No puedo dejar de sorprenderme
con la connivencia de los medios y de la política institucional en la
construcción de significantes útiles para vender tanto titulares rentables como
políticas represivas.
Ahora, y una vez más, le ha
tocado a la peña joven.
Desde el mundo de la educación
siempre hemos alertado de lo peligroso que es cuando se confunde a una persona
con su conducta, promoviéndose una identificación que hace mucho más difícil
avanzar en los procesos de cambio y transformación hacia lugares de más aceptación
social.
Una identificación simplista de “lo
que se es” con “lo que se hace” solo sirve para cultivar el prejuicio y condicionar
la respuesta que recibe la persona, lo que termina siendo determinante en su
proceso de socialización.
Es muy diferente hablar de una persona
que bebe alcohol a hablar de un borracho/a, o hablar de una persona que roba o
de un ladrón, o de una persona que migra a un inmigrante, etc.
Cuando se sustantiva a una
persona con una problemática social se promueve una individualización que nos
hace perder el rastro de la responsabilidad de las demás en el hecho o
situación encarnada.
Una situación de violencia nos
puede hacer dialogar respecto a nuestro papel en ella, pero si hablamos de
violentos o violentas, nos podemos mantener al margen ya que el contexto se ha
transformado en un atributo personal.
Además en un marco de liberalismo,
cada uno/a es y hace lo que le da la gana, por lo que se promueve un análisis
social precario y superficial que solo describe las dinámicas de interacción
entre individuos con sus respectivos atributos.
Y desde esta identificación o
confusión de la persona con lo que hace, solo queda defenderse, reprimir y
castigar a aquellos que representan conductas de reproche social.
El culmen de este proceso es el
sistema penal: La asimilación de una persona con lo que hizo en un momento
específico de su vida y la legitimación de una actuación violenta por parte del
Estado como respuesta a un hecho singular y puntual que se castiga fuera de
contexto y fuera de las dinámicas restaurativas y de cuidado.
La conducta se fija en la
identidad de la persona para que el sistema pueda mantener en el tiempo el
castigo, con la consiguiente reproducción de los valores hegemónicos.
Si una persona que comete un
delito dejara de ser delincuente una vez que el hecho ha concluido y, en la
medida de lo posible, se ha reparado el daño, sería mucho más difícil
justificar una socialización en base al sistema penal.
Pues este mecanismo, sin llegar
al extremo del sistema penal y de la privación de libertad como repuesta legitimada
desde la moralidad imperante, se da permanentemente en la socialización cotidiana.
El juicio es el camino que
encuentra la moralidad para ir creando corrientes de opinión y de
comportamiento que se sintonicen con el discurso hegemónico.
Y como siempre, desde un lugar
concreto, desde el lugar del privilegio representado por el hombre adulto blanco
occidental.
En este simbólico nace la
dinámica enjuiciadora y son los “otros”, las personas, los grupos o los
colectivos de los márgenes lo que tienen que demostrar constantemente que son dignos
de aceptación.
Placer, peligro y coronavirus.
El lugar del juicio y del
privilegio se ve reforzado cuando con su mirada se describe lo ajeno desde el
reproche y el peligro, pese a que en la mayoría de las ocasiones lo que hay es
un desconocimiento interesado, para poder definir y describir la realidad desde
el discurso que conviene al poder establecido.
Y decía de nuevo, a la peña
joven.
La juventud, históricamente está
ubicada ahí, donde el placer y el peligro se confunden, donde la falta de
confianza se convierte en amenaza y donde la irresponsabilidad se construye para
no dejar de tutelar el proceso de crecimiento y transición a la adultez.
No hubiera sido tan difícil en el
momento especial en el que estamos, de alerta y miedo generalizado, dar información
y formación, sin acritud, sobre las conductas que no son apropiadas para prevenir
riesgos, y cuidar así una dinámica social de empatía y responsabilidad.
