Pintada de Sevilla, del jueves 26.10.23. Duró menos de 24 horas, el ayuntamiento la tapo en cuanto pudo. |
La muerte violenta sistemática y
masiva de seres humanos es traumática. Lo fue en el holocausto, en Hiroshima,
en Bosnia, en todas las guerras. También en Gaza. Solo los prepotentes (países
y personas) se atreven a negar su herida.
La humanidad está dañada. Somos
supervivientes de una historia de horror, mutilados como sociedad global, y
seguimos caminando por el mismo sendero. Seguimos queriendo avanzar con las
lógicas de siempre y ni siquiera miles de muertos, asesinatos, retransmitidos
sin pudor en directo, nos hacen cambiar el rumbo. Seguimos obligando a quienes
están apegados a la tierra a levantarse cada día más rotas para luchar por
importante, para que la vida no se extinga, mientras que otros hacen méritos y
propaganda con el sufrimiento imponiendo una distancia insalvable entre lo
político (y lo económico) con lo social y comunitario.
El camino de la venganza es
infinito y sin retorno. Y nos empeñamos en recorrerlo alejándonos de la vida
incluso cuando la muerte y el duelo están en primera página.
Huimos del lugar de la empatía,
de la conciencia de la fragilidad colectiva, de la necesidad de todos y todas a
los cuidados. Podemos tomar distancia y huir de la ternura y de la solidaridad
sólo porque estamos condenados por una historia violenta y patriarcal que nos
ha hecho a su imagen y semejanza. Porque somos portadores de un trauma
colectivo. Protestamos, muchos y muchas, nos indignamos, muchos y muchas,
lloramos viendo las noticias, muchos y muchas, pero todo sigue como si nada,
normalizando el genocidio, que por
algo es costumbre.
Un proyecto violento unilateral y
autocrático nunca sirve a lo común. No hay justicia que pase por agredir al
otro, bajo ninguna circunstancia. No hay legítima defensa en la vulneración de
los derechos humanos, ni tampoco posibilidad de reparación por este camino.
Todo está perdido y una respuesta autoritaria a la desolación hace que se
pierda también el rastro de lo humano…
No se trata de equiparar a quién
ataca de quién se defiende, pero sí romper con la lógica binaria que nos
atrapa. Los roles en un conflicto son subjetivamente intercambiables, pero lo
que sí que es objetivo son las causas materiales en cada momento histórico que
hacen que las consecuencias sufridas, que los muertos caigan de un lado y no
del otro (hasta ahora más de 7000 personas muertas en Gaza, casi 3000 de ellas
niños y niñas). No se trata de discutir sobre quién tiene “la razón” ni entrar
en justificaciones y argumentos geopolíticos, da igual, cualquier razón se
pierde cuando las acciones mutilan lo humano.
En esta situación, ¿qué milonga
es lo de “legitimidad de un Estado para defenderse”?, ¿cómo pueden agarrarse a
esa patraña la inmensa mayoría de los países y representantes políticos?, ¿en
qué se diferencia esta afirmación del “ojo por ojo, diente por diente”?, ¿no es
la legítima defensa, de facto, un
cheque en blanco para la impunidad? Sin duda lo está siendo.
Decimos que las personas no deben
tomarse la justicia por su mano por muy dolidas que estén y hayan sido víctimas
de atrocidades, ¿los Estados, acaso sí? Decimos que no se debe legislar en
caliente, o que las víctimas de los delitos, con su carga emocional, no son las
personas más apropiadas a la hora de definir penas o castigos ¿por qué rompemos
con esta máxima en los casos en que una nación es golpeada?, ¿en qué se
diferencia “la defensa incondicional a la legítima
defensa“ (aunque esto se exprese en un ataque visceral a miles de
inocentes) de las leyes que permiten a los ciudadanos tener y usar armas como
pasa en algunos estados de norteamérica (con las consecuencias que ya
conocemos, como recientemente ha pasado en Maine) o como lleva el candidato
ultraderechista Milei en su programa en la contienda electoral argentina?
Claro que no es lo mismo una
persona ida, o un grupo terrorista, que un Estado supuestamente democrático,
-ni por cuestiones de derecho o legitimidad ni por cuestiones de letalidad (un
país con armamento tiene capacidad de hacer daño a cientos de miles de
personas)-, pero mientras que con los primeros llegamos a justificar un estado
policial racista de dudosa eficacia para prevenir acciones antisociales y
violentas (que todas acabamos sufriendo), para los países ponemos a su
disposición un marco ejecutivo de muerte con legitimación internacional.
En todos los casos siempre
terminamos llorando a las víctimas. Las consecuencias siempre son fatales
cuando las conductas irracionales afloran, cuando el miedo o la rabia superan
la situación. En el caso de un homicida difícilmente terminamos justificando
los hechos, ¿cómo es posible que sí lo hagamos en el caso de los Estados,
incluso cuando las consecuencias se miden en miles de asesinatos?
