No hay consuelo sin techo: el precio de la vivienda y la muerte del trabajo social.

  Eslogan del movimiento "V de vivienda", allá por 2007. Si tenemos un trabajo social limitado a la lógica del empleo, cuando tener un salario no garantiza el acceso a los bienes básicos, ni siquiera a la vivienda, mucho del trabajo social pierde su sentido.   El mercado laboral como límite del trabajo social. Tenemos un modelo de trabajo social caduco que es heredero del marco definido hace más de 50 años por “Estado del bienestar” ( welfare state ) y que, pese a los profundos y estructurales cambios sociales, sigue siendo predominante en la intervención social, tanto desde la institución pública como desde los agentes privados del famoso “tercer sector”. El estado de bienestar reconoce y afianza el papel central de la economía productiva como elemento organizador del sistema y asume la jerarquía del mercado laboral y del empleo en la regulación de las relaciones sociales, y también a la hora definir los mecanismos de distribución de la riqueza. Es el “mundo del tra

Jarabe de palo contra el virus. Higienismo y conflicto social.

 




Era cuestión de tiempo, y esto no ha hecho más que empezar.

Quien pensara que la lucha contra la pandemia iba a ser un lugar de encuentro y de consenso se equivocaba. Desde el primer momento lo han dinamitado, y poco a poco emerge de nuevo el conflicto fundacional de nuestra sociedad: la desigualdad de clase y género, el reparto injusto de los recursos y la institucionalización de los privilegios.

Y es que la cosa no tenía solución con el planteamiento original de avanzar haciendo solo valer las ventajas de cada una.Virus o vacuna, como si se pudiera elegir.

Confinando desigualdad

Ya el confinamiento adolecía de un mínimo, y evidente, análisis de clase.

Nada que ver confinarse en un piso grande, o en un chalet, con estar encerrado un montón de gente en un piso pequeño, bajando a la calle en un ascensor pequeño, y yendo a currar en un transporte público atestado de más personas que viven en pisos pequeños de ciudades grandes.

La misma idea de confinamiento tiene algo de privilegio, son muchas las que no tienen la vida ganada, y cada día han de salir a buscarla.

Que la medida estrella para luchar contra la pandemia haya sido jugar al escondite social, promoviendo una migración del espacio público al espacio privado, denota la absoluta falta de realidad de los dirigentes, y una visión hegemónica de que se sale de casa a triunfar, no a sobrevivir.

Y además de la movilidad productiva está la inmovilidad reproductiva.

En ningún momento se ha valorado, que para muchas personas estar en el espacio privado pudiera significar un mayor riesgo para su salud que transitar el espacio público.

Conforme se vayan desperezando los informes sociológicos y sus conclusiones sean menos inquisidoras para el momento actual, veremos qué ha pasado con los índices de violencia machista, o con los maltratos y abusos infantiles, o con el deterioro de la convivencia en unidades familiares, ya con una precariedad afectiva crónica por tener sus tiempos y vidas extraídas para lo productivo, dejando lo reproductivo en un barbecho difícil de cultivar.

Obviamente no se puede generalizar, los ricos también lloran y hay mucha gente empobrecida que hace de la necesidad virtud y son capaces de compensar con dinámicas saludables de convivencia y crianza sus situaciones de privación de bienes y derechos, pero en cualquier caso las condiciones socioeconómicas siempre han sido condicionantes, y en un momento de pandemia y crisis socio-sanitaria han llegado a ser determinantes.

Vivimos en una sociedad que es un proyecto de desigualdad, por tanto a nadie, y menos a los responsables de la situación, les debiera sorprender esta realidad.

Lo que sí que sorprende que no se haya integrado a la hora de plantear respuestas a la crisis.

El higienismo y el control social de la salud.

Barrer las calles de pobres siempre ha sido una estrategia del poder.

El espacio público no está para ser compartido, tiene su propia lógica hegemónica y productiva y la sola presencia de personas que encarnan el fracaso social tiene un poder impugnador difícil de asimilar.

