Todos y todas somos huérfanas de
cuidado.
Hemos crecido en contextos donde
el cuidado no ha podido ser la prioridad.
Horarios de fábrica, dinámicas de
escuela, abandono institucional o familiar, aislamiento social...
El marco capitalista, que prima
la acumulación de tiempo para el beneficio, y el marco patriarcal, que
infravalora lo reproductivo y lo arrincona en lo doméstico, nos ha hecho crecer
en la carencia.
Hemos aprendido a sobrevivir
compitiendo, y negando lo que sentimos, y superando las dificultades con más o
menos éxito, y enfadadas por tener que adaptarnos a un sistema que no nos
cuida, con rabia, reactivas. Con dolor y daño.
Pero también nos hemos damos
cuenta de la traición.
Resistimos, creamos, soñamos alternativa.
Somos y hacemos alternativa.
Y en el intento de recuperar lo
humano para la transformación social nos encontramos más dudas que certezas,
dificultades, contradicciones y miedos, pero no renunciamos -quizá sea la única
manera de existir en un marco que sigue amenazando la vida-.
Es un viaje que nos conecta tanto
con nuestra fragilidad como con la gran potencialidad que tenemos para
construir otros posibles.
Y como todo proceso humano,
brilla más en el acompañamiento, en el apoyo mutuo y en el cuidado, y por
tanto, define una pedagogía: la pedagogía del cuidado.
La pedagogía del cuidado es
una pedagogía que se pone al servicio de la relación humana, del vínculo
comunitario y del respeto a la naturaleza. Una pedagogía que es pedagogía
política, pedagogía social y pedagogía terapéutica, una pedagogía que cuida,
que nos cuida y que impacta las condiciones materiales con las que vivimos para
ponerlas al servicio de la dignidad y del respeto.
Y es que poner los cuidados en el
centro, cuando vivimos tanto en lo superfluo, va a precisar de múltiples
dispositivos y herramientas, y la herramienta pedagógica, pese a su denostación
neoliberal, siempre ha demostrado su utilidad para la construcción de un mundo
más habitable, para nombrar y asentar otros significados en el devenir
histórico que abran una esperanza situada y nos defiendan de la melancolía.
La pedagogía de cuidado nos
puede servir como brújula en nuestras derivas, en nuestro estar desorientado y,
quizá con ella, nos acerquemos al anhelo de poder organizar el bienestar para
no tener que conformarnos solo con administrar carencia y malestar. Y urge
porque el desierto avanza.
Al menos, y esto es una certeza,
seguro que sirve para minimizar el daño. No es poca cosa.
Pedagogía usurpada.
Hubo un día que asumimos como
verdad que lo bueno duele, que la existencia es un valle de lágrimas y que
hemos de luchar para ganarnos la vida. Las demás son nuestras competidoras, no
hay para todas, no queda otra que socializarse en la precariedad. “Tonto el
último”: somos adversarias y urge adquirir habilidades para la supervivencia.
De esta concepción dramática
surge una pedagogía envenenada que se proclama como la ciencia salvadora que
nos va acercar a aquello “necesario para vivir”, que nos va a enseñar lo
necesario para adaptarnos, y nosotras, agradecidas no vamos a escatimar
esfuerzos y sufrimientos porque la vida nos va en ello.
Los proyectos de
autorrealización, de cultivar lo egótico, se han convertido en la
única manera aceptada de estar en el mundo, tanto para sobrevivir como para
alcanzar el éxito, solo es válido huir hacia adelante, perder el equilibrio,
vivir la ansiedad de lo que falta, porque lo que hay nunca es subjetivamente
suficiente, y es objetivamente muy precario para la mayoría de las personas.
De poco vale la sensación de
malestar, la inseguridad y violencia que ejercemos y recibimos en todos estos
procesos. Está normalizado, sin esfuerzo no somos nada.
De poco vale la experiencia
mamífera, de vínculo y de apoyo mutuo, porque esto, por la construcción de
género, queda fuera de foco y no vale para construir realidad.
La ansiedad nos condena a vivir
atrapadas en un conductismo social, cambiamos sufrimiento por promesas de
futuro y cuando, ya sea por agotamiento o por convicciones, rompemos con el
trato aparece el castigo que promueve normalización.
