela.
Cada nueva ley supone un nuevo
gol al sistema educativo, una pérdida de referencia de la función social a la
que se debe y la definición de un marco vacío a merced de los intereses
ajenos. La LOMLOE no parece que vaya a ser una excepción para la erosión de
la educación y por tanto, en la vulneración del derecho que representa.
Sé que la cuestión no es sencilla. Parto del hecho que la educación está amenazada en lo concreto y en lo global. La ofensiva neoliberal es clara. No hay la calma necesaria para abordar la cuestión con el sosiego y la profundad que precisa, pero por eso mismo urge establecer bases y alianzas de resistencia desde las que edificar las alternativas.
Mientras que los poderes fácticos,
políticos y económicos, lo organizan todo a su antojo, las personas que se reconocen
en el valor social de la educación se están tirando lo trastos a la cabeza.
Es grave que la mayoría de las
posturas, incluso las decentes y altruistas, estén atrapadas en lógicas de
enroque, defendiendo sus propios modelos sin entrar en las contradicciones
inherentes a todos ellos, asumiendo y validando una dinámica de confrontación
en la que mostrar las dificultades y la autocrítica se percibe como debilidad,
abortándose un debate sincero y necesario para entre todos y todas podamos para
dar una respuesta saludable a una realidad que se va deteriorando cada vez más,
y amenaza con implosionar por saturación de malestar del alumnado, del personal
docente y de las familias.
Nadie como quienes viven el día a
día de la escuela pública estatal para señalar sus limitaciones, sus
contradicciones y sus dificultades en el funcionamiento.
Nadie como quienes están en la escuela
privada y en la concertada, para señalar su segregación, sus dinámicas
elitistas y mercantilistas.
Nadie como quienes están en los
proyectos de educación libre para describir su volatilidad, su precariedad y su
falta de consistencia.
Pues es vez de entrar con
honestidad en las dificultades de cada una de las situaciones educativas para
ir creando redes mixtas en el apoyo mutuo, desde cada plató se amplifican las virtudes
de cada representación, de forma muy idealizada e ideologizada, alejada de las
experiencias reales, ocultando las contradicciones y silenciando las miserias. Se articula así un discurso de autoafirmación al servicio de lo que representan
(Estado, postulados ideológicos, confesiones religiosas, fundaciones,
pedagogías alternativas, etc.) dejando en un segundo lugar las vivencias de las
criaturas, que sistemáticamente son aplastadas por los diferentes análisis y discursos
pedagógicos.
Es muy fácil defender la escuela
pública criticando a la privada, y es casi igual de fácil defender la escuela
privada criticando a la pública, y facilísimo apostar por la escuela
alternativa y por las comunidades de aprendizaje señalando las dinámicas de encierro
y la educación fosilizada y adulterada en una y en otra… Lo que es más difícil
es sostener cada una de las situaciones integrando sus propias contradicciones
en una apuesta radical por el bienestar y los derechos de la infancia, y por
extensión, defenderlas como propuestas saludables de vertebración comunitaria.
Mientras tanto, en la superficie,
solo hacemos que alimentar la falacia educativa, la prepotencia pedagógica y la
institucionalización inerte de los procesos de enseñanza y aprendizaje, y con
ello consolidamos el lugar subordinado de la infancia, ya no solo en el orden
escolar, sino también en el orden social.
Y hay falacias educativas de
todos los colores y formas. Sería de responsabilidad política y de compromiso
ético que cada una se dedicara a desenmascarar la que tiene más cerca, desde el
cariño de la pertenencia y desde la implicación en su situación, antes de hacer
proselitismo de su opción simplificándola para hacerla vendible y señalando al
contrario para no dejarse interpelar por sus propias dificultades y
contradicciones.
Y no trato de defender una
equidistancia acrítica, pero sí de poner realidad en un debate en el que nos va
la vida y que, hoy por hoy, nadie ha demostrado tener una respuesta fiable y
definitiva, universal y generalizable, para hacer efectivo el derecho
a la educación de todos y todas en esta sociedad capitalista y adultocéntrica.
