No hay consuelo sin techo: el precio de la vivienda y la muerte del trabajo social.

  Eslogan del movimiento "V de vivienda", allá por 2007. Si tenemos un trabajo social limitado a la lógica del empleo, cuando tener un salario no garantiza el acceso a los bienes básicos, ni siquiera a la vivienda, mucho del trabajo social pierde su sentido.   El mercado laboral como límite del trabajo social. Tenemos un modelo de trabajo social caduco que es heredero del marco definido hace más de 50 años por “Estado del bienestar” ( welfare state ) y que, pese a los profundos y estructurales cambios sociales, sigue siendo predominante en la intervención social, tanto desde la institución pública como desde los agentes privados del famoso “tercer sector”. El estado de bienestar reconoce y afianza el papel central de la economía productiva como elemento organizador del sistema y asume la jerarquía del mercado laboral y del empleo en la regulación de las relaciones sociales, y también a la hora definir los mecanismos de distribución de la riqueza. Es el “mundo del tra

Pedagogía del cuidado.

 



Todos y todas somos huérfanas de cuidado.

Hemos crecido en contextos donde el cuidado no ha podido ser la prioridad.

Horarios de fábrica, dinámicas de escuela, abandono institucional o familiar, aislamiento social...

El marco capitalista, que prima la acumulación de tiempo para el beneficio, y el marco patriarcal, que infravalora lo reproductivo y lo arrincona en lo doméstico, nos ha hecho crecer en la carencia.

Hemos aprendido a sobrevivir compitiendo, y negando lo que sentimos, y superando las dificultades con más o menos éxito, y enfadadas por tener que adaptarnos a un sistema que no nos cuida, con rabia, reactivas. Con dolor y daño.

Pero también nos hemos damos cuenta de la traición.

Resistimos, creamos, soñamos alternativa. Somos y hacemos alternativa.

Y en el intento de recuperar lo humano para la transformación social nos encontramos más dudas que certezas, dificultades, contradicciones y miedos, pero no renunciamos -quizá sea la única manera de existir en un marco que sigue amenazando la vida-.

Es un viaje que nos conecta tanto con nuestra fragilidad como con la gran potencialidad que tenemos para construir otros posibles.

Y como todo proceso humano, brilla más en el acompañamiento, en el apoyo mutuo y en el cuidado, y por tanto, define una pedagogía: la pedagogía del cuidado.

La pedagogía del cuidado es una pedagogía que se pone al servicio de la relación humana, del vínculo comunitario y del respeto a la naturaleza. Una pedagogía que es pedagogía política, pedagogía social y pedagogía terapéutica, una pedagogía que cuida, que nos cuida y que impacta las condiciones materiales con las que vivimos para ponerlas al servicio de la dignidad y del respeto.

Y es que poner los cuidados en el centro, cuando vivimos tanto en lo superfluo, va a precisar de múltiples dispositivos y herramientas, y la herramienta pedagógica, pese a su denostación neoliberal, siempre ha demostrado su utilidad para la construcción de un mundo más habitable, para nombrar y asentar otros significados en el devenir histórico que abran una esperanza situada y nos defiendan de la melancolía.

La pedagogía de cuidado nos puede servir como brújula en nuestras derivas, en nuestro estar desorientado y, quizá con ella, nos acerquemos al anhelo de poder organizar el bienestar para no tener que conformarnos solo con administrar carencia y malestar. Y urge porque el desierto avanza.

Al menos, y esto es una certeza, seguro que sirve para minimizar el daño. No es poca cosa.

 

Pedagogía usurpada.

Hubo un día que asumimos como verdad que lo bueno duele, que la existencia es un valle de lágrimas y que hemos de luchar para ganarnos la vida. Las demás son nuestras competidoras, no hay para todas, no queda otra que socializarse en la precariedad. “Tonto el último”: somos adversarias y urge adquirir habilidades para la supervivencia.

De esta concepción dramática surge una pedagogía envenenada que se proclama como la ciencia salvadora que nos va acercar a aquello “necesario para vivir”, que nos va a enseñar lo necesario para adaptarnos, y nosotras, agradecidas no vamos a escatimar esfuerzos y sufrimientos porque la vida nos va en ello.

