Toses, mocos y violencia contra la infancia.

  El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses. La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia. No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria. Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media

El calamar y las infancias en juego.

 

Imagen de la serie "El juego del Calamar", de Netflix


He visto el primer capítulo del juego del calamar. Me lo pidió mi hijo mayor de 14 años, con el que tengo cierta complicidad cinéfila, le dije que no, que no me apetecía, que por lo leído en twitter pensaba que era mala y desagradable. Miré su cara y en segundos rectifiqué. —Papá, todos mis amigos la han visto y por lo que me han contado creo que me puede dar un poco de miedo.

—Claro, pues vamos, la veo contigo.

No sorprendo a nadie diciendo que no es un contenido apto para los niños y las niñas. Tampoco aporta demasiado a las adultas, diría yo, aunque debo estar fuera de onda porque la han visto más de 111.000.000 millones de personas, convirtiéndola en la serie más vista de esa plataforma que apenas paga impuestos.

Cuando un producto cultural se populariza de tal manera, empieza a ser más importante en términos sociológicos, socioeducativos en este caso porque la consumen niños y niñas, que en términos artísticos. No es la primera ni será la última producción que frivoliza la violencia con el fin de ganar adeptos, pero en el caso de esta serie la cosa va un poco más allá. La serie ha roto con ciertos supuestos morales que nos creíamos, aunque de manera ilusoria, que aún servían de barrera de protección para nuestras criaturas. Se ha dinamitado la frontera intergeneracional y se ha desdibujado, para el mercado, la diferencia entre personas adultas infantilizadas y niñas y niños adulterados, demostrándose que, en cuanto consumidores, no se diferencian tanto.

Estamos en una sociedad adultocéntrica que, en general, ni caso a las criaturas, pero todavía pervive en nuestro imaginario lo angelical de los niños y niñas y su inocencia como definitoria. Olvidamos que son personas reales, sujetos de pleno derecho que interaccionan con el contexto social con la libertad y autonomía que les damos -y la poca más que puedan rapiñar-, y con ella se expresan y conquistan espacios, poblando también el universo cultural y social. Más aún en la adolescencia, donde lo identitario es de vital importancia y se construye muchas veces de forma reactiva al mundo de valores que los adultos intentamos imponer.

Y sí, ¡Claro que nos escandaliza verles jugar a matarse con los juegos de nuestra niñez, amenazando la idealización de infancia feliz que tanto nos reconforta como sociedad!

Y vienen las lamentaciones, y como no puede ser de otra manera, el reparto de culpas y responsabilidades, que si los móviles a los 10 años, que si las tablets en educación infantil, que si la falta de supervisión parental, que si hay déficit de educación en valores en la escuela. Y también viene la represión, prohibiciones de ver la serie, broncas domésticas, castigos en los patios de los colegios, etc. Demostrándose una vez más que la relación con las infancias nos desborda cuando se presenta un reto más allá de lo establecido, más allá de los procesos de socialización institucionalizados en familias y escuelas.

Y los niños y las niñas sin más lugar que la clandestinidad y la culpa, o la obediencia para el premio.

Cuando algo con la infancia nos saca de quicio se da una oportunidad para revisar el mundo adulto que les ofrecemos, para pensar qué podemos hacer para que sea más saludable habitarlo, pero tenemos tarea pendiente, hace mucho que como sociedad renunciamos a construir un lugar amable para ellos y ellas, a proporcionar un terreno fértil para los vínculos y relaciones de confianza, y hoy hay desierto.

Las instituciones educativas adolecen de la capacidad, incluso de la intención, de cuidado a las infancias y siguen atrapadas en debates cognitivistas que fluctúan entre la innovación y la tradición racionalista, dando una respuesta principalmente disciplinaria a dificultades producto de la desigualdad y, por acción u omisión, aceptando colaborar la segregación escolar y social; Las ciudades y los barrios fortificados contra del deambular infantil, desterrando lo comunitario, boicoteando el encuentro y la socialización de cuerpo y alma; y en lo privado, la precaria convivencia erosionada por las dinámicas de delegación y externalización de la crianza, tan forzadas como aceptadas por la mayoría.

Todo ello hace muy difícil poder sostener la complejidad en la educación y en el acompañamiento al crecimiento de niñas, niños y adolescentes. Desesperanzador panorama y muy insuficiente como para dar respuestas eficaces de protección y amparo.