Y me sigue sorprendiendo que haya
tanta gente aferrada a la falacia. Entiendo que es desde la inseguridad, desde
la falta de referencias y por necesidad autoprotección en un contexto hostil,
pero que el debate educativo haya perdido la capacidad de problematizar su
propia realidad y haya fosilizado sus propias ideas no deja de ser un síntoma
de que la situación es grave.
En la complejidad de lo que está pasando muchas cosas no son lo que parecen, y sobre todo, unas buenas intenciones no garantizan un buen resultado. El contexto educativo, el día a día de los colegios en el marco establecido para la educación obligatoria en este país, es una realidad que actúa en todas y cada una de las premisas educativas hasta poder llegar a transformarlas en sus contrarias sin que parezca que haya pasado nada…
Algo de esto se recogía en el
artículo publicado en Público “El
marco educativo, una mirada consciente desde la experiencia”. (20.11.2019)
El marco construido en base a los
planteamientos definidos por el poder económico y político no hace
buenas migas ni con los postulados ilustrados, republicanos y emancipadores de
la escuela tradicional que anhelamos, ni tampoco con los postulados
innovadores, activos, de competencias y de bienestar con los que fantaseamos.
Se termina definiendo un lugar
intermedio, que ni una cosa ni la otra, que no da cabida ni al conocimiento ni
al bienestar, quedándose con lo peor de cada propuesta. Mientras, los y las defensoras de una y otra discuten sobre las excelencias de las mismas en un
plano ideal que no se corresponde con la experiencia concreta en la
multiplicidad de situaciones educativas.
Como diría Víctor Jara, “Ni
chicha ni Limoná”, ni una cosa ni su contrario, o lo que es lo mismo, nos quedamos
con lo peor de las dos orillas, institucionalizado la falacia y defendiéndola
cada cual desde el lugar en el que se siente reconocido/a.
Porque fuera de la falacia no hay
nada más que la alianza con la infancia, y de eso no se come…
La falacia ilustrada.
Llevo tiempo leyendo en redes de
personas de izquierdas, comprometidas con el cambio social y defensoras del
conocimiento como algo necesario para la emancipación y para la lucha contra la
explotación, tesis que defienden la escuela “tradicional” (A veces en una
identificación naíf con la maravillosa escuela moderna republicana, que me temo
que se fue, la echaron, para no volver) con vehemencia.
Tesis que defienden la
instrucción como herramienta imprescindible para la igualdad, para la promoción
social y para romper el determinismo social vinculado a los privilegios de
clase, y cómo solo por vía del conocimiento se puede revertir el devenir cada
vez más clasista.
El humanismo es el espacio necesario
de encuentro cultural para combatir el individualismo narcisista que está
fragmentando el tejido social. Un humanismo que hay que defender y
recuperar.
Cómo el desprestigio de quien
sabe, de la clase magistral, solo está llevando a un “ensimismamiento” cultural,
a una inteligencia emocional que no vale ni para abrir una lata, a un modelo
sin referentes que nos condena como personas y como sociedad a repetir los
mismos errores.
Errores que se sustancian en
dejar nuestra existencia a merced de las dinámicas de explotación
del poder, pasto de neoliberalismo…
Pero volviendo aquí y ahora, a
nuestro cole, y aun reivindicando la instrucción como una, quizá la más
importarte, función de la educación organizada como servicio público, ¿Cómo
hacemos para hacerla compatible con el marco que tenemos? ¿Cómo aterrizamos las
proclamas ilustradas en el día a día?
O dicho de otra manera, ¿Qué
nivel de impugnación del marco actual defendemos? Porque sin una trasformación
profunda de la estructura educativa a nivel institucional y relacional, hasta
los postulados de Ferrer y Guardia se tornan falaces y se disuelven en la
realidad como un azucarillo. ¿Y si, parafraseando el título del estupendo libro
de Carlos Fernández Liria ,“escuela o barbarie” no fuera una disyuntiva sino un
sinónimo?
Todas hemos experimentado el placer de cuando alguien ha compartido magistralmente su pasión con
nosotras. La admiración que suscita ser testigo del éxito de un itinerario
de esfuerzo y dedicación. Lo contagioso de saber. La rendición a la capacidad
humana de crear e impactar cuando ésta está bien enfocada y acompañada.
