*Filomeno (amante de
canto)
Hablar de política y del tiempo
es deporte nacional. Hablar del drama humano ya no tanto.
Toca sufrir la inclemencia de los
fenómenos meteorológicos sumada a la inclemencia de los gobernantes, filomena y
los filomenos.
Los filomenos: Esos hombres amantes del canto y de lo cantoso de las
palas de hierro que, a fuerza de escenografías tuiteras, piensan deshacer la
nieve como si la red social hiciera la magia de convertir cada like en un kilo de sal.
Parece fácil criticar a la clase
política en tiempos de crisis y quizá alguien piense que es injusto. Que poco
tiene que ver lo que cae del cielo con la política del día a día, la política urbana
de taxis, oficinas, comunicados de prensa y decretos.
Pero aun a riesgo de parecer
oportunista, extiendo la crítica sin pudor. Porque más allá de la foto, la
crisis es permanente para muchas personas en general y para muchas situaciones
en particular, y en demasiadas ocasiones, mirar al cielo y poner la atención en
lo meteorológico solo hace que distraer de las causas del malestar.
La borrasca del sufrimiento y de la
angustia abarca todo el territorio, con tantas nubes como las que se quieran
mirar.
Barrios, familias, crianzas y
cuidados a la intemperie, que si bien adquieren más dramatismo con las
condiciones extremas, no por ello la foto del árbol nevado impide ver el bosque
gélido de desamparo que acecha más allá de la tormenta.
Y el satélite que pasa por los
espacios reservados para la marginación y la privación de derechos, el Meteosat humano, no puede pasar por alto
lo que acontece en La Cañada Real.
Escandaliza incluso a vista de pájaro.
Podríamos hablar de nuevo del
frío y de la nieve, porque la Cañada, aunque no se quiera asumir, también es
Madrid. La atmósfera no discrimina y todas sabemos que en estos días ha caído una
buena, pero el problema tiene más que ver con la desatención, la especulación y
las políticas criminales del capitalismo neoliberal, que con las bajas presiones
de la atmósfera.
En la Cañada Real viven unas 4000
personas, entre 1500 y 2000 niños y niñas, decenas de bebés recién nacidas. Y llevan
más de 100 días sin luz.
Sin luz para calentarse, sin para
luz para conservar alimentos, sin luz para estudiar y jugar, sin luz para
vivir.
La Cañada Real Galiana, para las
que no conozcan Madrid, está cerca del IKEA (que sí tiene luz además de
muebles) y junto la M-50, en un emplazamiento bien goloso para el capital y para
los tejemanejes especulativos. Está solo a catorce kilómetros de Sol, catorce,
igual que la distancia de África a Europa que describe otra travesía de
vergüenza humana y olvido.
(14 kilómetros también se llama el
blog de Javi Baeza, compañero de Entrevías que me mostró el barrio hace más de
una década y que ya por entonces sufría del peor abandono y criminalización. Junto
con muchas más personas y asociaciones no ha cesado de implementar propuestas
de acogida y solidaridad desde entonces. Y siguen.)
“Catorce kilómetros: una distancia muy larga para quienes se ven
obligados a recorrerla cada día.” Cuenta Javi en la cabecera del blog. https://catorcekilometros.blogspot.com/
***
Se puede leer un buen relato de
la historia de la Cañada Real en el artículo
de J.A. Aunión del PAÍS, fechado en 2017, cuando se firmó el último papel
mojado.
Una buena crónica de la cara b de la historia del progreso de
España, esa que recoge lo que se quiere esconder bajo la alfombra para no
estropear el escaparate de modernidad, que desde 1982 nos venden como si fuera
el pan de cada día de todas las personas de nuestro país.
Un barrio que acogió en los 90
los realojos de familias de San Blas que vivían en terrenos que los filomenos de turno (Álvarez del Manzano
a la cabeza) los querían para un uso mejor que el de la subsistencia humilde. Un
barrio que también importó la degradación fabricada de los poblados de la Celsa
y las Barranquillas, porque la nieve,
el caballo y la base molestaban tan cerca de Madrid.
Pero al igual que pasa la mayoría
de las ciudades de concentración capitalista, los extrarradios pronto dejan de
serlo, y la nada avanza rápido en
forma de centros comerciales y urbanizaciones de lujo, y lo que antes pudo ser
un vertedero humano empieza a ser valioso para el progreso consumista y la especulación.
Y ya sabemos que para especular con el suelo la vida de la gente ha de computar
como coste cero.
