Hay un día en que la denuncia te
resulta insuficiente, en el que la descripción fatalista de la realidad te
incomoda, en el que notas que las dinámicas de ensayo siempre dan problemas en
el mismo lugar. Un día en el que brota la necesidad de un nuevo marco de
análisis que ayude a trascender tanto el debate crítico como el posibilista.
Y ese día emerge la perinatalidad,
con toda su radicalidad asistencial, sociológica y epistemológica, para echar
un cable y alumbrar un nuevo paradigma.
Y no queda otra opción que
empezar a transitarlo.
Y es que el bienestar futuro, el
hacer una sociedad habitable, depende de la posibilidad de un crecimiento
saludable de nuestras criaturas y de la capacidad que tengamos todos y todas en
devenir en seres de acogida, y ambas cosas son una sola.
Cuanto más sabemos de nuestra
condición mamífera, de la fisiología del nacimiento y de la neurología del
crecimiento, de la psicología del apego y de la sociología de la relación, de
lo fundamental que es para la supervivencia el cultivo y el respeto de un
vínculo seguro, más tomamos conciencia del deterioro y la devastación que
expresa la realidad de individualismo, fragmentación social y convivencia
precaria en nuestra sociedad.
No es apelar a ningún
esencialismo, es puro materialismo histórico, es denunciar cómo el modelo
cultural hegemónico se ha edificado en y para la explotación de los procesos
reproductivos, erosionando el ecosistema humano y amenazando las necesarias
prácticas cuidado y de apoyo mutuo. Crear y destruir huérfanas de un lugar para habitar y conservar.
En la díada madre-criatura se da
una relación de simbiosis. Una dinámica de satisfacción mutua de necesidades
mediante procesos libidinales que configuran la situación perinatal como un
lugar de bienestar siempre que sus procesos sean respetados. Procesos que han de ser conocidos
y entendidos en toda su complejidad, simplicidad y potencialidad, como
aportación fundamental a la cultura política de la resistencia.
Se precisa un activismo perinatal que anuncie y denuncie las consecuencias desoladoras del desamparo y de la
precariedad afectiva intrínsecamente relacionadas con la medicalización del
nacimiento y la externalización de los cuidados, y que articule propuestas clave
para evitar, en la medida de lo posible, el desastre para la salud pública,
individual y comunitaria, que se viene.
No hay mayor antagonismo que el que se da entre la
sociabilidad que emerge de la autorregulación de la díada, y su extensión por
el cuerpo social, frente a la que manifiesta la sociedad patriarcapitalista que
nos reproduce y reproducimos mientras nos consume y consumimos.
Hasta el punto que una díada en
acción es en sí misma una experiencia de contrapoder que hay que proteger,
replicar y extender.
La base del desarrollo social
saludable es la dinámica de satisfacción de necesidades mediante el deseo.
Que lo necesario nos dé placer y
que dé placer lo que necesitamos es un seguro de vida.
Lo contrario nos hace avanzar en
una disociación que nos hace daño, producto de una dinámica social patológica
que nos insta a ir integrando elementos culturales que nada tienen que ver con
el cuidado de la vida, para ir conformándonos como sujetos adaptados y
normalizados a un sistema que nos hace crecer en el sufrimiento, con una
tensión enferma que nos hace estar más adaptadas conforme somos más infelices.
Llegamos a la vida adulta cuando
hemos perdido el rastro de bienestar, normalizando una economía de la carencia,
y una socialización por el miedo a carecer, que nos convierte a todos y todas
en competidoras, mutilando la capacidad innata vincular desde la empatía.
La diferencia radical entre construir
desde la autorregulación hacia el bienestar frente a construir/mutilar con la
disociación por lógicas externas y extractivas que ponen la vida a servicio de
las dinámicas de producción capitalista, se expresa con mucha nitidez en el
análisis de la situación perinatal, lo que sirve como ejemplo inspirador para
otras realidades de fragilidad, interdependencia y potencia.
Que la gestación, el parto, el
nacimiento, el puerperio y la exterogestación se apoyen, se sostengan y se
respeten atendiendo a sus dinámicas internas produce una vivencia colectiva de
bienestar, una experiencia que nutre el desarrollo comunitario saludable y
vertebra socialmente, para posibilitar el apoyo mutuo como una práctica
cotidiana que dé respuesta a las dificultades individuales y colectivas.
