Venimos de celebrar el 28J como el
día en que la sexualidad, la orientación y la identidad, explicita su dimensión
política.
Es un día importante donde la
consigna de lo personal es político
(y viceversa) cobra todo su sentido ya que pocas cosas son tan íntimas y
personales como la sexualidad, y a su vez, tan públicas, al conformar toda una
estructura en la que nos socializamos, con modelos que vienen de los sistemas de poder atravesando los cuerpos e interveniendo los motivos
del deseo.
Está en juego seguir construyendo
una sociedad represora y mutiladora, heredera de las filosofías que denigraban
lo corpóreo y lo material en pro de un ensalzamiento divino de la racionalidad,
frente a colaborar en la construcción de una sociedad liberadora, integradora
de los procesos libidinales y que haga circular el deseo y los vínculos afectivos
como elementos fundamentales de vertebración y de relación social.
Hay que ser muy carca para ver
algún beneficio en una sociedad llena de armarios, con entradas y salidas como
si estuviéramos en Narnia, que esconda la maravillosa capacidad de amar del ser
humano.
Parto de que la capacidad de
amar, de vincular y de socializar, y por tanto la dimensión sexual, no es un
atributo del ser humano que haya que llevar a la sociedad, sino más bien lo
contrario, la sociedad se construye como producto de las relaciones entre las
personas. Solo en la medida que nos gusta y nos satisface entrar en relación
con la otra es posible hablar de dinámicas sociales en el ser humano.
Sin sexualidad, podría haber
grupos de personas, incluso organizados y respetados por derechos y normas,
pero sin posibilidad de experimentar la sociabilidad, y por tanto serían grupos
fragmentados, o lo que es peor, cohesionados por estructuras externas,
represivas que solo reconocen como miembros a aquellos/as que articulan las
relaciones en base al modelo normativo establecido.
Una sociedad, por tanto, que no
se basa en la libertad de amar, es en sí misma un contrasentido, además de
provocar mucho sufrimiento entre las personas que la integran.
Una cosa es estar condicionado/a con
normas sociales y procedimientos, por ejemplo, en los procesos económicos
productivos, y otra sufrir violencia cotidiana, con órdenes explicitas o con
rechazo social, frente a las expresiones propias de naturaleza sexual o
afectiva.
La disposición al vínculo y a la
relación supone poner en circulación la dimensión social de cada una de
nosotras, y dar materialidad, con cuerpo y deseos, a la vocación de estar
juntas. Es la esencia misma de los grupos humanos, lo que conforma comunidad.
Por ello, sin duda, es legítima y
necesaria cualquier expresión política que ponga en común que hay personas,
maneras de ser, de estar, de amar y de vincular que no tienen hueco. Un hueco
que se ha de expresar en derechos, como causa y consecuencia de la existencia
de un lugar social explícito y reconocido.
Es un favor que nos hacen y nos
hacemos a todas, aunque la lista de siglas LGTBIQ+ pueda hacerse muy extensa, e
incluso ininteligible para muchas, no deja de ser una lista de tareas pendiente para una sociedad que se autodenomina
democrática a la vez que muchas de sus ciudadanas expresan de manera inequívoca
la vulneración de uno de sus derechos fundamentales.
Así, la definición de un modelo
social integrador de todas las identidades sexuales y de todas las
orientaciones sexuales, debiera ser un punto de partida irrenunciable en una
propuesta de transformación social hacia el bienestar.
No podemos dar por válida una
sociedad en la que las opciones de amar, vincular y construir relación, placer
y bienestar estén predefinidas por criterios morales e institucionalizadas, y
no se puedan ejercer libremente en marcos de respeto, cuidado y consentimiento.
La diversidad como punto de partida.
Es un tema complejo, porque este
punto de partida, que para algunas sería de sentido común y no precisaría
debate alguno, a su vez, está muy lejos de ser una realidad para muchas
personas que tienen la vida absolutamente condicionada y determinada por el
marco discriminatorio en el que viven, en muchos países, y también en España. Todavía
dista mucho para que el colectivo, múltiple y diverso, LGTBIQ+ tenga una igualdad
jurídica y una equiparación en derechos.
