Toses, mocos y violencia contra la infancia.

  El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses. La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia. No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria. Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media

El asistencialismo es un humanismo



Facilitar, posibilitar, cuidar, sostener, amparar...todo esto, en el marco de una relación de ayuda, es asistir.

La asistencia se conecta con la interdependencia, con el apoyo mutuo, con la comunidad, con la red y con la vertebración social, y en la medida que los seres humanos somos sociables y necesitamos al grupo, asistir y ser asistidos expresa una dimensión esencial de nuestra condición humana. El asistencialismo es un humanismo en la medida que no se evade de nuestra existencia en fragilidad, y que no externaliza el bienestar a un marco cultural que no participa de la dinámica propia de relación entre las personas de la sociedad.

La asistencia da vida a las situaciones sociales, implica presencia, estar, poner el cuerpo y por tanto participar de la situación, y al participar, dicha situación puede evolucionar a otro estado más favorable, la persona que asiste aporta elementos que previamente no estaban, y que quizá fueran necesarios para salir del bloqueo o del malestar.

Hay una desigualdad de partida entre quien tiene la posibilidad de asistir y entre quien tiene la necesidad de asistencia, pero esa desigualdad sigue estando aunque se inhiba la asistencia, e incluso puede profundizarse, porque al no entrar en relación hay más posibilidades de que el esquema perdure y se consolide.

La asistencia implica una conciencia y un reconocimiento de la posición de privilegio y de poder, y de ahí emana una responsabilidad, la que dicha posición da cuando hay necesidad y desigualdad.

Todos y todas estamos en posibilidad de asistir y vamos necesitar ser asistidos en muchos momentos de nuestra vida. Por mucho que hablemos de autonomía e independencia, reconocer la dependencia es mucho más democrático que alimentar la quimera de la autosuficiencia. Sobre todo, cuando confundimos autonomía con la capacidad monetaria de acceder a bienes y servicios mediante el consumo, lo que nos deja absolutamente a merced de lo ajeno.

La democracia, y la condición de servicio público, se pierde cuando pensamos los servicios y la asistencia social como elementos consustanciales a los contextos de pobreza y de marginación. Se invisibilizan las necesidades comunes que nos vertebran a todos y todas, y que nos pueden llevar a alianzas y a procesos de desarrollo comunitario, para poner el foco solo en las situaciones carenciales y vincular las necesidades con los procesos tutelados de promoción social.

Se consolida la visión de que el trabajo social es un tema de pobres y de marginadas, de aquellas personas que están fuera de lo normalizado, y que por tanto, la ayuda ha de ser unidireccional, incluso participar de una dimensión pedagógica para “enseñar cómo dejar de ser…”, negando la propia existencia.

El paternalismo así, sustituye al apoyo mutuo porque se bloquea la posibilidad de reciprocidad, ya que nadie, si puede evitarlo, quiere recibir ayuda si para ello ha de asumir un lugar infravalorado definido por la exclusión.

El trabajo social se conforma como frontera, muro de contención entre el lugar que define con la cultura del privilegio, y las necesidades de la gente, con sus vidas, sus familias, sus cuerpos, sus sufrimientos y sus anhelos.

Un muro hecho a base de ladrillos de Integración, inclusión, inserción...in,in,in...

Y no por obvio es menos grave, cada vez que se define el “dentro” se está consolidando el “fuera”, con una desvalorización y juicio de todo lo que allí acontece, en una invitación constante, y retórica, a cambiar de bando, cuando no existen los recursos necesarios para que esto sea posible.

Es una posición colonialista que niega la posibilidad de vivir un mestizaje de los servicios sociales, lo que amenaza radicalmente la concepción de los mismos como servicio público.

Para que se dé el servicio público, los servicios sociales se han de contaminar con la vida de la gente, y por tanto con su ejercicio cotidiano de supervivencia, con humildad y sin juicio, pues en la mayoría de las ocasiones, ni se tienen las soluciones ni se tienen los recursos, por lo que no deja de ser una impostura prepotente hacer desde una tarima pedagogía y proselitismo de los procesos normalizados, de integración, inclusión e inserción, inviables para la mayoría de las personas.