Pues lo hacemos, y no solo
intentando explicar una “respuesta en caliente”, si no apelando a un
“ordenamiento jurídico”, a unas “normas de la guerra”, a una estructura formal
que supuestamente nos incluye y nos representa.
Cuando institucionalmente
apoyamos la venganza como una práctica legítima de un Estado, además, en un
momento de profundo dolor, de crisis social y emocional, estamos condenando a
muerte a muchas personas. Nuestro sistema se convierte en un cómplice necesario
del genocidio. #NoEnMiNombre.
El papel de los representantes
políticos de los países con reconocimiento institucional mundial está siendo
absolutamente irresponsable y carente de una mínima ética. Vergonzoso.
Aquellos y aquellas que por
suerte no han recibido el golpe en primera línea debieran utilizar su entereza
para posicionarse con firmeza en lo humano, en los derechos de las personas, en
la supervivencia como esencia de la convivencia. Delegar la posibilidad de
empatía y de compasión en el actor más dañado y dolido es siempre apostar por
la peor de las opciones.
Estamos aceptando que se dé un genocidio con aprobación internacional
con una naturalidad que hiela el alma.
No hay equidistancia posible
porque las personas estamos con las personas y nunca se puede apoyar a un
Estado, que supuestamente representa a personas, para que actúe contra la
fuente de su legitimidad, ya sean personas “propias” o ajenas. Dar apoyo
político a cualquiera que base su poder en hacer daño directo a quienes viven
su vida como buenamente pueden niega todos los puntos de partida del tinglado
que hemos montado para organizar este mundo, es también muy peligroso porque
abre una vía de subjetividad e interpretación a la barbarie que nos condena
como humanidad.
Nunca sabemos en qué lado nos va
a colocar la historia, por lo que perder el rastro de un humanismo básico en un
naufragio cultural y social es dejar escapar la única tabla de salvación que
nos puede llevar a la orilla. Además de prepotente es absolutamente
irresponsable. Compramos boletos para una posibilidad letal y cada vez más real
de quedarnos sin asideros. Y en esto, no hay Estado que pueda salvarnos.
En la búsqueda de la empatía
perdida es muy significativo saber que las decisiones de matar las toman
personas concretas, con nombres y apellidos, en base a sus propias experiencias
y sentires personales, y en general, llegar al poder institucional es la cumbre
de un proyecto egótico, muy selectivo y competitivo, que no casa muy bien con
las prácticas de ternura. Casa más bien con la erótica de un poder autoritario
y jerárquico. Hombres de guerra, machos de guerra, chulos de guerra que desde
sus búnkeres acorazados toman decisiones coherentes con su socialización
masculina disociada del cuidado a las demás.
Y no se trata de caer en una
simplificación de género, pero no es casualidad que históricamente hayan sido
las mujeres, especialmente las madres, las que han tenido la capacidad de ir
más allá de la lógica de la venganza, politizar la pena y la tristeza desde el
dolor encarnado de ver cómo las luchas de poder se cobran las vidas que tanto
cuesta arropar, negando la esencia del trabajo reproductivo al ponerlo al
servicio de la muerte y la aniquilación.
Lleva miles de años pasando,
miles de años de historia escrita en guerras como una epidermis de la evolución
humana que ha silenciado lo imprescindible, que ha ninguneado todo el trabajo
de cuidados que nos ha traído hasta aquí. Y ahí seguimos, rindiendo tributo al
dios de la guerra mientras se bombardean casas, hospitales, familias, proyectos
de vida y sueños de liberación.
El problema es que lo tóxico de
nuestro modelo machocapitalista
(Luisa Fuentes Guaza, te pillo prestado el término) está calando en el cuerpo
social erosionado y fragmentado, se nos cuela profundo. La devastación se
extiende, el dolor se hace crónico y generalizado y el trauma producto de
traicionar lo humano se consolida y se universaliza perdiendo capacidad de
respuesta y resiliencia. Cada vez a más gente le duele la vida. Cada vez más
gente se choca con la muerte.
El pueblo gazatí lo tiene cada
vez más difícil para hacer algo constructivo conforme sus muertos se
multiplican por días. Impensable que el odio y la rabia, por la agresión
directa y por el abandono internacional, no aflore.