Es grave que la mayoría de la
pedagogía se ponga al servicio de esta acción normalizadora, que nos conduzca
al camino sin salida y sin retorno, que nos lleve desde tan pequeños a cubrir
la expectativa social en el engaño de pensar que estamos forjándonos un futuro
que más pronto que tarde vamos a empezar a sufrir.
Claro que hay una pedagogía de la
emancipación que pelea por recuperar lo usurpado, que se regala a las personas
oprimidas y que encarna la posibilidad de un mundo más justo e igualitario,
pero ojo, ésta no puede ser otra promesa, una herencia de utopía ilustrada
para vestir las ideologías progresistas y humanistas.
La emancipación ha de ser aquí y
ahora, no es una propuesta cultural, que también, es una propuesta vital,
encarnada, que ha de tomar
tierra, y que por tanto necesita una herramienta, una pedagogía que nos
conecte con lo que ya somos, con lo que ya tenemos, que nos cuide en nuestra
existencia, para con ello, en primer lugar aprender a protegernos de la
voracidad capitalista, y después organizar toda nuestra potencia en una
sociabilidad crítica.
No hay emancipación ni libertad
si no nos cuidamos, y una libertad que no cuida los vínculos es puro
neoliberalismo disfrazado.
No necesitamos una pedagogía para
entender el mundo, necesitamos una pedagogía para hacer que el mundo nos
entienda y nos respete en nuestra complejidad social y ecológica.
Aprender malestar.
El cuidado, cuidar y
cuidarse, sirve más al propósito del bienestar que el esfuerzo enajenado por
los valores de la cultura hegemónica. Y esa idea es tan contracultural que
hemos de subvertir la pedagogía. Se consigue simplemente con ponerla al
servicio de las necesidades de la gente.
La pedagogía del cuidado es
así también una antipedagogía, porque además de cultivar sus
propuestas ha de desenmascarar la mentira, la alienación cultural y la trampa
ideológica.
Porque el aprendizaje sin bienestar
nos va a llevar exclusivamente a una dinámica de acción y reacción que
imposibilita la creatividad y el crecimiento autorregulado. Y por mucho que nos
pese, quien acciona suele ser quien tiene la sartén por el mango, por lo que
para el resto se nos reserva un marco, por consecuencia reaccionario, que
aborta las alternativas.
Por eso lo pedagógico es un
territorio de disputa, de conflicto, y menos mal…
Hay un conflicto entre la
pedagogía de fuera a dentro, (la que viene de un marco definido y promueve la
adaptación) y la pedagogía de dentro a fuera (la que intenta crear y organizar
recursos para la satisfacción de necesidades y deseos)
Y es un conflicto que se expresa
en cada uno de los marcos de sociabilidad y acompañamiento del ser humano.
Antes había un cierto consenso
para regular esta tensión, se hablaba de crianza y de educación, como procesos
diferenciados, casi duales, cuerpo versus racionalidad, figuras familiares
versus profesionales, hogar versus escuela, y se ponían las teorías de desarrollo
evolutivo al servicio de marcar el momento de dar el salto, el momento de ser
acogido por la sociedad “de verdad” la que produce y progresa (como si lo
social sólo apareciera cuando la criatura participa del espacio
público y no hubiera una vertebración previa de lo doméstico, con leyes y
estructuras patriarcales y capitalistas que condicionan absolutamente el
desarrollo). Acababa la crianza y empezaba la educación, así sin más, a los 6
años de vida se cruzaba la frontera.
Pero pronto nos dimos cuenta que
la educación es más efectiva para el mantenimiento del status quo que
una crianza complaciente con las necesidades de los grupos humanos. La
deserción generalizada del espacio de los cuidados, el abandono del mismo por
ser un lugar “inhabitable” por el deterioro de las condiciones que hace
insostenible el cuidar con bienestar, hace necesario que el sistema se pringue,
que aporte una “educación para la crianza” que optimice recursos y homologue
procedimientos para que sea posible –y deseable en términos de negocio- una
externalización capitalista, rentable y eficiente para la conciliación del
trabajo productivo con la exigencias de guarda de la
institución familiar.
