Cartel molón de @poloi
Siempre que estamos cerca del primero de mayo me conecto con la sensación contradictoria de tener que seguir
reivindicando los derechos laborales de muchos trabajadores y trabajadoras (la
cosa no mejora demasiado año tras año, por muchas reformas que se aprueben) con
la sensación y la convicción de que asumir el marco del empleo, y de las
relaciones laborales en un contexto capitalista, nos despista y nos distrae de
la posibilidad de soñar y de ensayar otras alternativas que hagan la vida
vivible más allá de cobrar a fin de mes.
Las utopías de la izquierda, que
pasan por la acumulación de fuerzas gracias a la conciencia de clase y a la
unión obrera en organizaciones políticas y sindicales, me parecen tan
imposibles como de corto recorrido. El pleno empleo y el trabajo indefinido no
ilusiona ni siquiera como horizonte (y menos en el día a día, si se mira, por
ejemplo, la realidad migrante o la de las personas que realizan trabajos
sexuales y/o domésticos). Que los derechos sociales estén absolutamente condicionados
a la participación reconocida en el mercado laboral -¡mercado, compra y venta
de tiempos, de anhelos, de capacidades, de personas, de vidas, siempre mercado,
por muy regulado que esté!- es la trampa más ruin y más perfecta en la que
hemos caído y seguimos cayendo. Aún creemos que tenemos que matarnos a trabajar
para tener un lugar dónde caernos muertas.
En términos clásicos Marx ya dejó
claro que la cosa solo tenía posibilidad con una correlación de fuerzas
favorable. Cada vez estamos más lejos de poder plantar cara al poder económico
y seguimos erre que erre. De hecho cada vez hay más personas precarizadas que
asumen la cultura del amo y que conceptualizan sus propios procesos de crecimiento
y realización personal en la asimilación del marco hegemónico, reforzando el
sistema a la vez que sufren, sufrimos, sus consecuencias, y por tanto,
alejándonos de nuestro ideal de “vida buena” conforme más nos desempeñamos,
independientemente de éxito, en responder a la expectativa social.
No planteo, obviamente, echar por
tierra todas las conquistas de los años de lucha y sufrimiento de tantos y
tantas militantes, sin que la vida de hoy sería imposible, pero creo que urge
un diálogo social que rompa con el esquema dialéctico y permita hablar de una
vida emancipada de las dinámicas de la economía productiva, patriarcal,
extractiva y reduccionista.
Se da la paradoja de que
alimentamos en nuestro día a día la absoluta disociación entre lo que
necesitamos y nos hace feliz, frente a lo que hacemos, postergando toda posible
satisfacción a la posibilidad de consumo –cada vez más mermada por la inflación
y por los bajos salarios-. Consumimos productos para satisfacer nuestras
necesidades a la vez que los servicios públicos nos consumen como estructuras
voraces que nos convierten en materias primas de una industria que rentabiliza
nuestros derechos.
La paradoja se torna evidente
cuando, exhaustas, reivindicamos como políticas sociales las políticas de
conciliación. Mordemos el cebo. Disociamos y, cuando la disociación nos parte
en dos hasta el punto de no poder con lo mínimo que precisa la vida para ser
viable, solicitamos conciliación, asumiendo que vamos a cuidar, y a cuidarnos,
solo con los restos, con los excedentes, con los desperdicios, que solo irán en
aumento conforme el propio sistema genere la capacidad de negocio necesaria
enriquecerse también con este malestar.
A más disociación entre la vida y
el empleo más necesidad de conciliación, y sin darnos cuenta damos cuerda a un
ciclo que se retroalimenta. Conforme más abrazamos la idea de que la vida se
reproduce en un lugar diferente a donde se gana, más solas estamos y más
incapaces de hacernos cargo de nosotras mismas. Y por supuesto, más infelices.
Sería radicalmente distinto
pulsar por habitar una existencia plena, que fusione lo reproductivo con lo
productivo, los afectos con el esfuerzo, la responsabilidad individual con la
cooperación, los derechos sociales con el respeto a la vida, y la convivencia
con el apoyo mutuo. Una economía real, anclada en lo importante.
Totalmente distinto a estar
esperando que una economía capitalista nos regale “empleo decente” y nos dé
“permiso” para ver si luego, con suerte, podemos alcanzar una vida digna,
mientras nos conformamos haciendo malabares para poder cuidar a los bebés
durante más de 16 semanas, o más de 5 días a nuestros hijos enfermos…(que esto
se venda como una victoria por parte de ciertos sectores de la izquierda solo
denota lo miserable del momento)
Es muy diferente, en términos
teóricos y políticos, incluso epistemológicos, sufrir la ansiedad de “buscarse
la vida”, asumiendo que dicha vida no nos pertenece y que tenemos que
encontrarla en la jungla o en el mercado, que tener claro que la vida es
nuestra y que solo nos queda organizarla en sociedad desde la fragilidad e interdependencia
que nos define, pero no ganarla. La diferencia de entender la vida como un
punto de partida y no como una meta de una carrera de obstáculos por un valle
de lágrimas.