Por lo contrario, tantos años de interiorización del capitalismo y de socialización por el consumo nos han hecho bajar todas las defensas. Incluso podemos llegar a creernos que las empresas pueden tener cierta bondad-como ahora se espera de las eléctricas-, y participar de cualidades humanas. Queremos creer que las multinacionales, y en su defecto los estados, van a velar por nuestra salud y la de nuestros hijos e hijas, y esperamos que haya ética en la fabricación de los contenidos culturales y en los valores que se socializan con los mass media. Parece que la comida basura que llevamos años comiendo no ha sido suficiente aprendizaje.

Es evidente que no, la industria del entretenimiento está desatada y no hay quien la frene.

Antes del engendro del juego del calamar ya hay miles de videojuegos horrendos, también está el porno, cada vez más accesible. Incluso la mayoría de los dibujos animados son sexistas, adictivos, estridentes y con argumentos totalmente funcionales a la socialización hegemónica. Convivimos con todo ello cotidianamente.

Es cierto que la propuesta de la serie el juego del calamar es más incisiva que otros productos. Circunscribir el ejercicio de la violencia más banal y cruel en el marco de los juegos infantiles no deja de ser una idea tan comercial como terrorífica. Asociar un espacio tan saludable para el aprendizaje de las habilidades sociales, como el que definen los juegos tradicionales, con el miedo a la arbitrariedad de una muerte violenta gratuita, es casi un sacrilegio cultural.

Como sociedad no estamos preparados para tal nivel de subversión y corremos un serio peligro de desorientación. En la serie se mezcla de forma perversa los saludable con lo nocivo, lo patológico con lo terapéutico, incluso las dinámicas de apoyo mutuo se vinculan a la competitividad más cruda. Hace ver que todo es lo mismo y que estamos a merced de lo que venga en la soledad más absoluta. Sólo queda vivir la vida como una tómbola de muerte…

Pero en cualquier caso, aunque obviamente no sea lo mismo el juego del calamar que Dora la exploradora, lo importante es subrayar la indefensión cultivada y la realidad de que estamos amarradas a algoritmos que buscan dinero, y que no van a tener remilgos en remover lo que haga falta para conseguir audiencia.

Escudarnos en la capacidad crítica que nos otorgamos como personas adultas, como si con procesos intelectuales pudiéramos repeler todo lo que nos daña, es ingenuo. Aun con ello, se supone que somos libres incluso para lastimarnos. Pero en el caso de las criaturas, tanto la capacidad crítica como la seguridad y autoestima necesarias para protegerse, se adquieren con un acompañamiento psicoafectivo de calidad, con referencias y vivencias de amor y cuidado. Sólo así podrán diferenciar la realidad de la ficción, el cuerpo de la alienación.

La capacidad de combatir y vencer a la amoralidad del capital con discursos boomers es ínfima. Con condicionamientos externos, ya sean castigos o premios, nula.

Son muchos los artículos y tuits que hablan del efecto del juego del calamar en los colegios, están entre la indignación y el escándalo, relatando cómo se reproduce la serie en juegos de los recreos, en las conversaciones de la chavalería y en miles de memes, tiktoks, etc. Pero pocos son los que ponen la atención en el abandono social de la infancia y en cómo ésta, pese a ello, encuentra la forma de expresarse e integrar, de la manera más beneficiosa que puede, las experiencias que van viviendo.

Los niños y las niñas, también las adolescentes a su manera, juegan la vida y es lo más saludable que pueden hacer. Con los juegos llevan a un terreno aprehensible las vivencias que pueden llegar a superarles, incluso a ser traumáticas. Entre iguales -y con adultos que son capaces de aparcar por un rato el juicio- los niños y las niñas juegan a matar, a pegar, a descuartizar, etc. y así pueden dialogar con lo más burro de esta sociedad, que antes estaba vedado por los tabús, pero que ahora, se les escupe a la cara cada vez que se conectan a una pantalla.

Cuando leo que en los patios de los coles se juegan calamares me alegro. Preferiría que se jugara a otra cosa, aunque obviamente mis preferencias -y las de todos los adultos- son irrelevantes. Si los niños y niñas están viendo la serie, que la jueguen. Es un signo de salud y un motivo de esperanza, y posiblemente, mientras que no haya personas entrañables cercanas, es la mejor manera que tienen de mitigar el daño.