No siempre ha estado de moda la aniquilación y el exterminio directo de determinados grupos sociales (el genocidio judío ha transcendido, el samudaripen antigitano que nos cuenta Silvia Agüero, menos, y no mucha gente habla de la heroína en España en términos también de genocidio) pero en casi todos los casos, cuando la violencia y la impunidad de los tiranos ha empezado diluirse, sospechosamente, se ha dado una traslación del problema social que había que erradicar hacia una enfermedad que hay tratar.

De principio, parece un buen apaño. El control pasa de ser un ejercicio de violencia a ser, teóricamente, una intervención de cuidado, que incluso puede aspirar a la complicidad de quien recibe por su propio bien los tratamientos.

Y en cualquier caso se consigue el objetivo de sacar dicha realidad del foco de la hegemonía, porque ninguna sociedad presume de integrar la enfermedad en su modelo. Así la persona enferma queda marginada, victimizada, a espesas del trabajo social que se pueda hacer con ella.

El problema es que sí hay una correlación clara entre la enfermedad, las condiciones de vida y el modelo capitalista de explotación, por lo que, por mucho que la ciencia hable de objetividad y neutralidad, hay una fuerte asociación entre pobreza y enfermedad, lo que permite que se pueda tratar a las personas excluidas tratando una enfermedad, y viceversa, tratar una enfermedad con mecanismos de control social de la pobreza.

Además todo desde una perspectiva ilustrada hacia el bien común, porque erradicar la enfermedad es lo que todo el mundo quiere, aunque no todas las personas pagan el mismo precio, y algunas incluso pierden su vida en dinámicas de encierro y represión por representar en su cuerpos aquello de lo que la sociedad se quiere curar y no tiene paciencia de tolerar. (aun hoy, por ejemplo, la homosexualidad es tratada como una enfermedad, justificándose desde ese lugar tratamientos invasivos que no tendrían encaje fuera de una patología)

Y en esas seguimos, todos los servicios públicos (sanidad, educación, trabajo social) tienen una base de fundamentos en el higienismo social, y aunque parezca que las perspectivas más humanistas y comunitarias se han abierto paso, en tiempos de crisis dónde la salud pública está comprometida, existe el riesgo real de que se afiancen en posiciones de poder y se pongan del lado del privilegio, promoviendo una segregación social y un tratamiento clasista a un problema que es a todas luces comunitario.

Un espacio público desatendido nos lleva al encierro.

La culminación de cualquier propuesta higienista es el encierro.

Incluso analizándola en términos positivos y benevolentes, lo que es difícil, se llegaría al ideal de una sociedad saludable que pudiera tratar a sus individuos enfermos en instituciones especializadas y preparadas para ello. Y sí, pensamos en hospitales, de nuevo con la mirada educada que ve a la ciencia siempre como aliada.

Pero si pensamos en enfermedades sociales, en procesos que violentan la salud causados por dinámicas estructurales, el encierro adopta otras formas menos amables, como cárceles, psiquiátricos o, ahora, barrios confinados.

Defender la libertad y recrear alternativas al encierro, real y simbólico, solo será posible en la medida que reconozcamos la dimensión social de la enfermedad y la dimensión socio-sanitaria de una comunidad.

Y esto pasa por pelear para que el espacio público sea saludable, pelear para que los servicios públicos se definan desde y para el cuidado, dejando claro que la salud es por definición comunitaria, y el estar sana o enferma, por mucho que pueda parecer un título que se compra en el mercado, nunca es algo que pueda pertenecerte en exclusividad.

Pero seguimos ahí, negándonos a vernos en sociedad aun en pandemia.

El mandato está claro: todo el mundo a casa, que cada palo aguante su vela, y lo público, el espacio comunitario para reequilibrar lo social, desierto.

Y sí, pudiera ser que en una situación de emergencia no quedara otra que replegarse, pero mientras tanto, se debiera haber tenido la conciencia que lo privado es precario por definición (a no ser que se nutra de una capacidad de consumo privilegiada) y se tendría que haber nutrido lo público de los elementos necesarios para que, en el regreso, fuera un espacio más saludable, de encuentro y de restauración de la vida social y comunitaria.

Todas sabemos que no ha sido así.

Que corra el aire hacia el re-encuentro

El espacio social está más desmantelado que nunca y aquellos espacios que no participan de la lógica del encierro han sido sacados directamente de la ecuación.