En la práctica ambos marcos no
son excluyentes. En situaciones concretas, la pelea de huelga, de manifestación
y megáfono en mano contra el patrón (por mucho que éste sea un algoritmo, o un
fondo de inversión) puede ser imprescindible para dar respuesta a una agresión,
pero difícilmente señalará el camino definitivo para transformar el mundo.
La lucha obrera quizá no sea más
que la única forma que tenemos de gestionar nuestra derrota, y no vamos a dejar
de hacerlo, pero hemos de levantar la vista y entrenar con otras reglas del
juego, en lo concreto y también a la hora de definir y soñar nuevos horizontes
de emancipación.
En la alternativa de fusionar lo
productivo con lo reproductivo, la acción directa se concreta en una
“conciliación directa”: no podemos permitirnos el lujo de vivir de promesas de
futuro cuando la vida se nos escapa en cada momento. No podemos hacer depender
la sanidad, la vivienda o la comida de un mercado laboral que cada día estamos
más lejos de poder controlar -ni siquiera se acercan a la posibilidad las
ministras comunistas de trabajo o consumo-, un mercado que hace con nosotros y
nosotras lo que le interesa y que, encima, se vende así mismo como “social” por
invertir parte de sus beneficios en unos servicios públicos cada vez más
privados y privatizados.
No queremos gastar nuestras
manifestaciones en reivindicar economía social de ésa que lava la cara al
capitalismo genocida, ni pedir economía verde para ganar algunos años en la
cuenta atrás mientras nuestros montes se llenan de molinos.
Luchamos por una economía real,
práctica, concreta, no de “buscarse la vida” sino de “reencontrarla” que
respete nuestros cuerpos, nuestros ritmos y a nuestra gente, una economía
encarnada que parta de hecho de que las personas son creadoras de vida y
sostenedoras de la misma, una economía de los cuidados y un cuidado de la economía
para defenderla de mercado y poder anclarla en las necesidades colectivas. Una
economía que se alimente de la ternura de los pueblos y no del afán acumulativo
y especulativo de la inhumanidad más indeseable.
Y mientras llegamos, porque la
cosa va para largo, no erremos el tiro y dejemos de vincular las conquistas
sociales a la emancipación del empleo. Hagamos que la famosa “conciliación”
sea un vincular con la vida y no otro esfuerzo extra al servicio del negocio de
la externalización de los cuidados.
Mientras llegamos habrá que
abrazar las pequeñas propuestas políticas y sociales, seguro que precarias
también, que reconocen los derechos desde un lugar diferente al empleo, y que
nos conciben como personas más allá de nuestra fuerza de trabajo. Propuestas
como la renta básica, o el “dinero
gratis”, o cualquier “paguica” que tenga el adjetivo de “no contributiva”.
Todas estas propuestas van a
tener que asumir el capitalismo, al menos en parte, en cuanto monetizan la
vida, pero simbólicamente pueden ser importantes si sirven para sacarnos de la
dualidad del empleo/consumo, si sirven para ayudarnos a reconocer que, aunque
nos hayan hecho creer lo contrario, la vida es nuestra y nos pertenece, y que
son los otros y las otras las que se han de ganar nuestra confianza para que
participemos en estructuras organizativas o productivas -incluso con forma de
Estado o de mercado- que pretendan gobernarnos, pero que
no se pueden imponer como si fuera la única manera de regular la convivencia en
sociedad.
Hemos de romper de una vez por
todas con el consenso tramposo del trabajo asalariado, por mucho que estemos
acostumbrados a dialogar con la identidad obrera en términos de lucha y
transformación social. Ya basta de regalar nuestro relato a los empresarios y a
los sindicatos funcionales al sistema.
Así
que, a disfrutar de un primero de mayo de fiesta y de lucha encarnada, a ver a
las amigas para cuidar y cuidarnos. Dar caricias para abrazar las barricadas y
tomar conciencia que la conciencia de clase
también nos puede tomar el pelo cuando se pone al servicio del pacto social por
el empleo.
Hagamos un
primero de mayo que sea un lugar de encuentro, homenaje y reconocimiento de todas las personas
“improductivas” -niños y niñas, personas mayores, enfermas, personas sin
papeles o sin techo, madres puérperas, adolescentes, putas, todas ellas sin
empleo y siempre trabajando, nunca paradas- para tejer las alianzas imprescindibles para poder
recrear un mundo habitable para todos y todas.
Nos
vemos en la mani. Salud.
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