La lucha por este punto de partida, al que aún no se ha
llegado, ha costado muchas vidas y sufrimientos, y no se puede ni debe trivializar,
y se tendría que abordar desde el respeto y reconocimiento.
Es doloroso percibir que una
propuesta integradora de la diversidad se torna de conflicto entre diferentes
identidades, como si lo que uno/a es y representa estuviera en peligro por lo
que la otra es y quiere representar. La transfobia, la negación de la
intersexualidad, la contraposición de mujer y madre, la exclusión social de las
trabajadoras sexuales, la paternidad como derecho, etc. son dinámicas y
conflictos sociales que desgastan y distraen de la cuestión política
fundamental: Cómo hacer para organizar una sociedad integrando la disposición
de amar de cada una de las personas para aportar al bienestar común en base a
dinámicas de placer y de apoyo mutuo.
Podemos llegar aparente
contradicción de que vamos avanzando en derechos para la diversidad sexual y a
la vez nos vemos en una sociedad más rota, fragmentada e individualista.
Por lo que parece, la sola
inclusión de identidades, que antes (y aún, aunque en menor medida) formaban
parte de lo marginado y estigmatizado, en lugares centrales del cuerpo social
no ha ayudado a cohesionar la comunidad.
Es decir, nutrir el cuerpo social
con nuevas posibilidades de amar, y nuevas personas que pueden expresarse de
esta manera sin prohibiciones y fuera clandestinidad, pese a la inestimable
conquista de bienestar de la identidades no hegemónicas, en términos generales,
no ha supuesto un avance en transversalidad a la hora de organizarnos como
sociedad para cuidado.
La lógica simple diría que a más
posibilidad de personas felices, más posibilidad de una sociedad de bienestar y
placer compartido. Pero está siendo que no.
El tema identitario, por muy
sexual que sea, no es suficiente y se necesita la transversalidad e
interseccionalidad con otros procesos, estructuras y violencias que conforman
nuestra realidad social, y que siguen activándose a cada rato en pro de
reforzar el individualismo capitalista y la usurpación patriarcal de los
procesos vitales y comunitarios.
El género y su abolición.
Esta transversalidad e
interseccionalidad nos lleva necesariamente a reflexionar sobre el género,
sobre los roles sociales que reservamos a cada una de las personas, y si esos
roles sociales va a ir condicionados, o incluso determinados por las
identidades sexuales de cada una de nosotras.
O incluso más allá, si los roles
sociales han de ir directamente vinculados con algún elemento objetivo, como
por el dimorfismo sexual generalizado de nuestra especie, asociando sexo a
cuerpo sexuado, y a partir de ahí, hacer funcionar un sistema de género que
obvie la expresión propia de la sexualidad y se configure como una abstracción
simbólica que funciona más allá de las identidades y definiciones propias, y
que a su vez define lugares sociales para que éstas puedan realizarse y
materializarse.
El debate identitario y de
libertad sexual con la dimensión de género se complica, y mucho.
El género, como rol social, tiene
una aplicación directa en leyes y en estructuras de funcionamiento de la
sociedad, instituciones públicas y privadas, la familia, la fábrica, el barrio,
la cama, todo está absolutamente atravesado por el género ya que nuestra
sociedad dista mucho de ser un marco libre para la sexualidad.
Los procesos libidinales están
acotados y definidos por normas sociales, de manera que parece imposible que se
dé una sociedad inclusiva de las diferentes identidades sexuales sin una
dinámica de género que permita que esas expresiones sexuales tengan su lugar, y
no sean solo una letra parte de un acrónimo.
El atajo para solucionar esta
cuestión está claro: Nos cargamos el género como sistema, dejamos de asociar
determinados roles a determinados cuerpos, además, de paso aprovechamos para
cargarnos la violencia estructural que el género que lleva significando desde
los comienzos del patriarcado. Promovemos un sistema de derechos individuales neutro,
y a la vez garantista de la diversidad. Y a funcionar.
Pero como todos los atajos, tiene
sus problemas, el primero es que los derechos individuales fijan al
individualismo, y en una sociedad capitalista, tenemos la experiencia de que el
ejercicio de los derechos va íntimamente vinculado a la capacidad del mercado
de proveerlos, y de los ciudadanos de adquirirlos en función de sus
privilegios.
