En éste y en otros artículos similares se referencian estudios de psicología y pedagogía que demuestran lo inefectivo de la práctica, se argumenta que puede ser contraproducente y que difícilmente se van a dar los efectos deseados, por lo contrario, va a haber más probabilidad de conductas disruptivas e indeseadas.
A mí, estas reflexiones me provocan un sentimiento contradictorio y bastante enfado.
Por un lado está la constatación de que el castigo físico (y también el psicológico) está muy arraigado en nuestra sociedad. Toda la intención de erradicarlo es positiva, y si para ello hay que esgrimir argumentos instrumentalistas, pues vale.
Pero por otro lado me indigna que podamos hablar de daño, violencia y maltrato a la infancia desde una perspectiva pedagógica, en nombre de la educación y como posibilidad aceptada en la tutela de los procesos de crecimiento de niños y niñas.
Pegar a una criatura, ejercer violencia física o psicológica contra ella, es maltrato, e implica una vulneración grave de los derechos de la infancia así como la violación de la integridad de una persona.
Funcione o no funcione, valga para aprender algo o para lo contrario, ayude a un buen comportamiento o provoque rebote. Esto nunca será la cuestión y no debemos dejar que el debate derive hacia ese lugar tan peligroso.
Porque, en un momento dado, puede
haber alguien, con doctorado o no, que en base a su experiencia, a sus
creencias o a sus investigaciones argumente de forma solvente que sí que vale, que
la disciplina y la educación son pareja de hecho, que en lo conductual está la solución y que a veces es imprescidible ejercer la fuerza para doblegar voluntades indómitas. Y puede ser incluso que demuestre con éxitos sus hipótesis. (la violencia es efectiva en muchas situaciones, por qué no lo va a ser también en adiestramiento humano)
También puede darse quien desde una posición moral asuma el 100% el discurso anterior y deje fuera de la ecuación el castigo físico para cebarse en los castigos de índole psicológica.
A estas alturas del partido los moratones están mal vistos, pero los castigos que no dejan marca y que se diluyen en propuestas pedagógicas innovadoras -como la economía de fichas- u otros engendros conductistas, sí que valen. Porque una cosa es no pegar a los niños y a las niñas y otra muy diferente es dejar que hagan lo que les dé la gana.
Nos encontramos con dos problemas graves:
1. El primero es que la pedagogía no ha tomado una distancia clara con respecto a la disciplina y el castigo. No renuncia a la coacción, no renuncia al ejercicio de autoridad, no tiene la suficiente autoestima para transitar exclusivamente por el terreno del respeto y del cuidado. Los métodos amables sí se reivindican, pero siempre queda guardada en la recámara la opción b para aquellas mal educadas que no se dejan seducir por la persuasión, que su autorregulación o sus circunstancias les impiden cumplir las expectativas.
En estos casos el crecimiento se da en conflicto, y el conflicto poco tarda en visibilizar quién es el que manda y cuál es el marco que hay que respetar sí o sí.
Por supuesto hay momentos que se ha de poner un límite, incluso usar la fuerza de forma contundente.
Enrique Martínez Reguera, en sus charlas, solía comentar el caso de que si un chaval amenazaba con una pistola había que quitársela sin dudarlo, pero no podemos confundir esto con un acontecimiento educativo.
Por lo contrario, nuestro sistema califica como intervención educativa a todo lo disciplinario, a los castigos, sin ningún pudor.
Las cárceles de menores son centros de re-educación, la
expulsión de un instituto por mal
comportamiento es también una medida educativa que se hace por el
bien del alumno/a, dejar a un niño sin salir con sus amigos también, y así sucesivamente...
2. El segundo es que los derechos de las infancias parecen puro postureo. Si realmente tuviéramos claro de dónde emanan los derechos de las criaturas -y no es tan difícil, es el mismo lugar del que surgen los derechos humanos de las personas adultas- no nos perderíamos en los debates de qué circunstancias o qué contextos nos permiten relativizarlos por un bien mayor.
Las personas adultas siempre nos quedamos con el comodín del público, con una carta bajo la manga que nos da derecho a una última interpretación de qué es lo que un niño o niña necesita, aunque esta inferencia sea contraria a lo que la criatura expresa, a su propia subjetividad, incluso a la Convención de los Derechos del Niño/a.
Cualquier niño o niña en manos de una persona adulta con autoridad - padre, madre, jefe/a de estudios, juez- está en peligro de convertirse en esa excepción que confirma la regla, y con muchas posibilidades de que además lo responsabilicen de ello.