Un alza en la cotización que en
vez de dar mejoras y recursos a los habitantes del poblado, se torna en amenaza
con forma de derribos y desahucios (Gallardón se esmeró con ello). Y el debate
sobre la dignidad y la legitimidad se traslada intencionadamente a las cuestiones
de legalidad y seguridad: Que si propietarios legales o no, que si actividades
legales o no, que si subsistencias legales o no…
Estamos en el siglo XXI, muchos
años ya repitiendo el cuento de que somos un país desarrollado, democrático y
de derecho, como para dudar públicamente de que la ley sirve al derecho y el
derecho a la justicia y la justicia a la gente. Pero el caso que nos ocupa, al
igual que muchos otros, demuestra todo lo contrario, que los derechos humanos
se pueden obviar, incluso que se puede pisotear la Convención de Derechos de la
Infancia de Naciones Unidas (1990) de obligado cumplimiento, dejando a niños y
niñas en condiciones que ponen en riesgo su salud e integridad física.
A mayor precariedad y dificultad
social más claridad respecto a la jerarquía de los derechos que regulan nuestra
convivencia, primero el derecho a la propiedad y luego ya si eso todo lo demás.
Así, pese a que en la Cañada Real
muchas de las viviendas fueron cedidas, y la administración miró para otro lado
en muchas ocasiones, (principalmente porque nunca estuvo dispuesta a ofrecer
una alternativa habitacional en condiciones), el contrato legal sigue
enarbolándose como única puerta válida a los derechos sociales.
Como si un contrato se pudiera
firmar solo de una parte. Un contrato trampa que la Comunidad de Madrid,
propietaria mayoritaria de los terrenos, no está dispuesta a realizar y que las
empresas que comercian con las necesidades básicas exigen.
Y así, mareando con promesas y pasándose
la pelota entre administraciones, aumentando la presencia policial y elaborando
relatos de criminalidad siempre con la droga a mano, han ido pasando los años sin
que el paso de tiempo diera estabilidad y razón de existir a las personas que
allí habitan. Le seguimos llamando asentamiento para que quede clara la
temporalidad, aunque el abandono ya se pueda contar por décadas.
Y por supuesto esto sigue, incluso
hace solo cuatro días, el consejero de injusticia Enrique López, esgrimió que
el problema de la Cañada es un problema
de delincuencia, y de marihuana.
***
Pocas asociaciones han sido tan
rentables para el poder como la asociación de pobreza y delincuencia. Como si
lo uno quitara lo otro, como si las “delincuentes” no comieran ni pasaran frio,
como si no tuvieran familia y necesidades. Como si la delincuencia no fuera también
consecuencia de una legalidad criminal y de una mirada fabricada. Como si se pudiera
castigar a todo un colectivo por las conductas de unos cuantos.
Hay una ética, incluso una moral,
que impide considerar a familias que pasan frío en infraviviendas como
delincuentes.
Da igual si tienen contrato de
propiedad, da igual si les dejan o no empadronase, da igual si han ocupado, da
igual. Hay -5 grados y 4000 personas no pueden estar sin luz. Si la empresa Naturgy pide contratos de propiedad o contratos
de alquiler para suministrar electricidad, se le manda a paseo, y se activan políticas
contundentes de protección social.
Tampoco vale que los políticos
del rollo, los y las amables, aprovechen la ocasión para hablar de nacionalizar
las eléctricas, de controlar el precio de la energía, para hacer un discurso
ideológico que no calienta, y de alguna manera instrumentaliza el sufrimiento
de la gente para hacer sus postulados políticos. Más filomenos.
En cualquier caso las emergencias
precisan de poder ejecutivo, no tanto legislativo. Lo de hablar de cambiar
las leyes cuando se ve que hacen daño vende, pero hay otros momentos para ello,
fuera de foco, aunque sea más difícil usarlos políticamente.
No voy a ser yo el que critique
propuestas de calado político, que vayan a las causas y a las estructuras,
incluso acepto lo de la empresa pública
como animal capitalista de compañía, pero como comenté hace ya unos meses
en el post “el
asistencialismo es un humanismo”, no es lícito solo responder con derechos formales
a las necesidades reales.
O articulamos políticas
eficientes para atender en tiempo y forma lo que la gente necesita o estamos
colaborando con el juego de poder, que elimina en la primera ronda las
variables que no le son beneficiosas.
***
Es una cuestión de derechos y también
es una cuestión de dignidad y cuidados.
Estos días hemos visto cómo la
gente se ha organizado para dar respuestas saludables al caos provocado, ahora
sí, por la Filomena. Cómo las vecinas han echado sal y quitado nieve, cómo han
apoyado traslados a hospitales de trabajadoras y pacientes, incluso cómo se han
articulado maneras comprometidas y creativas de atender a mujeres en partos y
nacimientos que no podían contar con asistencia hospitalaria.