Esa dimensión pedagógica y adoctrinadora del trabajo social ha desterrado de los protocolos y planes de intervención la acción directa de cuidados, la asistencia, o la asistencia organizada, despectivamente llamada asistencialismo, y con ello otra gran derrota, un paso más en la deshumanización y la enajenación del sistema social.

En base a una crítica superficial de lo que habían sido la dinámicas de caridad y de clientelismo anteriores, y desde una denuncia de la dependencia como el mal supremo de la intervención social –como si las profesionales del trabajo social fuéramos autónomas, independientes del salario y de las políticas diseñadas en los despachos-, el trabajo social se presenta como un ente evolucionado, emancipado del cuerpo a cuerpo, alejado de lo humano del drama y alardeando superioridad moral.

Ha conseguido trascender a lo mundano de la necesidad, para ubicarse en un marco técnico con juegos de perfiles, demandas y derechos, protocolos, prestaciones y contraprestaciones, todo ello como una abstracción de la lógica de la normalización, que sintetiza una individualización en base un modelo de bienestar teórico y estructural imposible de encarnar en personas reales.

Perfiles con los que intervenir, itinerarios de emancipación que atrapan en los servicios y en sus dinámicas burocráticas, entramados de contraprestaciones que terminan haciendo perder el rastro de las necesidades de partida, quedando toda la complejidad de la situación de vulnerabilidad social reducida a un cumplimento medible de objetivos, indicadores, citas para entrevistas, y peajes para el acceso a los pocos recursos disponibles…

“No les demos peces, enseñémosles a pescar”. Esta frase déspota y privilegiada, demoledora y totalmente exenta de empatía y humanidad, ha guiado desde hace más de 40 años a hordas de fanáticos de la educación social y del trabajo social, desde voluntarios a grandes ONG y empresas del tercer sector, públicas y privadas, que consiguieron blindar para siempre su posición de privilegio, porque aun teniendo peces, muchos peces (de hecho venían de Europa en forma de fondos de cohesión territorial) no se socializaban.

Vacunados de asistencialismo, era más importante afianzar el modelo de desarrollo que vivirse, en el cuerpo a cuerpo, la contradicción dolorosa de la desigualdad social.

Y claro que el asistencialismo sin más no es suficiente para revertir los procesos de injusticia y el descuido generalizado, pero hemos de buscar una alternativa viable, solidaria y corresponsable que no pase por “quitar peces” a cambio de regalar promesas capitalistas, inviables en una sociedad donde la riqueza se acumula fuera del territorio vital de las personas que sufren las consecuencias de la explotación.

El trabajo social debe estar al servicio de la transformación y luchar contra las causas estructurales de la injusticia, pero a estas alturas, cabe preguntarse si el cambio de modelo,  pasar de lo “asistencial” a lo “promocional”, está ayudando al cambio social o por lo contrario, apuntalando las desigualdades y el malestar.

Frente a lo tecnocrático, frente a la gestión burocrática de los derechos, frente a la meritocracia para acceder a las ayudas y frente al conflicto social de no atender la desigualdad con la ternura, empatía y respeto a las personas que viven dichas situaciones, y que obviamente no son culpables ni responsables de su malestar, acción directa y asistencialismo.

Acción directa para poner el cuerpo en actitud de encuentro y servicio, y asistencialismo como propuesta colectiva y política de organizar los cuidados y el apoyo mutuo, en reverencia a las estrategias propias que se ejercen en la vulnerabilidad y que articulan la fragilidad en procesos viables de supervivencia.

Comentarios

  1. Brutal!!Soy educadora Social en los servicios sociales des de hace mas de 10 años y joder!! Vaya movida que llevo en la cabeza. Gracias.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A ti por leerlo. Nadie como los que estamos cotidianamente en el tajo para impugnar el modelo. Importante no colaborar con dinámicas instauradas que no ayudan para la transformación social que pretendemos.

      Eliminar
  2. Buenisimo! Gracias por ponerle palabras a lo que muchas llevamos en silencio

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, me alegro que lo hayas podido disfrutar. Un saludo.

      Eliminar
  3. Buenisimo! Gracias por ponerle palabras a lo que muchas llevamos en silencio

    ResponderEliminar

Publicar un comentario