Esto vale para todo, para desahuciar a una niña de su casa -aunque el derecho a la vivienda este reconocido-, para atar a una criatura a una cama en un centro de protección -las contenciones físicas no están permitidas explícitamente por la flamante Ley Rhodes, aunque se mantiene la excepción de sujetarles de las muñecas con “equipos homologados” durante una hora, y ojo, hablamos de protección no hay delito que medie-, o para justificar un porrazo en una manifestación o para explicar por qué una bofetada a tiempo conviene a una niña desobediente.
La adultocracia es tal que sentimos que los niños y las niñas nos pertenecen y también sus derechos. Para que éstos tengan valor se han de dar en el marco que hemos establecido para ellos. Les exigimos dinámicas de aceptación y colaboración, y si no se dan, como adultas ejercemos el reservado el derecho de admisión, afianzando la exclusión social de las infancias y legitimando el castigo y la coacción.
Así que nos vemos enredados en debates pedagógicos, técnicos o legislativos sobre si va bien pegar a las criaturas o ya no tanto, como un nuevo capítulo de la progresión histórica de la subordinación de las infancias.
Se presenta como si las prácticas de dominación hubieran evolucionado -se hubieran actualizado y democratizado- y algunas personas todavía no se hubieran enterado, pero en ningún momento se expresa la necesidad de rendir el poder adulto y de relacionarnos con la infancia con respeto y sin jerarquías.
Podría parecer ridículo que se estuviera debatiendo en medios y universidades si funciona un cachete a tu empleado para que te entregue el informe a tiempo, o si pegar a tu padre es una técnica efectiva para asegurar la herencia, o si un puñetazo sirve para aprobar la oposición o para saltarse la cola de vacunación. Pues esto está pasando en lo referente a violentar la infancia.
El consenso adulto es que el fin no justifica los medios y que hay ciertas barreras que incluso con Estados de Alarma no se pueden traspasar.
Pero en el caso de los niños y las niñas, sí podemos hablar de si pegarles es bueno o malo es porque, de alguna forma, esta opción sigue estando encima de la mesa y tenemos que generar un argumentario que nos convenza racionalmente a no ejecutar dicha opción. Hablar de empatía, alteridad, equidad e igualdad queda reservado solo para las adultas con derecho a voto.
Defecto de fábrica y cambio de paradigma.
Sería muy diferente si se hablara del maltrato infantil como un problema adulto, qué pasa, qué nos pasa individual y colectivamente para ejercer una violencia sistemática hacia las infancias, a veces sin querer y a veces sin poder evitarlo, de forma que ni las leyes de protección ni los marcos éticos y morales de nuestra sociedad son suficientes para evitarlo, más bien lo contrario.
Sería indispensable tomar conciencia de la dimensión patológica de la adultocracia - las dinámicas de reproducción del maltrato, como explica Alice Miller en sus estupendas obras-, para abrazar un proceso político-terapéutico de transformación hacia una sociedad de bienestar para la infancia, en un posicionamiento claro al lado de los niños y las niñas y en un compromiso de cada uno y cada una de las adultas de romper con la rueda de la violencia.
Una comunidad dispuesta a asistir y a cuidar a aquellas personas que puedan tener más dificultades en controlar la agresividad y que focalizan su malestar en las criaturas más indefensas.
Una comunidad que también reconociera el maltrato institucional a la infancia y no se dejara confundir por una administración pedagógica del daño infligido a los niños y las niñas.
Pero para ello se tendría que partir de un análisis honesto y responsable, asumiendo la parte de complicidad que a cada una corresponde, en nuestros trabajos, en nuestras familias.
De poco sirve señalar y demonizar a quien pega, a quien grita, a quien insulta cuando la institución lo hace de manera análoga, aunque sea de forma camuflada en estructuras de derechos y deberes, con las que muchas colaboramos.
Es fundamental cambiar el paradigma, asociar de manera indisoluble la educación al cuidado.
La letra con sangre NO entra, pero tampoco con pegatinas verdes y rojas en el cuaderno, con ratos interminables en el rincón de pensar, con castigos de no salir al patio o de no entrar al colegio por una expulsión. Y el portarse bien tampoco se consigue con castigos de no dejar quedar con los amigos, o retirar, a conveniencia adulta, la pantalla con la que estamos haciendo que crezcan los niños y las niñas.
