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Foto de Anete Lusina
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Injusticia patrimonial.
Todo comienza y acaba en los
derechos pero muchas veces la justicia se pierde por el camino.
Cuando aparece la palabra
“justicia” en conversaciones, o en los medios de comunicación, su significante
nos lleva a un lugar de seriedad, de rectitud, lleno de hombres trajeados (y
alguna mujer igualmente trajeada), con muchos papeles escritos con textos
ininteligibles, a un mundo que tiene sus propias reglas, sus propios tiempos, y
que solo interacciona con el común de las mortales a base a resoluciones y
sentencias que dejan poco espacio para el diálogo. Sus sentencias firmes van poco
a poco definiendo la arquitectura de un cuerpo social que cada vez nos duele
más y está más enfermo de totalitarismo.
Por otro lado, muchas pensamos
que el significado justicia pertenece a la gente. Es un significado que se
expresa cada vez que una persona o un grupo acciona para compensar la balanza
desequilibrada por el privilegio, cada vez que una expresión de malestar tiene
resonancia en lo común activando mecanismos propios de solidaridad y empatía.
La acción política parece que se
concreta en la reivindicación de derechos, pero también va más allá, en una
práctica de apoyo mutuo y de denuncia social que visibilice y dé respuesta a
las dinámicas de explotación y malestar que tanto sufrimiento provocan. Dinámicas
que son muy comunes también en un estado de derecho. Y que la justicia, lejos
de compensar, opera para desequilibrar más la balanza en demasiadas ocasiones.
Llevamos más de 40 años en una
democracia formal, estructurada desde los principios ilustrados de libertad,
igualdad y fraternidad, con su modélica separación de poderes, y con todo esto,
la justicia pertenece cada vez menos a la gente. Los derechos reconocidos tienen
un papel casi ornamental y la administración de los mismos se parece más a un
mercado de privilegios que a una justicia basada en el bien común.
Si el modelo fuera coherente, la
praxis de la convivencia y la participación social en un supuesto contexto de
libertad debieran haber acercado posturas, relacionando las lógicas de
funcionamiento de la sociedad con las lógicas de la administración de la
justicia, que más allá de la especialización técnica y de los sistemas de
garantías, debieran servir para dar estructura jurídica y ayudar a consolidar
los logros de una sociedad para su bienestar. Esto ahora suena a utopía.
Cuando sistemáticamente se han de
reivindicar derechos en contra del derecho, cuando las sentencias judiciales
vienen de otro mundo, con una subjetividad propia y particular impermeable al
sentir común, y cuando la desobediencia civil sigue siendo tan o más necesaria
en sociedades “modernas y desarrolladas” como en otros marcos carentes de
libertades formales, algo, mucho, falla.
Obviamente el marco capitalista y
patriarcal no ayuda. Se parte de una desigualdad estructural de base, pero eso
no justifica, en ningún caso, que la administración del derecho se haga de
parte y que la justicia social sea una quimera que sirve para motivar
reivindicaciones legítimas de los grupos y organizaciones progresistas, mientras
que la práctica judicial no hace más que consolidar el privilegio y definir una
sociedad cada vez más dual.
Llevamos una tanda larga en que
la justicia nos vacila, nos reta y confronta a los sectores
sociales comprometidos con lucha por los derechos y con la evaluación crítica
de las políticas que son lo que no dicen y dicen lo que no son.
Lo que se ha conseguido en la
calle, ya sea por reivindicaciones explícitas o por lo que tiene de pedagógico
la práctica de la sociabilidad crítica y la ternura en la convivencia, entra en
cuarentena en el momento que se judicializa. El sistema judicial se lo apropia,
lo resignifica y lo devuelve a la sociedad adulterado y con la carga
transformadora desactivada. Y esto es un problema que no debemos naturalizar.
Ha habido muchos ejemplos
desoladores, que sin entrar en las cuestiones técnicas -hay abogadas preciosas
que entran y el panorama es igualmente desolador- demuestran que la
administración de la justicia es autorreferencial, que se basa en una
subjetividad propia sin dialogar con el resto de la sociedad.