Alice Miller (psicóloga alemana
1923-2010) nos demuestra que el horror pulsa más fuerte por reproducirse que
por enmendarse. Que lo de no repetir nuestra propia historia, si ésta nos ha
conformado desde el trauma, es algo bastante complicado. Va mucho más allá de
una mera toma de conciencia, es un daño muy profundo que tarda años en
rehabilitarse, y es muy excepcional que dicha rehabilitación se dé sin un
acompañamiento y sin un cuidado intensivo y reparador. Hay muchas posibilidades
que, durante el proceso, el daño sufrido se exprese en violencia hacia otros (o
hacia una misma) como una manera in extremis de regular lo desborda.
Posiblemente sea columpiarse en
términos científicos extender los principios de la psicología humana a las
subjetividades colectivas de Pueblos o naciones, pero en cualquier caso, aunque
solo sea como suma de subjetividades individuales, algo de lo anterior
acontece.
Es mucho suponer que un grupo
humano que ha sido históricamente violentado, incluso sistemáticamente
exterminado, con infinitos relatos de horror vertebrando su identidad, esté en
disposición de dar respuestas saludables, amorosas y creativas para la vida.
Creo que es ingenuo esperarlas y puede ser hasta injusto por nuestra parte
tener esa expectativa.
Desde este análisis no queda otra
que asumir responsabilidades, no ser testigos pasivos de un proceso peligroso y
autodestructivo y tomar un papel activo en la contención pacífica y empática.
Tan importante es el reconocimiento incondicional al trauma vivido, y a la
letal violencia sufrida, como el rechazo absoluto a las expresiones de éste en
forma de aniquilación y muerte.
Cuando una criatura dolida se
expresa con una rabia y un enfado que van más allá de sus propias
circunstancias, se le valida, se le acompaña, pero se le contiene, incluso se
le limita con un abrazo fuerte y contundente. No se le permite que haga daño
indiscriminado a los demás ni tampoco a sí mismo.
¿Cómo podemos contener con amor a
un pueblo dañado que por mucho que mata no se sacia, cómo saber abrazar a un
grupo de personas que son capaces de relativizar la muerte de otros miles solo
para ir un paso más allá de su propio dolor?
Posiblemente no haya manera
práctica y material de acercarse ese objetivo, entre otras cosas porque los
Estados son una entelequia y la comunicación humana con quienes los dirigen
está rota (ya se encarga este sistema de desconectar a sus representantes con
los que sujetan la vida) pero lo que está claro es que justificar y aplaudir
esas formas no es la manera.
No hay venganza que sacie, solo
es un camino que aleja de la posibilidad de reparación, tanto desde lo concreto
como desde histórico.
El punitivismo bélico, ese tribunal de la Haya que alimenta la quimera
de que puede haber guerras justas, respetuosas -como si en las guerras no se
expresara también la desigualdad de los pueblos, los privilegios y el reparto
criminal de los recursos- quizá pueda tener un valor testimonial y dar una
categoría moral a unas posiciones frente a otras, pero en cualquier caso
difícilmente va a tener un papel reparador, y menos en la inmediatez.
Y la ONU, con su sistema de vetos
cruzados, no es capaz ni siquiera de elaborar un consenso para un “alto el
fuego”, y se ha de conformar junto a la patética Unión Europea con el eufemismo
de “pausa humanitaria”, como si la dignidad de las personas y sus derechos
fueran intermitentes.
Nada bueno que esperar.
En nuestro aquí y ahora nuestra
responsabilidad política pasa, además de entablar dinámicas de solidaridad y
apoyos reales con la personas que están sufriendo las consecuencias de la
barbarie, por mirar a lo de cerca y exigir y denunciar a quienes en nuestro
nombre cometen la osadía de alentar la muerte y la destrucción.
Hemos de desmontar la falacia de
los falsos discursos de seguridad, la falacia de la “guerra justa”, la falacia
de las “respuestas proporcionadas” y la falacia de que hay un ordenamiento
jurídico que permite todo esto y que a la vez nos representa.
Estoy convencido que las únicas
personas que acarician la posibilidad de un mundo amable están en duelo,
profundamente tristes, porque los hechos de estos últimos días certifican
nuestra derrota como sociedad y no hay posibilidad de enmienda.
Y ojalá en un futuro, ojalá más
pronto que tarde, sean, seamos, las personas tristes, las melancólicas, las
dolidas, las que, tomando tierra y aprendiendo a transitar de manera saludable
ese duelo podamos ofrecer respuestas creativas.
La
alternativa de nutrirnos sólo de la rabia, del dolor, incluso de la injusticia,
nos lleva a la contienda permanente, a una espiral infinita de violencia, en la
que, como siempre, son las personas menos responsables y más empobrecidas las
que van a expiar con sus vidas la egolatría de los justicieros jaleados por las
instituciones y los gobiernos.
Es
lo que ahora tenemos. Solo tenemos que encender la tele para que se nos caiga
la cara de vergüenza. Mucho que llorar en el exilio de lo humano.
#PalestinaLibre y #DueloRespetado
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