Por eso son tan nefastas las circulares de algunos colegios, en los que prohíben y aplican el régimen disciplinario a los chavales que recrean la serie, las hay incluso que castigan la posibilidad de llevar en Halloween disfraces relacionados con ella…

¡Claro que hay una responsabilidad adulta y educativa en prevenir agresiones y violencias! Pero pensar que una consigna de dirección va a poder más que una multinacional y su moda viralizada es de una arrogancia supina, además de contradictorio.

No deja de ser una manera elaborada de diseñar nuestro propio juego del calamar. Se ponen reglas, y aquellos y aquellas que no quieren, que no pueden o no saben, palman. Broncas, castigos e incluso expulsiones: vulneración de derechos.

Por desgracia el marco simbólico de la lucha por la supervivencia no está tan alejado de la experiencia cotidiana de muchos niños y niñas en las aulas.

En lo que hay consenso pedagógico es en que no es bueno que todo esto se desplace al terreno del escondite y de la clandestinidad, donde la violencia tiene más espacio para hacer daño. Si esto nos preocupa, pongamos las adultas también en juego la capacidad de vinculación que nos quede, y juguemos a estar presentes aunque nos toque tragar algún que otro sapo en coreano.

La batalla cultural está perdida, el capitalismo y su sociedad de consumo la tenemos cada vez más cerca, pero a lo que no podemos renunciar es a disputar la batalla relacional y aprovechar las embestidas de los calamares, y de los futuros monstruos que como sociedad diseñaremos, para crear alianzas que sirvan para reforzar los vínculos con la infancia, ejerciendo la responsabilidad con ella de manera entrañable.

Si un niño o una niña os invita a cualquier cosa, incluso a ir de calamar en Halloween, no perdáis la oportunidad.

Yo como cinéfilo creo en la potencia del cine como generador de experiencias de encuentro, de debate y de disfrute, y ganas tengo de que mi peque-mayor crezca un poco más para sumergirnos juntos en obras coreanas como the host, parásitos, el extraño, burning o incluso oldboy, todas ellas espejos muy certeros para mirarnos en la sociedad que estamos construyendo -la serie también valdría de espejo, pero mirarse se torna tan doloroso y dañino que se pierde toda fuerza política-.

Y mientras tanto, dejemos jugar a los niños y a las niñas en paz, que se disfracen de lo que les dé la gana, y los calamares, a la plancha o a la romana.

Comentarios

  1. Yo no he visto la serie. No creo que la vea -porque se habla tanto de ella que ya no puedo contar con el factor sorpresa-.
    Pero no deja de ser una ficción. Y juegos de matar hay muchos, más o menos realistas. Seguramente sea una perversión recrearse en ellos.
    Seguramente la serie refuerce las ideas de individualismo, consumo, meritocracia, control, castigo... y el resto de parafernalia de nuestras sociedades neoliberales actuales.
    No creo que la difusión masiva de la serie pueda despertar el instinto asesino de algún chaval. Quizá los niños son más conscientes de la diferencia entre ficción y realidad. Estas polémicas surgen a menudo en los medios generalistas cuando algún producto cultural del underground da el salto al mainstream.
    Comparto tu opinión: que jueguen, que construyan sus reglas, que las debatan, que surjan conflictos, que los resuelvan... Sin necesidad de ocultarse de los mayores -porque así es más fácil prevenir conductas verdaderamente dañinas para con sus compañeros-.

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    1. Soltar todo ese rollo sin haber visto la serie también es algo sorprendente

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    2. 😅 Sí, la verdad es que resulta sorprendente lo que sabemos de esta serie sin haberla visto... Me pasa también con el fútbol, el Coronavirus, los volcanes, el desabastecimiento en UK...

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  2. El problema es que tienen acceso a todo muy pronto y sin filtros. Ya no valen los dos rombos o la clasificación por edades. Pero siempre han habido productos no recomendables para según que edad. Desde un hombre llamado caballo, hellraiser, la matanza de Texas, todos los SAW, etc.

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  3. Muy interesante tu análisis Paco. La serie nos da un gran pretexto para un debate ineludible, como madres, padres, profesionales y ciudadanía.

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    1. Gracias, sí, es una buena oportunidad que estaría bien no pasar de largo.

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