Pocos espejos hay tan fieles para mirarnos como son las fiestas de navidades, y de manera especial, la celebración de los Reyes Magos.
Y sí, deja un cierto sabor agridulce (y es un poco "cortarrollos") trufar una fecha linda, de pensar en los niños y niñas con las mejores intenciones, de reflexiones políticas y socioculturales que parecen evaporar la poca magia e ilusión que aún perdura en nuestra cultura. Pero sabemos que la reflexión sobre símbolos y tradiciones es una de las herramientas más eficaces para tomar conciencia de lo que nos atraviesa y de aquello que está bien pensar, al menos, para tomar conciencia de lo que podemos estar reproduciendo. Así, sin querer caer el el juicio de las diferentes opciones familiares al respecto, y valorando la linda disposición generalizada de agradar a las criaturas, estamos ante una oportunidad, otra más, de revisión para ir forjando entre todas un marco más respetuoso y cuidador de las infancias.
Todos los engranajes de nuestra
cultura quedan al descubierto durante estos días: la familia heteronormativa,
la insatisfacción capitalista (con el anhelo del Gordo de Navidad o con los
propósitos de año nuevo) y también, y como no puede ser de otra forma, el
adultocentrismo.
Tenemos un día señalado en el
calendario para renovar los votos con la infancia y ratificar su posición
subalterna en el orden social, y por si fuera poca broma, lo celebramos en su
nombre y, supuestamente, para su deleite. Se da la paradoja de que conforme más
explícito e importante es el papel de los niños y las niñas en una celebración,
más relevante es también el papel adulto que la posibilita, y siempre su
participación va a ser en clave de demostrar su poder y asentar su privilegio.
El día de los Reyes es el día en
que todos y todas miramos a las criaturas y nos congratulamos de desvivirnos
por ellos y ellas, y también es el día en el que los pensamos ingenuos,
inocentes, ilusos y pacientes para recibir nuestros agasajos sin condiciones y
con agradecimiento.
Es un día en que se hace muy
evidente la consideración de los niños y las niñas como objetos, como dianas de
nuestra cultura, despojándoles de su condición de sujetos. Y ya no de sujetos
de derechos, ni siquiera les permitimos ser protagonistas autónomos de sus
propios deseos y sueños…
«Escribe una “carta a sus majestades”…despréndete de lo que quieres y
deseas y aprende a que esto siempre va a depender de un tercero, de un rey, de
un tipo de rojo, o de tu padre y tu madre. En cualquier caso, todo lo que se te
dé es “graciable” te lo dan porque ellos y ellas quieren, nunca porque te
pertenezca (como mucho porque te lo mereces, ya que así aprovechan la coyuntura
para afianzar un poco más la cultura del esfuerzo, y para tatuar el premio y el
castigo como la vía a la obediencia que te garantizará la satisfacción de tus
necesidades)»
Y sí, las infancias no son ajenas
al materialismo imperante (muy inducido también por las dinámicas familiares y
el bombardeo de los medios), y parece que el mecanismo es menos grave porque
hablamos de legos, playstation, drones, móviles o
patinetes, pero la lógica es exactamente la misma, y la enseñanza social
también, que si habláramos de otras necesidades menos desnaturalizadas por el
consumismo.
Las adultas no pedimos permiso
cuando nos compramos “caprichos”, cuando decidimos salir a cenar y gastarnos 30
pavos en un rato. Si acaso hacemos un pequeño estudio económico para ver si nos
llega, y puede ser incluso, que lo hablemos con las personas con las que
convivimos, por si la cosa cabe o no, si el dispendio merece la pena y si, pese
a ello, nos merecemos un homenaje. Lo hablamos y lo pactamos, pero nunca con
los niños y niñas, a ellas no les queda otra que esperar (incluso en los casos
de las familias que aprovechan los regalos para comprar cosas “necesarias”,
prima más el hecho de que el adulto decida regalar algo que se necesita, antes
que la propia necesidad de la criatura, que igual no tendría que esperar si
dicha necesidad fuera considerada equiparable a una necesidad de una adulta, o
si se diera lugar a un diálogo al respecto).
La economía familiar no se
discute. No incluye a los niños y las niñas. No se les reconoce capacidad de
decisión. Podemos llegar a gastarnos muchísimo dinero en ellas, pero no estamos
dispuestas a compartir el poder que supone tener la cartera (más o menos vacía)
en nuestros bolsillos.