Hay un proceso grave de
usurpación cuando se auto-legitima como
estructura democrática y habla en voz de todas, pero a la vez, su práctica se
da de forma generalizada alineada con los sectores más reaccionarios. La justicia
se pone al servicio de quienes rechazan todo aquello que les puede quitar el
chollo. Un derecho esencialmente conservador que no es que vaya más lento que
lo demás, sino que rema en sentido contrario intentando neutralizar las
propuestas de cambio social.
Así, a vuela pluma y sin irse muy
atrás, recuerdo la sentencia del caso Tarajal –como dice CEAR, 15 muertes y siete años de impunidad-,
o la “muerte accidental” del Iliass Tahiri en el centro de “protección” Tierras
de Oria de Almería, o las múltiples órdenes judiciales de desahucios de
personas sin alternativas habitacionales y con criaturas a cargo.
Uno ya da por hecho que los
políticos y los eméritos corruptos se van a ir de rositas después de pasar por
los juzgados -la sentencia del “pitufeo” valenciano, o la vista gorda con que
se mira Suiza y los paraísos fiscales, es bochornosa-, pero siempre ha quedado
la esperanza que en cuestiones mundanas la justicia se exprese con la
ecuanimidad de la que presume. Parece que no.
Mención aparte merece el sesgo
patriarcal de la justicia. Tenemos la archiconocida sentencia de la manada, con
su particular voto particular, o recientemente y no menos sangrante, las
resoluciones respecto al indulto y la excarcelación de Juana Rivas. La relación
del derecho con el movimiento y las reivindicaciones feministas es casi de venganza.
Frente a la oportunidad que
supone que en el debate público estén las cuestiones de género, que se hable de
la ética del cuidado como un complemento necesario para que la ética de la justicia
no se convierta en la moral del amo, que exista una corriente impugnadora de
las dinámicas autoritarias y opresivas que describen el derecho desde Hammurabi
-pasando por el derecho romano hasta las últimas leyes orgánicas aprobadas-, se
decide ningunear y desacreditar, dar un puñetazo en la mesa y resolver dejando
claro quién manda en un ejercicio de autoafirmación más que de justicia.
Así, en demasiadas ocasiones, se
percibe el cortocircuito. La justicia que debiera estar al servicio de los
derechos individuales y colectivos termina sentenciando injusticia, escupiendo
el derecho a la cara de la gente, otorgándose una superioridad moral y presumiendo
de la impostura de la objetividad, imparcialidad y neutralidad. Justificándose con
la legitimidad que les da la misma sociedad a la que machacan y agreden.
Justicia popular.
Nos cansamos de escuchar que a una
democracia la define su estructura jurídica, sus leyes y procedimientos, pero
pocas vías democráticas hay para participar desde la base en ellas. No hay
formas definidas para que el ejercicio responsable de la ciudadanía sirva de
contrapoder, o al menos, de auditoría sobre cómo se están sustanciando los
derechos.
El esquema naíf de que elegimos
políticas y que ellos y ellas, en nuestra representación, aprueban leyes, y que
los jueces obedientes se ponen al servicio de esto, no cuela.
A igual que tenemos asumido que
la política va mucho más allá del juego parlamentario y de lo institucional, que
es imprescindible la implicación de los movimientos sociales, de las
organizaciones pro-derechos humanos, y de las prácticas militantes en barrios,
fábricas y escuelas, para conseguir avances sociales, ¿Qué pasa con la justicia? ¿Cómo
hacemos para ejercer el contrapoder ahí? ¿Cómo se puede oxigenar la podredumbre?, o en términos positivos, ¿Cómo podemos nutrir a la administración de
la justicia de los elementos que son fundamentales para la convivencia, máxime
cuando los derechos universales están de nuestro lado?
No se trata de entrar en
dinámicas de presión que puedan leerse interesadamente como coacción, pero sí tener
el poder para dar un toque de atención cuando sistemáticamente se están
vulnerando derechos fundamentales en el nombre del derecho. Poder denunciar, de
forma efectiva, que elementos asentados en la sociedad -como son la igualdad
entre hombres y mujeres, el cuidado del medio ambiente, o el respeto a la vida
(también de la vida migrante) - resbalan por unas sentencias impermeables a los
precarios avances en justicia social.