Los proyectos de autorrealización, de cultivar lo egótico, se han convertido en la única manera aceptada de estar en el mundo, tanto para sobrevivir como para alcanzar el éxito, solo es válido huir hacia adelante, perder el equilibrio, vivir la ansiedad de lo que falta, porque lo que hay nunca es subjetivamente suficiente, y es objetivamente muy precario para la mayoría de las personas.

De poco vale la sensación de malestar, la inseguridad y violencia que ejercemos y recibimos en todos estos procesos. Está normalizado, sin esfuerzo no somos nada.

De poco vale la experiencia mamífera, de vínculo y de apoyo mutuo, porque esto, por la construcción de género, queda fuera de foco y no vale para construir realidad.

La ansiedad nos condena a vivir atrapadas en un conductismo social, cambiamos sufrimiento por promesas de futuro y cuando, ya sea por agotamiento o por convicciones, rompemos con el trato aparece el castigo que promueve normalización.

Es grave que la mayoría de la pedagogía se ponga al servicio de esta acción normalizadora, que nos conduzca al camino sin salida y sin retorno, que nos lleve desde tan pequeños a cubrir la expectativa social en el engaño de pensar que estamos forjándonos un futuro que más pronto que tarde vamos a empezar a sufrir.

Claro que hay una pedagogía de la emancipación que pelea por recuperar lo usurpado, que se regala a las personas oprimidas y que encarna la posibilidad de un mundo más justo e igualitario, pero ojo, ésta no puede ser otra promesa, una herencia de utopía ilustrada para vestir las ideologías progresistas y humanistas.

La emancipación ha de ser aquí y ahora, no es una propuesta cultural, que también, es una propuesta vital, encarnada, que ha de tomar tierra, y que por tanto necesita una herramienta, una pedagogía que nos conecte con lo que ya somos, con lo que ya tenemos, que nos cuide en nuestra existencia, para con ello, en primer lugar aprender a protegernos de la voracidad capitalista, y después organizar toda nuestra potencia en una sociabilidad crítica.

No hay emancipación ni libertad si no nos cuidamos, y una libertad que no cuida los vínculos es puro neoliberalismo disfrazado.

No necesitamos una pedagogía para entender el mundo, necesitamos una pedagogía para hacer que el mundo nos entienda y nos respete en nuestra complejidad social y ecológica.

 

Aprender malestar.

El cuidado, cuidar y cuidarse, sirve más al propósito del bienestar que el esfuerzo enajenado por los valores de la cultura hegemónica. Y esa idea es tan contracultural que hemos de subvertir la pedagogía. Se consigue simplemente con ponerla al servicio de las necesidades de la gente.

La pedagogía del cuidado es así también una antipedagogía, porque además de cultivar sus propuestas ha de desenmascarar la mentira, la alienación cultural y la trampa ideológica.

Porque el aprendizaje sin bienestar nos va a llevar exclusivamente a una dinámica de acción y reacción que imposibilita la creatividad y el crecimiento autorregulado. Y por mucho que nos pese, quien acciona suele ser quien tiene la sartén por el mango, por lo que para el resto se nos reserva un marco, por consecuencia reaccionario, que aborta las alternativas.

Por eso lo pedagógico es un territorio de disputa, de conflicto, y menos mal…

Hay un conflicto entre la pedagogía de fuera a dentro, (la que viene de un marco definido y promueve la adaptación) y la pedagogía de dentro a fuera (la que intenta crear y organizar recursos para la satisfacción de necesidades y deseos)

Y es un conflicto que se expresa en cada uno de los marcos de sociabilidad y acompañamiento del ser humano.

Antes había un cierto consenso para regular esta tensión, se hablaba de crianza y de educación, como procesos diferenciados, casi duales, cuerpo versus racionalidad, figuras familiares versus profesionales, hogar versus escuela, y se ponían las teorías de desarrollo evolutivo al servicio de marcar el momento de dar el salto, el momento de ser acogido por la sociedad “de verdad” la que produce y progresa (como si lo social sólo apareciera cuando la criatura participa del espacio público y no hubiera una vertebración previa de lo doméstico, con leyes y estructuras patriarcales y capitalistas que condicionan absolutamente el desarrollo). Acababa la crianza y empezaba la educación, así sin más, a los 6 años de vida se cruzaba la frontera.