Nos dicen los políticos que confiemos más en los planes de contingencia que el sentido común, que si hay protocolo es saludable y si hay libertad no. La libertad no es de fiar, pero un protocolo al servicio de la rentabilidad de un negocio, sí.

Unos protocolos que suelen confundir la distancia física con la distancia social y que configuran a la otra más como un riesgo que como una alternativa a la soledad y fragmentación pandémica.

Unos protocolos que estamos socializando a diestro y siniestro en las escuelas, mercados, transportes, etc. sin medir las consecuencias para la salud mental que pueden tener para la población, y específicamente para los niños y niñas.

Unos protocolos que solo se pueden evadir en la intimidad de lo doméstico llevando a la vivencia manipulada de que el bienestar solo cabe en lo privado y que la sociedad es territorio hostil.

¿Realmente no nos da para imaginar un espacio público saludable, que nos haga sentir que cuidamos nuestra salud a la vez que convivimos y nos socializamos?

Que corra el aire.

Estamos hartas de ver fotos de vagones de metro petados de gente (que va a currar, porque el resto de actividades están en cuestión) y parques, al aire libre, precintados y vacíos.

Mucho cambiaría si se tuviera clara una perspectiva de que lo saludable se ha de construir, fundamentar y estructurar desde lo público.

Cada cual en su casa vivirá lo que pueda, ojalá hubiera un modelo de justicia social que impidiera que las personas sufran la pobreza en sociedades de opulencia, pero mientras esto no se erradique, sí se podría considerar que el espacio público ha de ser el lugar de encuentro y de salud más importante y dotarlo de lo necesario para ello.

Una familia, muchas por desgracia, puede vivir hacinada en una infravivienda, pero debiera poder salir a buscarse la vida con garantías, viajar en un transporte público que permita respetar la distancia de seguridad, disfrutar de parques jardines, de actividades culturales gratuitas al aire libre, y de otras mil ideas que a todas se nos ocurrirían si quedarse en casa no fuera una opción posible o saludable.

La potencialidad política de esta crisis, la oportunidad, pasaría por pensar el espacio público no como un apéndice de lo privado, sino como el espacio fundamental y vertebrador de la vida y que, por tanto, debiera transformarse profundamente en un momento de crisis sanitaria.

Reforma, revolución y lucha de clases

¿Cómo debieran ser los transportes públicos en crisis sanitaria? ¿Igual pero con mascarilla?

¿Cómo debiera ser la escuela pública en crisis sanitaria? ¿Igual pero con mascarilla?

¿Cómo debiera ser la atención primaria en crisis sanitaria? ¿Igual pero con mascarillas y PCR?

En las conversaciones políticas de salón siempre nos hemos echado los trastos a la cabeza “las reformistas” frente a “las revolucionarias”, y vamos, muy utópico sería que utilizáramos el shock de la pandemia para hacer una enmienda a la totalidad, tomar conciencia de la amenaza integral que somos para el ecosistema, y cómo el individualismo capitalista nos lleva a un desamparo social…

Esto va a ser que no, pero que una crisis global que nos afecta a todos y a todas no nos dé ni siquiera para mejorar un poco los servicios públicos de cara al cuidado y al sostenimiento de la población, es desesperante.

Porque, a parte de las reivindicaciones legítimas de los colectivos profesionales para los que esta crisis puede suponer una mayor precariedad y exposición al malestar, en ningún momento se ha planteado que lo público se ha de reconfigurar y reconstruir en términos de salud.

Estamos en crisis sanitaria, por tanto, una escuela, una sanidad, un transporte o una organización urbanística al servicio de un modelo productivo, no nos vale.

Posiblemente tardemos poco tiempo en desenmascarar que no hay ninguna normalidad a la que volver, nunca se ha abandonado la normalidad de la explotación de unas por otros, pero al menos deberíamos permitirnos una tregua.

Posiblemente van a cambiar pocas cosas, pero lo que no podemos permitir es que se responsabilice a las personas que sufren directamente lo insalubre de lo público de ser una amenaza para las demás.

Mientras, los otros, que viven la cúspide de la pirámide higienista y pueden nutrir sus cuentas bancarias sin salir de casa, se muestran como modelo de responsabilidad social.

A palos con el virus, pero solo en barrios empobrecidos.