Y es esa resistencia a abandonar
ese poder material y también simbólico, a abandonar el lugar del privilegio, lo
que contamina a unas palabras lindas, como magia, ilusión y misterio, con un
doble sentido a cuál más pernicioso:
1. Lo “mágico” posibilita la
impunidad adulta. Así no hay necesidad de asumir responsabilidades (si
se da el error, en el mejor de los casos son los Reyes los que se han
equivocado, cuándo no, el niño o la niña que ha sido travieso de más, o quizá
el mensajero que no trasladó la carta correctamente, pero nunca el adulto
encargado de la misión). También sirve la magia para justificar “el cambiazo”,
porque mejor regalar aquello que la persona adulta juzga como conveniente que
lo que la criatura “caprichosa” pida. Necesitamos magia porque incluso una carta de deseos se nos queda grande. No
estamos preparadas para dialogar con las infancias en clave de deseos (cuidado
vaya a ser que nos pidan pasar más tiempo con nosotras, o cambiar de colegio, o que
les dejemos en paz en lo de recoger todo el rato…). Mucho mejor lo que se puede
pagar con una tarjeta de crédito, y si no, al menos socializar con el resto de
la humanidad para que no se note el escaqueo monárquico. Como cuando las
criaturas piden a los Magos acabar con el cambio climático o con las guerras, y
nos enorgullecemos de su conciencia como si fuera nuestra, y además nos
alegramos porque nos ahorramos las colas…
2. Lo “mágico” como apropiación y
usurpación. Esto aún me parece peor. Enarbolamos “lo mágico” para
llevar a nuestro terreno algo que es fundamental en las infancias y, con ello,
le quitamos toda la potencia creadora. Los niños y las niñas pueden vivir el
misterio como una aventura, como ese camino inexplorado que les lleva tanto al
descubrimiento como a otros nuevos misterios. La ilusión hace de faro para
ayudar a decidir hacia dónde dirigir su compromiso, para desviarse lo menos
posible del camino de aprender deseando y desear aprendiendo. Una magia que se
siente, se piensa, se escudriña y se transforma. Un misterio que siempre va
acompañado de la curiosidad y sus explicaciones certeras, y que no se debiera
contaminar con patrañas y mentiras adultas.
El adulto puebla ese misterio con
mentiras, con explicaciones absolutamente irracionales que, en general, tratan
a los niños y niñas como tontas, sin ningún respeto a su inteligencia ni a
sus capacidades racionales. Conforme más se acercan a las respuestas obvias que
elaboran y les llegan por múltiples canales (aprovecho aquí para recomendar la
película Canino, de Yorgos Lanthimos, muy representativa
de esto que estoy describiendo) más gordos son los embustes y la sobreactuación
de las adultas.
Las criaturas bien se enfadan o
bien aceptan las patrañas por pura generosidad e incondicionalidad respecto a
las adultas que los cuidan, incluso pueden llegar a disimular que no se enteran
de la milonga para agradar a sus mayores, o para seguir jugando (que tampoco
hay tantas oportunidades para disfrutar con tu madre y tu padre en una
teatralización doméstica).
Lo grave es que la mentira va más
allá de las explicaciones y de los argumentos chistosos. A veces, ni siquiera
hay honestidad en los motivos. ¿Cuánto hay de narcisismo, de auto-disfrute, de
querer apropiarse de la felicidad de otro para la propia satisfacción por ser,
o sentirse, proveedor/a de la misma?
Se puede dar una dinámica de
dependencia afectiva, una fusión emocional, que termina anulando a la otra
persona por estar absolutamente atrapada en la confusión de que la aceptación
pasa por el agradecimiento, y que la felicidad se consigue estando a la altura
de las expectativas que depositan en ti. Socializamos así a las infancias en
muchas situaciones. También aprovechando los regalos de Navidad.
Pues todo esto, no lo
disimulamos, lo celebramos. No solo es una usurpación, una instrumentalización
y una utilización de un simbolismo para el interés propio, es también una
fiesta de glorificación de poder adulto y de naturalización de la violencia
ejercida (sería análoga al 12 de octubre en lo que se refiere a celebrar la
conquista y aniquilación de los Pueblos originarios). Los Reyes Magos (los de
aquí y ahora), nosotros y nosotras, como los conquistadores encargados de poner
bandera y hacer explícita la colonización del territorio de las infancias por el poder
adulto.
En un sistema adultocéntrico el
privilegio adulto estructura la convivencia y prevalece en cualquier situación,
lo tenemos interiorizado y normalizado. Es un poder que actúa invisible excepto
cuando hay niños y niñas delante, entonces, hay que dejar claro quién manda. En
una celebración, que tiene un importante sentido simbólico y sienta bases de
nuestra cultura patriarcal, no podemos dejar perder la oportunidad.
Los Reyes somos nosotr*s porque
no podemos ver más allá del poder otorgado, porque no queremos renunciar al
privilegio y porque ser proveedor*s de regalos, deseos o necesidades es también
un rol social heredado y hegemónico (bien lo saben las mujeres cuyos trabajos
feminizados sostenedores de la vida nunca eran recompensados). Y Magos somos,
pero solo un poquito, porque nuestra magia no va mucho más allá de las miserias
que como sociedad alcanzamos a disimular.
Quizá mirarnos con honestidad en este espejo es el mejor regalo que les podemos hacer a las infancias. Al menos, no les privemos de las risas de cuando comprueben que, efectivamente, los Reyes Magos también van desnudos.
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