Pues no. Parece que ha sido más fácil
y directo, igual que se hizo en las semanas de confinamiento con la identificación
de los niños y niñas como “vectores de transmisión”, crear alerta sobre la
gente joven, sobre su socialización, sobre sus fiestas y sobre sus momentos
propios autodefinidos fuera del relato pandémico.
El discurso de los niños y niñas
como foco de contagio está empezando a perder algo fuerza, no tanto por los
estudios que así lo demuestran, sino principalmente por el vértigo que supone
la vuelta al cole.
Cargar más las tintas sobre los
niños y niñas implicaría directamente certificar que los colegios no van a abrir,
y esto, independientemente de lo que finalmente pase, no se puede alimentar.
Entonces, con la carta de la
infancia ya marcada, se necesita construir otro chivo expiatorio donde
proyectar las culpas de manera que la posición de privilegio siga incorrupta y
pueda seguir narrando y protagonizando el relato sin sentir que se pone en peligro
la estructura socialmente establecida.
Y la gente joven, ahora son ellos
y ellas los irresponsables que, por sus baladíes ganas de divertirse, nos van a
llevar a todos al desastre.
Negación e hipocresía.
En vez de promover una asunción generalizada
de que las cosas no se están haciendo bien, o que, al menos, se podrían hacer algo mejor, en vez de promover una revisión en términos de salud comunitaria de las
dinámicas establecidas de producción y consumo, en vez de asumir con valentía
la autocrítica como oportunidad de mejora, lo dejamos todo tal cual, y nos
metemos con los y las jóvenes que ¡Cómo se atreven a salir de fiesta con lo que
está pasando!
Así, lo de las terrazas, ok, lo
del metro lleno, ok, lo de hacer lo imposible para que vengan turistas, ok, los
centros comerciales de rebajas, ok, los eventos de propaganda política, ok, y
los botellones de los chavales y las chavalas, apocalipsis.
Se habla del ocio nocturno y las
discotecas, y sí, la gente joven las visita, pero muchas veces no pasan del
parking porque no todos disponen de 50 euros para pagar entradas y consumiciones.
Pero si hay contagios son su culpa.
Tenemos una percepción selectiva
y enseguida se nos olvidan las fotos de las celebraciones deportivas, o de los
chiringuitos de playa con gente desfasando, fotos en las que no suelen aparecer
adolescentes o jóvenes tanto como adultos y adultas de 40 años que ahogan en
alcohol y jolgorio las insatisfacciones cotidianas de sus empleos más o menos
precarios.
Pues erre, que erre, la
chavalería tiene la culpa.
Experiencia propia y vertebración social.
Sigue sin interesar amplificar las experiencias de responsabilidad protagonizadas por ellos y
ellas.
Desde el empleo veraniego para pagar
estudios o colaborar en casa, desde jóvenes con un ocio respetuoso y solidario en
causas sociales, desde chavales y chavalas, la mayoría, que hacen lo que les da
la gana sin molestar a nadie y con respeto.
Pues nada de eso, botellón,
botellón y botellón, y siempre absolutamente reprochable, aunque sea al aire
libre, en la playa y con mascarillas.
Es tanto el reproche social al
que se les está sometiendo que dan ganas incluso de defender lo indefendible.
No voy a entrar a justificar conductas
que desde las instituciones sanitarias se describen como peligrosas e insolidarias,
pero lo que no es aceptable es que se identifique exclusivamente a los y las
jóvenes con ellas.
Esto supone otro ejercicio más de
adultocracia y violencia hacia los que vienen por detrás, en una exigencia
déspota para cumplir la expectativa de seguridad adulta.
Si algo no es saludable, no lo es
para nadie, y si se quiere, igual que se saca la media de edad en la infección
del COVID, que se saque la media en el consumo del cubata y del carajillo, o la media de edad en los vagones abarrotados del metro, y
quizá los datos sociológicos desmonten esta nueva inversión en estados de opinión funcionales a las políticas que se quieren implementar.