Conozco centros de menores (la mayoría, de hecho) en los que cuando un chaval se porta mal le castigan a no salir del centro o a no jugar a fútbol, privándole justo de aquello que más desea, -los sistemas de economía de fichas necesitan elementos sustantivos de la vida de los niños y niñas, no se conforman con las migajas-, cuando no, directamente, le prohíben ir a visitar a su familia biológica -vulnerando un derecho fundamental en el nombre de la protección- en un alarde de prepotencia al pensar que un marco normativo basado en protocolos infumables va a garantizar el amparo más que la socialización de la criatura en los espacios que pueda ofrecer la comunidad
Igual que no vale desechar el castigo físico solo porque no funcione – de hecho a corto plazo sí podría funcionar-, tampoco vale aceptar ciertas medidas disciplinarias y correctivas porque sí funcionen.
Madres, padres, profes, educadores y educadoras, no queda otra que ser más creativos, no valen los atajos por mucho que la institución dé palmaditas en la espalda y se encuentre la compresión y el beneplácito social en el ejercicio de la autoridad adulta.
Respecto a la administración, el defecto de fábrica es muy grave, el adultocentrismo forma parte de su propia conformación y definición. Lo único positivo es que hay mucho margen de mejora, existe un lugar y una necesidad para una pedagogía social y política que transforme las instituciones.
Lo que debiera ser un modelo político que diera ejemplo de un escrupuloso cumplimiento de los derechos de las infancias, se manifiesta día a día en el polo opuesto.
Difícilmente se podrá promover desde la institución el respeto a los niños y las niñas cuando cotidianamente se hacen devoluciones en caliente, cuando se encierra en centros de menores con dinámicas carcelarias a niños que llegan solos al país, cuando se desahucian familias con hijos, cuando se priva del derecho a la educación a chavales que la lían en el instituto, o cuando en un centro de protección se castiga a un niño a no ir a casa el fin de semana por mal comportamiento. Por no hablar de los jueces que aplauden los discursos racistas contra los migrantes no acompañados vivos que llegan a las fronteras.
Me temo que existen infinitas dinámicas institucionales de maltrato a la infancia que gozan de buena salud y que duelen tanto o más que los golpes que pueda darte tu madre o tu padre.
Obviamente es una comparación tendenciosa, pero es importante asumir la responsabilidad social que tenemos todos y todas, también las instituciones, en sostener el marco de maltrato a la infancia. Al fin y al cabo se pega a los niños y se vulneran sus derechos porque se puede, porque hay un contexto permisivo que hace que esto siga siendo una opción.
Muchas veces se plantea una confrontación clasista e hipócrita, entre quienes no se pueden controlar y quienes han alcanzado un lugar de superioridad moral y de confianza en el sistema de derecho que les distancia de ciertas conductas violentas reprobadas socialmente – una diferencia que se da en un nivel discursivo, porque pueden llegan a las manos si tienen que cenar juntos, como muestra estupendamente la obra de teatro de Yasmina Reza, “Un dios Salvaje”-
De igual modo la hipocresía se expresa cuando los miembros de un gobierno se hacen la foto aprobando la Ley contra la violencia a la infancia a la vez que permiten que, por ejemplo, en la Cañada Real (Madrid) lleven cientos de familias con niños y niñas más de 10 meses sin electricidad sin que nadie mueva un dedo.
Es una manipulación indecente condenar el maltrato físico y el abuso para salvaguardar todo lo demás y promover una adultocracia 2.0 en la que los golpes son menos visibles, pero la subordinación de la infancia sigue en vigor, consolidándose su lugar de indefensión y exclusión.
Por supuesto que es injustificable el castigo físico y el maltrato, nunca y bajo ninguna circunstancia, pero tengamos en cuenta que cuando se plantea desde el sistema una respuesta punitiva al mismo estamos ofreciendo más de lo mismo. Responder al castigo con castigo confunde causas y consecuencias y nos aleja de la solución.
Habrá quien diga que no es lo mismo maltratar a una niña que dar una bofetada puntual -habrá quien dirá incluso que puede ser merecida-, y quizá no sea lo mismo en cuanto a las consecuencias en salud mental de la criatura o en las consecuencias penales para la adulta, pero simbólicamente no cambia tanto, es una cuestión de grado y sobre todo de una jerarquía social que da legitimidad a una persona e indefensión a la otra más bajita.
Y acabo recomendando el irónico e inmejorable artículo publicado hace ya 13 años en LA HAINE De cómo pegar a los niños (por su propio bien) por si, pese a los argumentos jugados en este texto, no se tiene claro si se quiere renunciar al privilegio otorgado.
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