De esta manera los derechos
sexuales terminan formando parte de un sistema mercantilista, se juegan en el
comprar y vender, y por tanto el pro de una libertad individual cedemos una
parte fundamental de nuestra existencia al neoliberalismo, pasando de ser
sujetos de derechos a objetos de consumo.
Otro problema es que, excepto
expresiones muy concretas de la sexualidad que tienen sentido en la
individualidad, la mayoría de ellas se dan en relación, por lo que un sistema
jurídico que no atiende a sujetos colectivos como parejas, diadas, familias, etc,
lleva a la necesidad de tener que legislar a la vez el derecho como el abuso.
Se han de integrar elementos que
no son de naturaleza jurídica como el consentimiento
y que desborda los marcos legales, y también desarrollar unos marcos
punitivos más eficientes para defender a la población de una mayor exposición
al abuso.
En este marco abolicionista del
género, la sexualidad sigue sin emanciparse de la asociación de placer con peligro, y por tanto sigue estando
subordinada a las jerarquías de poder capitalista y machista, a la dualidad de
quienes ejercen en la impunidad y de quienes viven en la sospecha permanente,
de manera que la experiencia no es necesariamente de más libertad y bienestar.
Sexualidad y reproducción
Lo anterior se podría ir poco a
poco superando con políticas valientes basadas en la ética del cuidado, pero hay
un elemento fundamental, y a mi entender insalvable, que es la relación de la
sexualidad con la reproducción.
Y dicha relación invalida por sí
misma la abolición del género como una propuesta viable de organización social
en los cuidados y en el bienestar.
Desde las propuestas abolicionistas
del género se intenta despojar de toda la dimensión sexual a los procesos
reproductivos.
La capacidad reproductiva de
algunos “cuerpos” se plantea como un
elemento descriptivo y diferenciador de otros “cuerpos” como si fuera un atributo físico más, pero sin reconocer,
validar y valorar los procesos libidinales que conlleva.
Se habla de cuerpos gestantes, o en su dimensión social, progenitores, disociando la experiencia reproductiva de la
experiencia sexual, y por tanto no haciéndola de merecedora de una identidad
sexual, al menos equiparable a las otras muchas que existen y puedan existir.
Se huye de la palabra madre, como si
la confusión de un rol social y una experiencia sexual fuera un problema en la
creación del nuevo marco epistemológico.
Como fundamenta maravillosamente Caslida Rodrigañez,
la madre se define como identidad
sexual más incluso que como rol de género, porque los procesos que puede, si
quiere, protagonizar como el parto, el puerperio, la lactancia, etc., son
procesos sexuales. Y en términos libidinales no solo equiparables sino
superadores de otros hechos significativos y definitorios de la sexualidad
adulta, no hay más que seguir el rastro a la oxitocina como hormona testigo de
lo que ahí acontece.
Y desde la experiencia obviamente
no puedo hablar (si acaso como bebé que fui), pero solo hay que escuchar a
madres relatando sus partos y los nacimientos de sus criaturas, como para
comprobar que, hasta en territorios hostiles para el deseo como son los
hospitales, la sexualidad reproductiva se expresa con fuerza.
(Y no hablo de padres porque la
paternidad no existe como identidad sexual, es solo una identidad social, y el rol
de los hombres cis en el territorio de los cuidados es más complejo porque no
emana directamente de su sexualidad y se precisa un nuevo marco de género que
legitime su presencia y su cuerpo como válido para la ternura. Por ello es una
barbaridad equiparar maternidad a paternidad y denota un desconocimiento
profundo y peligroso de las necesidades de las criaturas. Reflexiono extensamente sobre ello en el post “el
padre troyano y la crianza low cost”)
La cuestión biológica.
La denostación de lo biológico es
la única manera de que lo reproductivo pueda ser un simple atributo y subordinarse
a la dinámica social.
Lo que no deja de ser paradójico
en una teoría sexual. Por mucho que tengamos claro la sexualidad como
construcción social, y por mucho post-estructuralismo y posmodernismo que
asumamos difícilmente podremos prescindir de la materialidad de los cuerpos y
de los procesos biológicos que intervienen en las relaciones sexo-afectivas, la
atracción, la excitación, el orgasmo, incluso el echarse de menos, están
descritos por la neurobiología.