Post-confinamiento y nueva normalidad.
Los jóvenes y adolescentes han
sufrido más el confinamiento que ningún otro sector de la sociedad. Incluso más
que los niños y niñas, que ya es mucho.
Las criaturas pequeñas han
sufrido la experiencia de encierro más dura de toda Europa, pero en los casos
que las condiciones lo permitían, se ha dado una reunificación familiar que se ha
podido aprovechar en dinámicas positivas y nutritivas de convivencia.
Una oportunidad de habitar
la infancia con nuestros niños y niñas, en muchos casos previamente secuestrados
por la externalización de la crianza y por la delegación de los cuidados.
Y esto, pese a que a veces ha
llevado a estallar los sistemas familiares, también ha cohesionado los grupos
de convivencia gracias a las dinámicas intrínsecas compartidas.
Pero para los y las adolescentes ha
sido más complicado
En un momento vital en que la identificación
se hace con el grupo de iguales y en muchos casos en contraposición a los valores
y dinámicas representadas por los referentes familiares, el confinamiento ha
significado una doble ruptura.
La ruptura de abortar las dinámicas
de expansión social que necesitan para integrar y conformar sus procesos
identitarios, de crecimiento y maduración, y por otro lado la ruptura de verse
obligados/as a mirarse continuamente en el espejo familiar que necesitan romper
para abrir nuevos horizontes y nuevas realidades.
Y todo esto con el esfuerzo
añadido de mantener los itinerarios escolares con éxito, cuando en la mayoría
de los casos, se han dado sin apoyo emocional y desbordados de tareas y de pantallas.
Pues después de una sacrificada
vivencia de contención, les lanzamos el mensaje de que lo que anhelan y desean
es peligroso.
La desconfianza adultocéntrica es
tan totalitaria que ni siquiera nos permitimos la posibilidad de que los y las
jóvenes y adolescentes, las mismas que han aumentado la media en las pruebas de
acceso a la universidad, puedan entender y respetar unas mínimas y fáciles
normas higiénicas.
Mejor la enmienda a la totalidad,
de nuevo vinculamos placer y peligro, y de nuevo obviamos frente a la amenaza
del virus, la amenaza a la salud mental de nuestra gente.
Contracultura necesaria.
Y es que también, muchas
adolescentes y jóvenes, con responsabilidad y determinación, nos están
regalando a todos y todas unas vivencias de normalidad necesarias en las dinámicas
sociales para no perder elementos imprescindibles de nuestra vida social que
paulatinamente se están deteriorado y extinguiendo.
Que, con lo que está cayendo,
muchos y muchas sean capaces de organizar situaciones para la celebración de la
vida, y que puedan dibujar horizontes de diversión y satisfacción tiene un
valor inmenso.
Aunque algunos adultos y adultas
nos podamos sentir recompensados en el ocio tranquilo y doméstico de las series
de HBO fuera de la vorágine productiva, el ocio que nutre no es ese.
En estos momentos de crisis, no nos
podemos permitir el lujo de renunciar y desestimar las ganas de vivir y de
compartir de la gente más joven.
No nos queda otra que confiar en
sus capacidades de cuidado y autocuidado, y en todo caso, asumir que el mundo
no nos pertenece y que el relato de lo que está pasando precisa de todas las
subjetividades para conformar un marco inclusivo y habitable para todos y
todas.
No es más real la percepción de
quienes están en todo momento viendo la televisión, contando muertos y
rebrotes, que de quienes se ubican en la situación a partir de las experiencias
compartidas con sus familias o amigos.
Tan válida es la vivencia de quienes
han sufrido el dramatismo de la enfermedad en su propio cuerpo como la vivencia
de quien no conoce a nadie que haya sido contagiado por el virus.
Porque tan peligroso es la persona
irresponsable que hace como si nada como la persona absolutamente determinada
por el miedo que ve en el otro y en la otra una constante amenaza.