Pero pronto nos dimos cuenta que la educación es más efectiva para el mantenimiento del status quo que una crianza complaciente con las necesidades de los grupos humanos. La deserción generalizada del espacio de los cuidados, el abandono del mismo por ser un lugar “inhabitable” por el deterioro de las condiciones que hace insostenible el cuidar con bienestar, hace necesario que el sistema se pringue, que aporte una “educación para la crianza” que optimice recursos y homologue procedimientos para que sea posible –y deseable en términos de negocio- una externalización capitalista, rentable y eficiente para la conciliación del trabajo productivo con la exigencias de guarda de la institución familiar.

Aparece una “educación infantil” que convierte la edad de 0 a 3 años en una edad hipoteca, muchos niños y niñas que ven cómo su bienestar se queda en prenda para la obtención un bien social mayor: el funcionamiento del mercado laboral y de la economía capitalista (pese a que éste no sea capaz de garantizar unas condiciones de vida saludable para casi para nadie).

De esta manera la pedagogía va entrando con más profundidad, y sin apenas resistencia, en los espacios que vamos abandonando las personas. Tenemos infinitos libros de crianza (con todo tipo de adjetivos, para todas las sensibilidades e ideologías) porque cuando no hay una experiencia validada socialmente por la comunidad, siempre serán “los del afuera” los que estructuren la vida.

Frente a la crianza, la educación (y la pedagogía que la sostiene) está ganando la partida. Se importan los modelos de la institución, de “los expertos” a los territorios de la sociabilidad básica intensificándose los procesos de usurpación y alejándonos cada vez más del bienestar perdido (Jean Liedloff, 1975).

Frente al aprendizaje del malestar que gana terreno por la precariedad -la falta de tiempo, de cuerpo y de relación en el día a día con las criaturas-, se necesita un apre(he)nder el bienestar, una pedagogía del cuidado que ponga las necesidades de las personas en el centro y que ayude a profesionales y a adultas a adoptar una posición de servicio -y no de poder- frente a lo que en todo momento está aconteciendo.

 

Pedagogía e institución.

Si en el apartado anterior me dolía la contaminación pedagógica de la crianza, también es duro contemplar cómo la institución, principalmente la escolar, rechaza todo lo que tiene que ver con las necesidades de los chicos y las chicas más allá de lo meramente cognitivo.

Hay una demanda de que el alumnado llegue a la escuela “ya criado”. Los equipos docentes no están para “tonterías”, no están para enseñar habilidades sociales básicas, ni para ayudar a regular la convivencia, ni para aportar ternura y nutrir de afectos la experiencia educativa de los niños y niñas. Han estudiado sus carreras técnicas para otra cosa, y no tienen tiempo, y en general, ni ganas ni idea de cómo hacerlo – de hecho muchos y muchas de ellas son producto de esos mismos itinerarios formativos sin cuerpo ni alma, y están perdidos e inseguros fuera de sus conocimientos, incluso hasta para necesitar salir a justificar, y no les falta razón, que la puerta a su función pública nunca fue la calidad humana, si no su mera capacitación académica -.

A la escuela se ha de llegar con los deberes hechos. Y si la pedagogía tradicional se ha demostrado poco efectiva para las criaturas “mal criadas” –criadas en la ausencia, en la externalización y en la precariedad- en vez de enmendar la propuesta e implementar una pedagogía restauradora y compensatoria de las carencias sociales y psicoafectivas, cada día más generalizadas, una pedagogía del cuidado que fije lo importante para posibilitar algún día proyectos vitales de autonomía, emancipación y salud, se da otra vuelta de tuerca, y se implementa una pedagogía punitiva y totalizadora.

Ahora no solo los aprendizajes instrumentales han de estar regulados por propuestas teóricas ajenas a los procesos vitales de los niños y niñas, también la convivencia, los regímenes disciplinarios y las expulsiones van a tener un contenido educativo. Se puede repetir curso “por tonto o por malo”, pero en ningún momento nadie está dispuesto a cuidar y a mimar lo que le necesita un alumno para aprovechar lo poco o mucho bueno que le pueda ofrecer la escuela como servicio público. Y cuando la brecha se hace insalvable, decimos que la chavalería ha perdido el entusiasmo para enmascarar el fracaso y el abandono.

Analizar la escuela y la educación en clave de pedagogía del cuidado va más allá del objetivo de este artículo, pero en todo caso, cualquier debate educativo, pedagógico o didáctico, que no ponga en el centro el bienestar de las personas que participan la situación de enseñanza y de aprendizaje es una falacia que despista y que distrae energías y recursos de lo importante (podéis encontrar un análisis más profundo sobre esto en el artículo “la falacia educativa”, también en el blog).