¿Es esto posible en un aula de 30
personas? ¿Es esto posible 30 horas a la semana, durante 30 semanas al año? ¿Se
puede en dinámicas de encierro, normativas y pautadas hasta en la nimiedad? ¿Una
escuela “contenedora” con los horarios de la fábrica determinados por el
mercado laboral, tiene la capacidad de mantener viva la llama del conocimiento
ilustrado sin caer en la devaluación del mismo, en el aburrimiento y en la
rutina? ¿Hasta qué punto todo queda reducido a evaluar y/o certificar los
conocimientos adquiridos en el aula (o fuera de ella) en una función de vigilar
el aprendizaje que más que de crearlo o acompañarlo?
Incluso asumiendo la
característica acumulativa del conocimiento, la importancia del esfuerzo y de la
memoria para no perder el hilo de la instrucción, la necesidad por tanto de una
continuidad y una disciplina en el trabajo intelectual, ¿Es esto posible dentro
del ruido de una clase, en medio de la desmotivación fabricada del alumnado y
de la frustración docente?
¿Solo tienen la culpa de que la
escuela no funcione como herramienta de instrucción democratizadora los nuevos
modelos pedagógicos de corte psicologicista, centrados en el bienestar de las
criaturas, que promueven una acomodación al marco actual sin la tensión
necesaria para transformarlo y para romper con las estructuras materiales de la
desigualdad social? ¿Y antes de todo esto, qué ha hecho la escuela con la
supuesta igualdad de oportunidades? ¿Qué se ha hecho para erradicar las
dinámicas adoctrinadoras y de segregación social inherentes al contexto
escolar? ¿Se atreve a pensar el modelo ilustrado el fracaso de la escuela antes
que el fracaso escolar de suspensos y repeticiones de curso?
Sin duda una escuela pública
universal que reparta instrucción y forme en humanismo es imprescindible, puede que sea el único modelo válido y plausible para la institución escolar
(los otros, a mi entender, son incompatibles con la educación obligatoria
institucionalizada), pero hoy por hoy, es aún más falaz que, incluso, deseable.
Una escuela racionalista, que
dialogue de manera privilegiada con una sola dimensión del ser humano y que se
juegue casi exclusivamente en el campo de la ideas, solo podrá tener éxito si
renuncia a su vocación colonizadora y totalizadora.
Se tiene que asumir que ningún
ser humano saludable puede estar más de 10 o 15 horas a la semana en dinámicas reducidas a lo intelectual, y más si éstas están ancladas en un currículum previamente
definido e igual para todos y todas.
Cuando nos apasionamos o nos
apasionan damos un plus, pero sin esto, la instrucción se puede convertir en
una tortura que provoca rechazo y una dispersión que lleva a la individualización.
También al fracaso social, con consecuencias penalizadoras para las personas
con más dificultades de adaptación al contexto hostil y competitivo.
La falacia “innovadora”.
Y luego está la orilla contraria.
Si nos ponemos a analizar la
educación en términos de derrota todo se hace asequible y ameno.
El desastre es mucho, casi todo,
y parece fácil inventar alternativas, cambiar lo retrógrado e ineficaz por
prometedoras nuevas ideas que nos lleven a ensoñar el mundo que queremos.
Por supuesto otra educación es
posible pero, de nuevo, se ha de contrastar con lo que acontece cada día,
porque el riesgo de por intentar habitar el futuro abandonar el presente es
muy alto.
Hay una ansiedad de encontrar la mágica
solución, de apostar por caballo ganador, de recobrar la ilusión y de
emanciparse de la disciplina para crear, jugar y acompañar. Por fin una
pedagogía que nos saque de la frustración, que nos permita cambiar de dioses, y
nos haga conectar con el disfrute, con lo afectivo, con la relación humana, con
la vivencia de comunidad y encuentro. Una pedagogía que saque las humanidades
de los libros de texto y nos lleve vivir la experiencia humana del crecer juntas…
Pues otra falacia, y posiblemente
más grande y peligrosa que la anterior. La escuela no puede ni con un porcentaje
mínimo de todo lo anterior, ya se ve sobrepasada solo con la intención.