No podemos evadir la responsabilidad
común de construir una “nueva normalidad” habitable y saludable, y para ello la
experiencia libre, autorregulada, y posiblemente en estos momentos contracultural,
de las jóvenes y adolescentes es imprescindible.
Si en el 15M se hablaba de
JUVENTUD SIN FUTURO, parece que ahora también queremos racanearles el PRESENTE.
Esta nueva normalidad la hemos d construir nosotros, antes d que nos la construyan desde arriba.
ResponderEliminarExcelente texto. Coincido bastante, en particular con el apunte a la demonización previa de la infancia, cuando al inicio de la desescalada los medios se dedicaron sin descanso a condenar las actitudes poco higiénicas de algunas familias durante sus primeras salidas.
ResponderEliminarExcelente reflexión.
ResponderEliminarBien recientes, apenas hace unos mes, lo que lleva durando la pandemia, eran numerosos los artículos, incluida la administración pública, señalando a la juventud que, con esto de las tecnologías, redes sociales y videojuegos, tenían un problema porque eran completamente asociales. Que estaban aislados en su burbuja sin relacionarse físicamente. "A ver si te relacionas, hijo. Si dejas el móvil y sales como hacemos nosotros los adultos" o "A ver si vas a visitar a tus abuelos", parece que eran las consignas a dar. Bien, pues resulta curioso que a día de hoy, en que la socialización física es un problema sanitario, se les vuelve a señalar con el dedo por, sorpresa!, curiosamente por lo contrario, por ser el colectivo que más se socializa, y, claro, sin escrúpulo alguno, y con artículos y voces por medio, incluso también desde la administración pública, de que el COVID 19 llega a sus abuelos, que no visitaba antes, por su culpa. Es decir, hagan lo que hagan, su conducta siempre será incorrecta. Siempre ha sido y seguirán siendo señalados y estigmatizados. Parece que son seres aun incompletos, inmaduros, sin hacer. De hecho no tiene el aún el estatus legal de ciudadano por no cumplir la mayoría de edad, como no lo tienen los emigrantes o no los tenían las mujeres no hace muchas década.
ResponderEliminarHasta que no nos demos cuenta de que el problema no son las conductas y, menos, señalar con el dedo a los que realizan ciertas conductas, no se avanzará. El problema es estructural. Y las conductas, en todo caso, serán una consecuancia. Al igual que el racismo, el machismo, la corrupción o la droga no son un problema de conductas de ciertas personas. Son problemas de estructura, y ésta es la que se debe cambiar.
Estoy de acuerdo
ResponderEliminarExcelente artículo y reflexiones. Gracias por hacerlo visible!. Primero los "peligrosos" eran l@s niñ@s, ahora l@s adolescentes... Nadie habla de la salud mental y emocional de ellos (en crecimiento, autoconocimiento y formación) con toda esta situación.
ResponderEliminarSon siempre los grandes olvidados, o los criminalizados en nuestra sociedad.
Yo decía que esta pandemia ha sevido para que fuéramos conscientes en qué lugar de la sociedad están ubicad@s nuestr@s niñ@s. Ahora también l@s adolescentes. Me parece verdaderamente triste.
Excelente artículo y reflexiones. Gracias por hacerlo visible!. Primero los "peligrosos" eran l@s niñ@s, ahora l@s adolescentes... Nadie habla de la salud mental y emocional de ellos (en crecimiento, autoconocimiento y formación) con toda esta situación.
ResponderEliminarSon siempre los grandes olvidados, o los criminalizados en nuestra sociedad.
Yo decía que esta pandemia ha sevido para que fuéramos conscientes en qué lugar de la sociedad están ubicad@s nuestr@s niñ@s. Ahora también l@s adolescentes. Me parece verdaderamente triste.
Totalmente de acuerdo. Muchisimas gracias por tu artículo
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