Y en el siguiente capítulo, que ya estamos visualizando estos días, tienen un papel importante la policía y de los cuerpos represivos del Estado.

Y es que la dinámica social de dar una respuesta a la pandemia a la vez que se afianzan los privilegios, ha ido trasladando el frente de la guerra, de la desconocida lucha contra un virus a nuestra familiar y doméstica lucha de clases.

De esta manera, aquellos y aquellas que no pueden sostener por sus propios medios las recomendaciones sanitarias se convierten en el enemigo, como si fusionaran su destino al del virus, y pasara como en las épocas de la lepra y la peste, que tuvieran que ser ellas mismas las que por responsabilidad social se quedaran fuera de juego.

Es muy gráfico lo que está pasando en mis queridos barrios del sur de Madrid:

Frente a la realidad objetiva de que la vida allí no es todo lo saludable que exige el momento, porque tienen el capricho de vivir en casas pequeñas, viajar en metro y jugar en los reventados parques públicos, los convertimos en amenaza.

Les decimos, con las mejores palabras de la democracia ilustrada, que se auto-confinen, que se priven ahora ellos y ellas de lo que siempre les hemos privado las demás, y que se dejen de fastidiar.

Que vivan sus pecaminosas vidas explotadas con disimulo y que nos cuiden a las demás desapareciendo.

Y frente a la disidencia, el jarabe de palo de siempre, que ya tiene la eficacia certificada.

Y lo fascista se encuentra a sí mismo.

Ese virus omnipresente, que en un principio nos llevó a la fantasía de la fusión social, todas a la una-resistiré en Fuenteovejuna, conforme empieza a penetrar en la dinámica social y a contagiar las estructuras laborales, explotación de enfermeros y médicas, a instrumentalizar a docentes y maestras, a ahondar en la precarización y en feminización de los cuidados, a impedir la movilidad y la vida social saludable, rompe el artificial consenso.

La amenaza impersonal y extraña que representa un microorganismo se nos empieza a presentar como una amenaza más reconocible: la gente empobrecida de los barrios y la gente migrante, esa cosa que otrora se llamó clase obrera.

Y así, este conflicto, en la medida que se encarna en un enemigo reconocido nos ayuda a quitarnos susto, toda la incertidumbre de cómo protegernos de un virus nuevo y desconocido, se nos simplifica si podemos dirigir nuestros esfuerzos a defendernos de los de siempre.

Tenemos herramientas represivas y punitivas, hay multas, policías, ejércitos y cárceles, y qué bueno que les podamos encontrar una ocupación a cambio de poder habitar una fantasía de control que nos viene estupendamente bien en estos tiempos de incertidumbre.

Ya desde el principio, la subjetividad bélica construida ha necesitado objetivos en los que sustantivarse, y como en toda guerra, aparecen los crímenes de guerra como los elementos más deleznables del momento, pero que a su vez expresan la esencia de la situación de violencia vivida.

Aquí, los primeros crímenes se dieron al empezar señalando a los niños y niñas cuando acompañaban a sus adultos al supermercado, o a los que paseaban a su perro por encima de sus posibilidades, o la chavalería que festejaba su vida entre botellones…

Esa necesidad de certificar que pertenecemos al bando de los buenos, frente a los otros, aunque sea pagando el coste de convertirnos en juez y parte, en policía de balcón, y perdamos la mucha o poca salud que el virus nos deje en disgustos con nuestras vecinas.

Pues sí, parece que los contagios crecen, que estamos ante una nueva ola, y que la policía de balcón ya no es suficiente y precisamos que toque tierra, que pise suelo e hinque rodilla, y que como siempre, se desempeñe “con proporcionalidad” porque hay que mantener el virus a raya, y a falta de vacunas buenos son los palos, y a falta de médicas, los policías y militares tienen mandato.

Decía en el post “lo bélico y lo colateral” que todo vale para defenderse de la muerte menos matar la vida, pues todo no, tampoco vale perder la dignidad como sociedad y comunidad queriendo disfrazar como medidas sanitarias políticas fascistas de segregación social.

El confinamiento selectivo por cuestiones de clase y pobreza en una vergüenza intolerable y no se debiera permitir ni siquiera por defecto de los y las gobernantes.

#VallecasSeQuiere #DignidadDelSur

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