Hay un contraste entre los
elementos que definen la escuela y los elementos consustanciales a la vida
humana. Son imposibles de conciliar por asimilación.
Los procesos vitales de libertad,
autorregulación y sociabilidad básica no tienen cabida en un marco institucional. La vida como un juego constante de necesidades y deseos rebosa la familia, la
escuela y cualquier otra institución que pretenda organizar en procesos,
proyectos o itinerarios la deriva del crecimiento, la insubordinación del deseo
y la autonomía del ser y el sentir.
Solo pretenderlo puede significar
un ejercicio de violencia, además de una devaluación de la existencia.
La escuela es un contexto
absolutamente precario, casi minimalista, que ya se ve en muchas ocasiones sobrepasado a la hora de contener los procesos de enseñanza y aprendizaje
básicos. ¡Cómo para aspirar a mucho más!
Precisa de un trabajo previo de
nutrición, de concienzuda fertilización, antes de estar medianamente preparado para
albergar los importantes procesos vitales de crecimiento y socialización sin devaluarlos.
Sin embargo intencionadamente, sin una
renovación filosófica y política, se promueve una innovación que vacía la educación aún
más de contenido.
Sin la resignificación radical de
la escuela como contexto vital, sin modificar apenas la estructura y la gestión,
con los mismos horarios, edificios, asignaturas y profesionales, se
inoculan elementos “vitales” en las aulas como si eso fuera suficiente para
que cobrara vida.
Emociones, experiencias, trabajos
por proyectos, aprendizaje cooperativo, talleres manipulativos, rincones,
competencias, etc…
Todo en un halo de innovación
(como si la LOGSE, con sus transversales y currículum oculto, no llevara ya más
de 30 años operando) que nos engatusa mirando a futuro mientras desechamos conectar con las
dificultades y el malestar presente en las aulas.
Los y las maestras se hacen
acompañantes, pero realmente, son los alumnos y alumnas las que se ven
obligadas acompañarles a ellas en sus delirios, en su huida hacia el bienestar
docente y hacia un lugar dónde las responsabilidades se puedan diluir, incluso
culpar a los y las niñas de su propio fracaso escolar y desmotivación.
Es tentador intentar transcender
al fracaso de ciertos aprendizajes escolares (recordado cada año con el famoso
informe PISA) y conectar con el éxito de los “aprendizajes de la vida”.
La escuela también quiere un poco
de eso de “aprender sin darse cuenta” como caminar, hablar, como si detrás del
mito del genio no hubiera horas de entrenamiento y compromiso.
Se importan y se sacan de
contexto las pedagogías alternativas que ayudan a encarnar las mentes, que no
privilegian exclusivamente lo racional y que atienden al ser humano en su
totalidad. Se llevan los fundamentos de la filosofía antiautoritaria a uno de
los marcos represivos por excelencia, y se construye, como no puede ser de otra
manera, falacia.
Y en base a la nueva libertad (mutilada) conquistada todo vale, desde dar tabletas a niños y niñas para que aprendan a leer, o delegar en los propios chavales/as los contenidos de una asignatura de segundo de la E.S.O para luego evaluarlos en base a currículum que ni siquiera saben que existe.
Es tal la indefinición que todo vale, incluso que criaturas
de 2 años estén en la escuela, porque se trata de estimular y ofrecer
experiencias, y esto es válido para todas las edades y situaciones. Hasta las
metodologías pueden ser similares en infantil y bachiller. Con esta innovación se presenta una escuela capaz de dar respuesta a todo, tan flexible y adaptada que rechazarla se convierte es blasfemia. Una escuela que amplia y extiende su poder colonizador.
Por supuesto que hay que fusionar el
aprendizaje con la vida y la vida con el aprendizaje, pero la falacia está en
que no se cuestiona la escuela como un contexto vital artificial y fabricado que
niega la acción pedagógica respetuosa con los procesos propios de aprendizaje
de las criaturas.