Aparece una “educación infantil”
que convierte la edad
de 0 a 3 años en una edad
hipoteca, muchos niños y niñas que ven cómo su bienestar se
queda en prenda para la obtención un bien social mayor: el funcionamiento del
mercado laboral y de la economía capitalista (pese a que éste no sea capaz de
garantizar unas condiciones de vida saludable para casi para nadie).
De esta manera la pedagogía va
entrando con más profundidad, y sin apenas resistencia, en los espacios que
vamos abandonando las personas. Tenemos infinitos libros de crianza (con todo
tipo de adjetivos, para todas las sensibilidades e ideologías) porque cuando no
hay una experiencia validada socialmente por la comunidad, siempre serán “los
del afuera” los que estructuren la vida.
Frente a la crianza, la educación
(y la pedagogía que la sostiene) está ganando la partida. Se importan los
modelos de la institución, de “los expertos” a los territorios de la sociabilidad
básica intensificándose los procesos de usurpación y alejándonos cada vez más
del bienestar perdido (Jean Liedloff, 1975).
Frente al aprendizaje del
malestar que gana terreno por la precariedad -la falta de tiempo, de cuerpo y
de relación en el día a día con las criaturas-, se necesita un apre(he)nder el
bienestar, una pedagogía del cuidado que ponga las necesidades
de las personas en el centro y que ayude a profesionales y a adultas a adoptar
una posición de servicio -y no de poder- frente a lo que en todo momento está
aconteciendo.
Pedagogía e institución.
Si en el apartado anterior me
dolía la contaminación pedagógica de la crianza, también es duro
contemplar cómo la institución, principalmente la escolar, rechaza
todo lo que tiene que ver con las necesidades de los chicos y las chicas más
allá de lo meramente cognitivo.
Hay una demanda de que el
alumnado llegue a la escuela “ya criado”. Los equipos docentes no están para
“tonterías”, no están para enseñar habilidades sociales básicas, ni para ayudar
a regular la convivencia, ni para aportar ternura y nutrir de afectos la
experiencia educativa de los niños y niñas. Han estudiado sus carreras técnicas
para otra cosa, y no tienen tiempo, y en general, ni ganas ni idea de cómo
hacerlo – de hecho muchos y muchas de ellas son producto de esos mismos
itinerarios formativos sin cuerpo ni alma, y están perdidos e inseguros fuera
de sus conocimientos, incluso hasta para necesitar salir a justificar, y no les
falta razón, que la puerta a su función pública nunca fue la calidad humana, si
no su mera capacitación académica -.
A la escuela se ha de llegar con
los deberes hechos. Y si la pedagogía tradicional se ha demostrado poco
efectiva para las criaturas “mal criadas” –criadas en la ausencia, en la
externalización y en la precariedad- en vez de enmendar la propuesta e
implementar una pedagogía restauradora y compensatoria de las carencias
sociales y psicoafectivas, cada día más generalizadas, una pedagogía
del cuidado que fije lo importante para posibilitar algún día
proyectos vitales de autonomía, emancipación y salud, se da otra vuelta de
tuerca, y se implementa una pedagogía punitiva y totalizadora.
Ahora no solo los aprendizajes
instrumentales han de estar regulados por propuestas teóricas ajenas a los procesos
vitales de los niños y niñas, también la convivencia, los regímenes
disciplinarios y las expulsiones van a tener un contenido educativo. Se puede
repetir curso “por tonto o por malo”, pero en ningún momento nadie está
dispuesto a cuidar y a mimar lo que le necesita un alumno para aprovechar lo
poco o mucho bueno que le pueda ofrecer la escuela como servicio público. Y
cuando la brecha se hace insalvable, decimos que la
chavalería ha perdido el entusiasmo para enmascarar el fracaso y el
abandono.
Analizar la escuela y la
educación en clave de pedagogía del cuidado va más allá del
objetivo de este artículo, pero en todo caso, cualquier debate educativo,
pedagógico o didáctico, que no ponga en el centro el bienestar de las personas
que participan la situación de enseñanza y de aprendizaje es una falacia que
despista y que distrae energías y recursos de lo importante (podéis encontrar
un análisis más profundo sobre esto en el artículo “la
falacia educativa”, también en el blog).