Y muchas otras cosas más
invisibles, apoyo mutuo en los cuidados, en los suministros, en la soledad. Lo
comunitario ejerciendo de servicio público sin más apoyos que la voluntad de la
gente y la solidaridad colectiva.
Y sin embargo, lo otro público,
lo que pagamos con los impuestos, en muchos casos congelado. Y no precisamente por culpa de
la ola de frío.
¿Realmente tenemos que aceptar
que entre todos y todas mantenemos un Estado que no tiene la capacidad
ejecutiva de dar luz y calefacción a un barrio de 4000 personas? ¿Tenemos que
dar por bueno un gobierno que, incluso en manos de supuestos socialistas, no
tiene capacidad de sustraer del mercado un bien básico para la supervivencia de
la gente?
Ahora que tenemos reciente un
capítulo intenso de la sociedad espectáculo de Norteamérica, me viene la imagen
de esos botones rojos nucleares. Un
par de llaves sincronizadas valían para salvar el mundo o para llevarnos al
apocalipsis y a la autodestrucción. Esos botones
rojos como simplificación de toda acción política ejecutiva, que aparecía
en los guiones de las pelis para promover un sentimiento de agradecimiento a la
cultura tirana, por regalarnos la vida.
Pues resulta que los botones rojos existen, se aprietan y se
consigue, en un par de días, cambiar la Constitución, decretar un Estado de Alarma,
abrir y cerrar miles de colegios, hacer un hospital de campaña, poner policía
en las rotondas de cientos de pueblos confinados o precintar miles de parques
infantiles.
Pero parece que nuestros botones rojos son de saldo, o son más bien azules, y como que
no terminan de funcionar.
Ya hemos crecido y aceptado que
pretender cambiar el mundo con la política institucional es una ingenuidad fuera
de la realidad. Los reyes son los padres y pedir un juguete que funcione, que
al activarlo quite las concertinas de la frontera, o dé papeles a quien los
necesita, o tener dispositivo ajustado que sirva para emancipar las políticas
de cuidado del mercado laboral, es pura fantasía.
Pero que ni siquiera valga para
asegurar el suministro eléctrico a unas pocas personas es de un cutre excesivo.
Nos conduce a eso que llaman
desafección y nos deja en un lugar complejo de habitar.
Las dinámicas de auto-organización
llegan hasta donde llegan y la empatía humana nos lleva más allá. Hacemos causa
común con realidades ajenas pero con una capacidad de acción limitada que
muchas veces empieza y acaba en la denuncia. Este sistema lo participamos y lo
sufragamos todos y todas, por lo que sería bonito que en algún momento se dejara
usar para el bien común.
Sin embargo, conforme más
cultivamos la empatía y más practicamos la solidaridad, más sentimos que nos
alejamos de la colaboración en sinergias sociales con la administración.
***
Lejos de fraguar una alianza efectiva
con los servicios públicos en las dificultades y las emergencias, el desarrollo
comunitario nos lleva más bien al antagonismo, por experimentar que los que tendrían
que ser aliados, solo hacen que poner más piedras en el camino y zancadillear
cualquier proceso de autonomía hacia el bienestar.
Que el nuevo capítulo del relato
de la Cañada Real sea la propuesta de meter a las familias en una fábrica de
muebles abandonada, con 600 camas y unas cuantas estufas, o que los mismos que
no dan luz, regalen unas cuantas bombonas de butano para calentar la mala conciencia
y la posible pérdida reputacional, es un insulto.
O por otro lado, pedir que el
ejército actúe, por mucho que se llame UME, como si todas las moscas se
pudieran matar a cañonazos.
La gente tiene vida y la mayoría,
mejor o peor, casa. Habitan su momento y necesitan luz para seguir con esa
vida, la que están acostumbradas a sostener. No es tan complicado de entender.
Dar lo que no se pide para
justificar una posición inmovilista desde el plano político es una tomadura de
pelo y por supuesto, no tiene nada de iniciativa social.
Es aún peor que no hacer nada,
porque lo poco que se da, y puede que se acepte por la más absoluta
precariedad, responde a un objetivo muy diferente de cubrir la necesidad
sufrida. Solo pretende apuntalar el sistema miserable que se perpetúa en su proyecto
de desigualdad.
No ayuden si no quieren, pero
tampoco quieran convencernos de que estamos en un estado social que funciona cuando
éste falla cada vez que se presenta una borrasca.
Y falla tanto con las borrascas
del cielo como con las borrascas de la oligarquía, lo que es más grave, porque para
éstas últimas no tenemos paraguas, solo derechos que distan mucho de ser
impermeables.
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