Sin ese cuestionamiento radical las
pedagogías amables sirven para un lavado de cara de la institución. Hacen la escuela aún más
totalitaria porque la llevan a una falaz omnipotencia, vale para todo, todo el
mundo cabe. Además desorientan a unos equipos docentes ya bastantes perdidos
en la frustración y en el malestar que terminan “innovando” como manera de dar
respuesta al desgobierno del aula, buscando la empatía con el alumnado como la
única manera de validar su acción educativa, lo que provoca, si cabe, aún más desgaste
emocional en el desempeño de la profesión.
En el artículo sobre educación
pandémica “lejía
y educación, blanqueando la incapacidad de cuidar” reflexionaba sobre las
dificultades de leer la escuela en clave de bienestar. La vivencia de bienestar
en la experiencia escolar es un punto de partida imprescindible para hacer
viable cualquier tipo de pedagogía activa que ponga en la criatura el motor
del aprendizaje. Y todavía estamos muy lejos de esto.
****
Y sí, la alternativa vuelve a
estar en lo que queda fuera, dialogando en los márgenes y en las
contradicciones. En la duda, en la incertidumbre, asomándonos al abismo.
Definiendo como dice Marina
Garcés una “Escuela de aprendices”, título
también de su valioso libro, que se atreva a no saber, una educación,
utilizando sus palabras “que mantiene
abierta la desproporción entre el conocimiento y la ignorancia”, “Una educación que no quiera colaborar con la
servidumbre y legitimarla”. Una pedagogía que solo cobra sentido en el
umbral de la escuela, que no pretende conquistarla pero tampoco la desestima.
No debemos renunciar a la
socialización del conocimiento como herramienta necesaria para la igualdad
social, pero hemos de reconocer que la escuela, ésta, la de antes y la de antes
y todas las que preceden hasta llegar a la que para cada una sea “la
tradicional”, han servido más para consolidar el privilegio y perpetuar la desigualdad
que para lo contrario. Que por lo bueno y necesario de saber, generaciones de
niños y niñas han visto hipotecadas sus infancias.
Reivindicar en educación que “el
pasado siempre fue mejor” es tan fácil como inefectivo.
Podemos dialogar con una idea romántica de una escuela de Sócrates, Santo Tomás de Aquino, Rosalía de Castro y Madame Curie, pero la heredera de esa escuela aquí y ahora tiene a las criaturas tocando la flauta dulce y haciendo esquemas de power point sobre las “edades del hombre” a 10.000 años por diapositiva esperando que suene el timbre del recreo.
Es de honestidad reconocer que esa escuela la hemos despistado
desde la última vez que vimos “la lengua de las mariposas” y que más que reconquistarla,
hemos de recrearla en una alianza con la comunidad educativa.
Y sí, también yo soy defensor de
una pedagogía alternativa, de una pedagogía
del cuidado, pero es incompatible con la educación y la escuela tal y como
la entendemos y la sufrimos. Se precisa una escuela tan alternativa que
cueste reconocerla incluso como una transformación de la actual.
La escolarización que tenemos
normalizada va mucho más allá de los contenidos, del currículum, de la evaluación, de las competencias y de la competitividad. Es un lugar fabricado, artificial en el que puede que sea difícil enseñar y aprender, pero lo que sí es
imposible es que permita vivir con plenitud la mayoría de los procesos necesarios para un desarrollo saludable del ser humano.
Ojalá supiéramos cómo conciliar
todo esto, pero en cualquier caso se va a necesitar una comunidad de aprendizaje,
una “escuela de aprendices” valiente
que abrace la vida, amplia diversa, divertida, relacional, participativa y socializadora de experiencias compartidas.
Una escuela defendida también de
los gurús pedagógicos, pero sobre todo defendida de sí misma y de sus
ansias totalizadoras.
Ojalá cada una se ponga manos a
la obra para transformar hacia allí su propia situación educativa, desterrando
dinámicas sectarias y de autoafirmación, para poder confluir en una propuesta múltiple,
con potencia y comprometida con el bienestar y los derechos la infancia.
Y por supuesto, siempre en
libertad. Una educación libre y liberada para el saber.
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