Las bases biológicas y
psicológicas del apego, que están estudiadas en profundidad por la psiquiatría
infantil (el trabajo de Ibone Olza al
respecto es revelador) influyen en el desarrollo la sexualidad adulta, por lo
que no deja de ser un sin sentido que defendamos la sexualidad como una
construcción cultural que opera sobre los cuerpos y activa los procesos libidinales
sin reconocer que el deseo tiene una función biológica esencial para la
supervivencia de la especie y que forma parte de nuestra existencia como
animales mamíferos que somos.
El problema está en que abrirse a
la posibilidad de que la identidad sexual tenga un anclaje biológico y objetivo
contrapone el principio de “sexo sentido”
que se promulga desde ciertos sectores, y que en un afán inclusivo, pretende dar
valor a la subjetividad y posibilitar la autodefinición de un marco liberador y
emancipador de las personas que sufren violencia por no encajar en el sistema
sexo-género patriarcal vigente.
Está claro que un horizonte
autodefinido, y además con seguridad jurídica que lo avale, se presenta
habitable y esperanzador, pero el caso es que, si no da respuesta a la cuestión
reproductiva, que al fin y al cabo vertebra la realidad social tanto en la
conformación de grupos de convivencia como en las prácticas de cuidado de la
vida, no va a ser viable de manera generalizada.
O lo que es peor, va a
posibilitar que el marco de social se configure en base a elementos externos a
los procesos reproductivos y de cuidado, en una enajenación
del ecosistema humano con elementos funcionales al sistema capitalista y
patriarcal.
Negar la cuestión biológica en la
identidad sexual conjuntamente con la abolición de género lleva a la paradoja
de reforzar ambos elementos, ya que en un extremo se ha de intervenir en el
propio cuerpo para adoptar una identidad reconocible en marco social, ya que si
la organización de género se desdibuja, y la única manera de ser reconocido/a
en la identidad elegida es que tu cuerpo lo exprese por ti.
Pero esto tiene un límite, porque
aunque ha evolucionado mucho la industria reproductiva y, hoy por hoy, el
mercado puede ser un aliado importante para hacer viable experiencias de
familia más allá de lo puramente biológico, queda mucho aún para que como
sociedad nos emancipemos del dimorfismo sexual en lo reproductivo, y por tanto,
lo que se consigue con esta negación es una traslación de las dinámicas de
marginalidad y vulneración de derechos, que pasan de lo sexual como expresión
psicoafectiva a lo sexual como expresión reproductiva y vertebradora de la
convivencia.
Libidinización de los cuidados y género reproductivo
Nos encontramos frente al dilema
de que si damos un valor a lo reproductivo como dimensión de la sexualidad
humana, lo que por otro lado es incontestable desde el paradigma científico, nos
vemos abocados a, de alguna forma, convivir con un sistema de género que emerge
del reconocimiento de funciones sexuales diferenciadas de los cuerpos.
Porque las personas tienen no
solo un rol distinto, sino también una expresión sexual diferente en el proceso
reproductivo, y aunque sea políticamente incorrecto, esta diferenciación va
mucho más allá del parto y se expresa también en la exterogestación y en la
crianza. Es suficiente tiempo para asentar sistema de género con calado en la
organización de la vida en sociedad que habría que socializar más que combatir.
Por lo contrario, si seguimos
cultivando la máxima de que la sexualidad y la reproducción son cosas
diferentes y que no tienen nada que ver, podemos desdibujar más fácilmente el
sistema opresor de género, pero ponemos en peligro la reproducción humana como
experiencia vital propia, social y comunitaria. La ponemos y la dejamos en
manos de la ciencia y de la tecnología reproductiva, y nos vamos conformando
como un producto industrial asistido.
No es de extrañar que se ponga al
servicio de esta segunda idea a las políticas
de igualdad. Aparece la reproducción como derecho y el Estado y el mercado
sale reforzado como proveedor del mismo.
Así se entiende que esta sociedad
no vea como prioridad libidinizar el nacimiento y la crianza, y se promueva una
corresponsabilidad neutra, que puede ser funcional, pero que a la vez niega la
experiencia sexual de las madres y priva a los bebés de su vivencia placentera.