Se percibe fuerte la sensación de
que llevar los derechos al lugar que habita el privilegio -y que es un vivero
para su reproducción- es ineficaz y frustrante. Y aunque no quede más remedio -
por eso de disputar también los marcos formales y poder hacer algo de
jurisprudencia con las pocas victorias reconocidas- se han de entrenar también alternativas
que ayuden a no desactivar la potencia transformadora de la justicia como
elemento vertebrador y organizador de la sociedad.
Es una práctica política, pero va
más ambiciosa. Se trata de aprender a ocupar y habitar la justicia popular. Es ir más lejos de la lucha por el reconocimiento
de los derechos, más allá de pelear por leyes “justas” y más allá de
enorgullecerse por los avances de nuestro marco jurídico.
Se trata de implementar dinámicas
sociales y comunitarias que “obliguen” a que las leyes se cumplan. Pasa por
asumir un protagonismo en el ámbito de la justicia, no delegando en jueces y
juezas su administración. La política puede ser un medio, pero lo que
verdaderamente nos importa es el bienestar de la comunidad, y no podemos ni
debemos externalizar nuestra responsabilidad de vertebrar la convivencia
sustanciando los derechos.
Tenemos mucho que aprender de la
experiencia latinoamericana respecto a la justicia
popular.
Los pueblos de los países que
sufrieron dictaduras genocidas y miserables en los 70 tuvieron muy claro que,
con la llegada de las democracias, no se hacía un punto y aparte.
El daño seguía doliendo y los
verdugos y asesinos seguían ostentando las posiciones de poder político,
económico y militar. No había victoria que celebrar, más bien un duelo que
politizar. Un camino que pasaba por reivindicar la memoria de las muertas y de su
lucha, en un ejercicio valiente y comprometido con la justicia. Una sociedad
que tenía muy claro que les podían arrebatar mucho, pero no la dignidad, y que
ésta iba vinculada a diferenciar la violencia y la explotación del cuidado y la
solidaridad. Por tanto, si desde arriba llegaban palos en los riñones de las
activistas y palos en las ruedas de las conquistas sociales, esto no era
justicia, por mucho que la firmaran honorables.
Solo por hablar de Argentina, la
experiencia de las madres de la Plaza de Mayo, o la de los H.I.J.O.S, o toda la organización popular
piquetera como respuesta al “corralito”, o más recientemente la movilización
del “pañuelo verde” por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito… Todas
ellas ejemplos de luchas políticas que iban más allá de una conquista formal de
derechos y que hacían evidente que la sociedad iba a seguir estando ahí,
vigilante y comprometida, sin regalar a una panda de jueces fachos el resultado
de un complejo y exigente proceso popular.
Y podemos hablar también el
proceso constituyente en Chile, de la organización contra los feminicidios en
Méjico o de la lucha de los pueblos originarios en la defensa- muchas veces con
su vida – de las selvas.
Política integral en la que
justicia, derechos, cuidados y supervivencia se fusionan formando un cuerpo
social indivisible e interrelacionado. Desde esta perspectiva esencialmente
comunitaria, de justicia sentida y encarnada, eso de la “separación de poderes”
puede llegar a sonar como un artificio payo-burgués para seguir manteniendo una
estructura de derechos formales que solo garantizan la perpetuación del
privilegio, por lo que urge explorar y complementar con otros modelos.
Pese a los pequeños y valiosos
ejemplos patrios que se dan en este sentido -como pueden ser la experiencia Stop
Desahucios-PAH o la solidaridad en la acogida a personas migrantes-, en el
contexto del Estado español la cosa pinta mal.
A diferencia de la experiencia
latinoamericana, el marco constitucional hizo de torniquete de la sangre
vertida en la Guerra Civil. Una sociedad, ya desangrada, que necesitaba de soluciones
milagrosas y de paliativos que, al menos, permitieran vivir la esperanza de un
futuro mejor, aunque fuera pagando el precio del olvido y de la amnesia
colectiva.