Si vamos más allá de la escuela,
a instituciones de protección de las infancias o de trabajo social, la pedagogía
punitiva campa a sus anchas y la educación que promueve una inserción
social – o reinserción- se pone al servicio del modelo imperante promoviendo lo
adaptativo y lo establecido asumiendo sin despeinarse la contradicción
permanente de querer “integrar” en el mismo modelo que sistemáticamente está
excluyendo y marginando a quienes son objetos de la intervención pedagógica,
como si lo de tener éxito social fuera una cuestión exclusiva de saber portarse
bien, de saber cumplir normas y aprovechar oportunidades/trampas.
Validar esa manera es un
reduccionismo doloroso e implica un ejercicio de violencia continuo a las
personas que sufren la carencia de recursos y de derechos
sociales, las consecuencias de la desigualdad. Si hay que cuidar a todas
las personas, cuánto más a las que llevan consigo biografías de desprotección.
La pedagogía del cuidado impugna
así las dinámicas de control social que se implementan desde la institución
instrumentalizando las necesidades de la gente y su empobrecimiento,
responsabilizando exclusivamente a las personas afectadas de sus propios
problemas y castigando a aquellas que no asumen dócilmente su culpa, a las que
terminan expresando el conflicto social con conductas disruptivas respecto al
orden establecido y se convierten en diana de las políticas represivas y de
aniquilación social por parte del estado.
Cuidar se concreta en estos casos
en asistir la urgencia, en dar una base
material a los derechos en contraposición a su mera enunciación formal, en
promover dinámicas de acción directa, con recursos sociales e institucionales,
con los que se puedan cubrir las necesidades básicas a la vez que se van
diluyendo las estructuras de privilegio. Una pedagogía del cuidado que
entrene la empatía, la solidaridad y el apoyo mutuo para no dejar a nadie
atrás.
La pedagogía del cuidado aporta
la inmediatez y la irreverencia necesaria para que la imprescindible “pedagogía
del oprimido” pueda situarse en el aquí y en el ahora neoliberal y patriarcal.
Autoritarismo y rendición.
Cuando no hay pedagogía del
cuidado lo que hay es un ejercicio de poder, adultocracia cuando
estamos con niños y niñas, y autoritarismo sin adjetivos cuando, desde una
superioridad moral, nos permitimos el juicio y definimos unos “itinerarios
educativos” ajenos a la vivencia de quien los ha de protagonizar.
Para abandonar el privilegio que
da la autoridad, también se precisa una acción pedagógica.
La pedagogía del cuidado sirve
también para que educadores y educadoras, madres y padres, y cualquiera que se
relacione con otras personas desde una posición de privilegio social o
profesional pueda protagonizar un proceso de des-aprendizaje y
de asunción de responsabilidades.
Es una pedagogía
“democrática” que devuelve a la relación educativa la
horizontalidad perdida.
En toda situación hay tanto que
aprender cómo que desaprender. Nunca sabemos si va a ser la
formación, la experiencia o el estar situado y atravesado por la
situación lo que vaya a producir respuestas más creativas y adaptativas. En
cualquier caso, el avance va a estar siempre en el encuentro, en la relación,
en ponerse en común, en el intercambio y la cooperación. En rendir el
poder para posibilitar construir desde la confianza.
Rendir el poder va a
implicar un reconocimiento del maltrato sufrido, una asunción de nuestras
propias limitaciones y heridas: el daño de haber crecido en la orfandad
generalizada de referentes entrañables. Va a pasar por un compromiso explícito
de hacer lo posible por no reproducir el maltrato recibido. Va a implicar un
diálogo con el niño o niña que fuimos para que quepa una empatía sincera con la
que construir un vínculo de seguridad que supere la situación previa e impulse
un proceso de crecimiento personal, comunitario y social.
Así, en la medida que aprendemos
de nuevo a encarnar relaciones y a cultivar vínculos, a gestionar
colectivamente necesidades y deseos, a organizar iniciativas y proyectos
comunes, en la medida que nos apropiamos, de nuevo, de nuestra existencia, la
pedagogía vuelve a ser una herramienta útil de liberación para la
transformación social, una herramienta de desarrollo comunitario hacia el
bienestar.
La pedagogía del cuidado solo
hace que devolver a la pedagogía al lugar que nunca debiera haber abandonado.
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