Si vamos más allá de la escuela, a instituciones de protección de las infancias o de trabajo social, la pedagogía punitiva campa a sus anchas y la educación que promueve una inserción social – o reinserción- se pone al servicio del modelo imperante promoviendo lo adaptativo y lo establecido asumiendo sin despeinarse la contradicción permanente de querer “integrar” en el mismo modelo que sistemáticamente está excluyendo y marginando a quienes son objetos de la intervención pedagógica, como si lo de tener éxito social fuera una cuestión exclusiva de saber portarse bien, de saber cumplir normas y aprovechar oportunidades/trampas.

Validar esa manera es un reduccionismo doloroso e implica un ejercicio de violencia continuo a las personas que sufren la carencia de recursos y de derechos sociales, las consecuencias de la desigualdad. Si hay que cuidar a todas las personas, cuánto más a las que llevan consigo biografías de desprotección.

La pedagogía del cuidado impugna así las dinámicas de control social que se implementan desde la institución instrumentalizando las necesidades de la gente y su empobrecimiento, responsabilizando exclusivamente a las personas afectadas de sus propios problemas y castigando a aquellas que no asumen dócilmente su culpa, a las que terminan expresando el conflicto social con conductas disruptivas respecto al orden establecido y se convierten en diana de las políticas represivas y de aniquilación social por parte del estado.

Cuidar se concreta en estos casos en asistir la urgencia, en dar una base material a los derechos en contraposición a su mera enunciación formal, en promover dinámicas de acción directa, con recursos sociales e institucionales, con los que se puedan cubrir las necesidades básicas a la vez que se van diluyendo las estructuras de privilegio. Una pedagogía del cuidado que entrene la empatía, la solidaridad y el apoyo mutuo para no dejar a nadie atrás.

La pedagogía del cuidado aporta la inmediatez y la irreverencia necesaria para que la imprescindible “pedagogía del oprimido” pueda situarse en el aquí y en el ahora neoliberal y patriarcal.

 

Autoritarismo y rendición.

Cuando no hay pedagogía del cuidado lo que hay es un ejercicio de poder, adultocracia cuando estamos con niños y niñas, y autoritarismo sin adjetivos cuando, desde una superioridad moral, nos permitimos el juicio y definimos unos “itinerarios educativos” ajenos a la vivencia de quien los ha de protagonizar.

Para abandonar el privilegio que da la autoridad, también se precisa una acción pedagógica.

La pedagogía del cuidado sirve también para que educadores y educadoras, madres y padres, y cualquiera que se relacione con otras personas desde una posición de privilegio social o profesional pueda protagonizar un proceso de des-aprendizaje y de asunción de responsabilidades.

Es una pedagogía “democrática” que devuelve a la relación educativa la horizontalidad perdida.

En toda situación hay tanto que aprender cómo que desaprender. Nunca sabemos si va a ser la formación, la experiencia o el estar situado y atravesado por la situación lo que vaya a producir respuestas más creativas y adaptativas. En cualquier caso, el avance va a estar siempre en el encuentro, en la relación, en ponerse en común, en el intercambio y la cooperación. En rendir el poder para posibilitar construir desde la confianza.

Rendir el poder va a implicar un reconocimiento del maltrato sufrido, una asunción de nuestras propias limitaciones y heridas: el daño de haber crecido en la orfandad generalizada de referentes entrañables. Va a pasar por un compromiso explícito de hacer lo posible por no reproducir el maltrato recibido. Va a implicar un diálogo con el niño o niña que fuimos para que quepa una empatía sincera con la que construir un vínculo de seguridad que supere la situación previa e impulse un proceso de crecimiento personal, comunitario y social.

Así, en la medida que aprendemos de nuevo a encarnar relaciones y a cultivar vínculos, a gestionar colectivamente necesidades y deseos, a organizar iniciativas y proyectos comunes, en la medida que nos apropiamos, de nuevo, de nuestra existencia, la pedagogía vuelve a ser una herramienta útil de liberación para la transformación social, una herramienta de desarrollo comunitario hacia el bienestar.

La pedagogía del cuidado solo hace que devolver a la pedagogía al lugar que nunca debiera haber abandonado.


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