Tal era necesidad de salir del
bache y tanta la generosidad de una comunidad que celebraba cada una de las
conquistas sociales como agua de mayo, que se instauro el discurso y la
práctica de la indulgencia como la gasolina del progreso social (Aunque muchas
de las conquistas sociales fueran la contraprestación por asumir el papel que
la construcción oligarca europea nos reservaba). Todo venía bien y era imprescindible
en ese momento histórico.
Pero las cosas no fueron aquí
diferentes a otras “transiciones”. Las élites franquistas siguieron bien
posicionadas, tanto en el poder económico como en el poder judicial, y juntos,
definieron un poder político al servicio de la perpetuación de sus privilegios
y de su cultura moral. El engranaje estaba tan engrasado que no ha sido hasta
hace poco cuando se han visto en la necesidad de saltar al ruedo político, para
disputar el relato y la hegemonía cultural. Hasta ahora solo ocupando sus posiciones
de poder les era suficiente.
Así, mucho del territorio de las
luchas y de los anhelos de justicia popular ha estado limitado y acotado. Por
detrás, por la necesidad generacional de echar tierra sobre la experiencia
traumática de la Guerra Civil, y por delante, porque el modelo del
desarrollismo ultra-capitalista era asumido y aplaudido por los supuestos
partidos socialistas, de manera que quedaba poco margen para la impugnación en
un clima virtual de celebración y autocomplacencia.
La archinombrada y archicelebrada Constitución del 78 definía un techo respecto los derechos sociales que todavía
está lejos de alcanzar. Y parece que no pasa nada.
Nos hemos acostumbrado a que los
derechos formen parte del paisaje, y que pese a ser fundamentales, y que pese a
que el sentir común es que su cumplimento es indispensable, vivimos en su
vulneración sistemática sin que eso nos impida presumir de nuestra sociedad y
de nuestra democracia como un Estado pleno y de garantías. Ni el derecho al
trabajo, ni el derecho a la vivienda, ni el derecho a la vida, ni el derecho de
las infancias a su protección, ninguno de ellos se acerca en su concreción a la
universalidad de su definición, y parece que hemos de aceptarlo como si su
incumplimiento, y la desigualdad que implica, fuera ley natural.
Cuando algo de todo esto se
sustancia en un juzgado, emerge el derecho a la propiedad, la inviolabilidad de
las fronteras, el poder del padre en el derecho de familia, o la autoridad incuestionable
de las fuerzas y cuerpos de seguridad, marcando posiciones, dejando las cosas
claras y en su sitio, y dificultando que la justicia social se exprese y se desarrolle
utilizando las herramientas propias del derecho.
Así parece que como sociedad estamos
inhabilitadas para poder consolidar nuestros avances en la convivencia en
estructuras garantistas de justicia, inhabilitadas para ejercer una justicia
popular que ponga las necesidades por encima de los privilegios y pueda
significar un avance social hacia el bienestar compartido.
Una justicia popular como práctica de desarrollo comunitario que pueda
superar y trascender el modelo ilustrado, que rompa con la dicotomía de “culpable
o inocente”. Una justicia que no se administre desde la individualización y que
no divida la sociedad entre víctimas y verdugos. Una justicia al servicio de la
vertebración social, y por tanto, con dinámicas restaurativas y
antiautoritarias. Una justicia popular
que cuanto más se ejerza más nutra la sociabilidad saludable, más se crezca en
el respeto y en la convivencia.
Y sí, parece que queda rato.
Mientras tanto no nos queda otra que dar la murga en las puertas de los
juzgados, cuestionar todo lo que podamos las sentencias judiciales desde perspectivas
integradoras de la vida y desempolvar la desobediencia civil como uno de los
caminos más decentes de progreso social.
Arrimarse a la justicia y no
dejarla escapar. Alcanzarla con nuestras movilizaciones políticas y abrazarla
en un afán de hacerla entrañable y empática con el sufrimiento. Y también estar
cerca para, si no queda otra, vigilar y estrangular sus sentencias injustas de
manera que se ayude a minimizar las consecuencias nocivas para la sociedad.
La justicia popular es un camino que necesariamente hay que transitar,
aunque rechisten los que hoy por hoy están convencidos de que ostentan el monopolio del derecho.
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