Es una propuesta aparentemente de
progreso social en la igualdad pero que implica una violencia sexual hacia las
mujeres, y que automáticamente convierte a las criaturas en cargas familiares, nomenclatura que destierra
cualquier proceso sexual de la crianza y la convierte en un trabajo de gestión
doméstica, que efectivamente, responsablemente habría que repartir.
La diferenciación taxativa entre
sexualidad y reproducción lleva a una conformación adultocéntrica y reduccionista
de la sexualidad. La limita a los intercambios sexo-afectivos entre personas adultas,
con importantes implicaciones psicológicas y de salud mental, pero con
implicaciones reducidas a la hora de definir el marco social que hemos de
habitar y el bienestar de las futuras generaciones.
Los cuidados, esos que hay que
poner en el centro, precisan de una biopolítica que los defina vinculados a los
procesos esenciales del ser humano en su desarrollo y socialización.
Nunca los cuidados se pondrán en
el centro si no se reconoce su dimensión sexual, que no es otra cosa que decir
que en cuidar y ser cuidado/a se da
una reciprocidad que da la vida y posibilita disfrutarla.
Identidad sexual reproductiva para la transformación social.
Se ha de partir en primer lugar
de un respeto y valoración de quienes, como sujetos políticos, se auto-reivindican
como cuidadoras poniendo en valor su identidad sexual y con ello ir definiendo
funciones, roles, y por tanto teoría de género, para que las diferentes
personas, desde su lugar bio-social y poniendo los cuerpos en relación, vayan
transitando de los roles heternormativos a nuevos roles sociales que integren
la dimensión sexual en la relación social, y por tanto que libidinicen los
cuidados como la vía de cohesión y vertebración comunitaria.
Por tanto este proceso político
va mucho más allá de validar los roles tradicionales de género, los supera,
pero a la vez valida la experiencia fundamental en el cuidado de tantas madres
y mujeres, que pese a la imposición patriarcal, han defendido con cuerpo y alma
un territorio fundamental para la vida durante miles de años.
Se ha de superar porque de hecho,
el sistema de sexo-género heteronormativo y patriarcal tampoco integra la
sexualidad reproductiva como fuente de placer y bienestar.
Venimos de un “parirás con dolor” y de la “vida es un valle de lágrimas” de manera
que lo reproductivo aparecía como una dimensión más de la división sexual del
trabajo, y el sistema de género como una estructura de poder al servicio de los
privilegios masculinos para vetar el espacio público a las mujeres, en una
dinámica de explotación y opresión.
La opresión es y ha sido tanta,
que en momentos históricos, se ha equiparado la emancipación a la liberación de
lo reproductivo. La máxima feminista de “nosotras
parimos nosotras decidimos” que ha sido tan efectiva para conquistas
fundamentales como el derecho al aborto, no ha sido tan respetada cuando la decisión pasa por parir y asumir la
maternidad como una identidad sexual y social con potencia política. Dándose un
rechazo social que se expresa en una falta absoluta de reconocimiento de los derechos
sociales directos para las madres, incluso en la justificación de la violencia
ejercida en paritorios y hospitales.
Y si ya la madre es
cotidianamente denostada, estamos viendo estos días cómo el rechazo está
llegando incluso a algunas mujeres cis que reivindican su identidad también
desde su capacidad reproductiva. Desde algunos sectores se les acusa de
transmisoginia, cuando son elementos absolutamente diferentes.
Por supuesto que hay transfobia y homofobia, pero en mi opinión, es un error desdibujar las identidades sexuales en su dimensión reproductiva para promover dinámicas inclusivas.
Debiera haber otras maneras. Se necesitan personas que se posicionen y que defiendan con fuerza, con uñas, dientes y oxitocina, su disposición a poner el cuerpo para los cuidados en una acción política que luche por preservar esta experiencia en el seno de la sociedad humana.
La voracidad de la lógica
extractiva capitalista no tiene límites, y si los cuidados han sido industrializados
y externalizados en un proceso social rápido y aparentemente consensuado,
faltan 2 paradas de metro para que pase algo parecido con la concepción,
gestación y parto.
Y no debiéramos dejar que desde
el sistema se instrumentalice una lucha tan necesaria y legítima como la de los
colectivos LGTBIQ+ para un fin tan atroz.
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