Por lo contrario, que la
gestación, el nacimiento, el puerperio y la exterogestación se extraigan de la
experiencia humana con una intervención invasiva y totalitaria al servicio del
modelo hegemónico, utilizando la ciencia médica y las instituciones de la salud
para deslocalizar la experiencia y usurpar a las madres y a las criaturas la
autoridad y legitimidad natural en el hecho reproductivo, o utilizando el
exiguo sistema de prestaciones y "permisos" por maternidad para normalizar la
injerencia del mercado laboral en los procesos de crianza y cuidados (por mucho
que se le llame conciliación), implica una herida social, una violencia y un
desamparo que va a tener consecuencias graves en el bienestar futuro, y que
solo es justificable desde las posiciones de privilegio.
Y se hace interviniendo con mucha
fuerza, física y simbólica, en ese momento vital porque los vínculos que hay
que romper también son fuertes, y porque la supervivencia lleva a restaurarlos
a la mínima oportunidad. Así la operación ha de ser continuada y desde muchos
frentes. (El derecho, la pedagogía, la arquitectura, por supuesto la medicina,
también la psicología y el trabajo social. Todas y cada una de estas
disciplinas podrían someterse a una revisión perinatal que removería sus cimientos).
Todas a la una remando en la
misma dirección, porque una vez que el divorcio con la vida esté consumado todo
será más fácil: El paradigma cientificista reforzado, la justicia enajenada y
los cuidados fuera de juego. Un panorama en el que se podrá hacer daño sin
estridencias en una socialización normalizada que refuerza a la vez los
mecanismos de rentabilidad y poder.
La confrontación de los modelos
se hace más evidente cuánto más protagonismo tiene el cuerpo en el proceso. En
términos de Foucault, estamos en una batalla fundamental de la biopolítica, con
profundas implicaciones en la sexualidad.
Para los que quieren gobernar la
vida es imprescindible que lo reproductivo se vincule a lo sanitario, que se
trate en consultas y hospitales como enfermedad reafirmando la solvencia de la
institución, y que los cuidados entren en la ecuación como carga, como elemento
externo que hay que quitarse de encima.
En ambas cosas el Estado
puede echar una mano y cobrar la contraprestación pertinente.
Nada de libidinizar los cuidados, nada de describir lo reproductivo como sexual.
En un momento histórico en el que se
habla de la libertad sexual como un derecho consolidado, ampliar su dimensión a
lo reproductivo se vive como un retroceso porque contradice la posibilidad
individualista y consumista de abordar lo sexual. Se obvia ¿Intencionadamente?
que los mecanismos de control social de la sexualidad, analizados con
profundidad desde los movimientos emancipatorios feministas, operan de la misma
manera sobre las madres y sobre las criaturas humanas en sus dinámicas eróticas
de interdependencia. Quizá lo de separar reproducción de sexualidad no fue tan
buena idea. El bio-poder se hace fuerte imponiendo su visión al respecto.
La hegemonía cultural patriarcal
construye un simbólico que desterra la experiencia de madre y que termina
cristalizando en un ejercicio de violencia directa patriarcal, una violación,
hacia las mujeres que ponen a circular en el espacio público sus cuerpos y sus
deseos al servicio de los procesos reproductivos.
De nuevo, un ejercicio de
autonomía que expresa deseo y agencia reprimido al contravenir el lugar
social reservado y definido por la sexualidad hegemónica, adulta y
heteronormativa.
La violencia obstétrica, las
amenazas al ecosistema de la diada, las agresiones a las lactancias elegidas,
la denostación del trabajo reproductivo, los “permisos” cortos e
intransferibles, la escolarización de bebés, etc., son manifestaciones diversas
de un biopoder para el gobierno de la vida ligado al autoritarismo por el
interés de definir de un paradigma único, institucionalizado e incuestionable.
Un autoritarismo que hay que
combatir con acción política perinatal.
Como dice Ester Jordana Lluc enel artículo publicado en “El Salto”(16.04.19), la biopolítica pretende
“producir permanentemente determinados modos de vida apoyados en mecanismos que
se deslizan hasta lo más íntimo de nuestra subjetividad, operando sobre
nuestros cuerpos, nuestros pensamientos, nuestras conductas y nuestros afectos”
y esto pasa, hoy por hoy, por dar alas a una ingeniería social que se cree impune y todopoderosa.
En pro de un postestructuralismo
ingenuo se piensa que todo se puede definir y diseñar pasando por encima del
materialismo de nuestros cuerpos, tildándose de esencialismo cualquier referencia a la realidad biológica que nos define. Así se legitima sin pudor la actuación invasiva del
sistema para extirpar nuestra dimesión biológica y mamífera, para trascenderla
y dar categoría de realidad y normalidad a la economía de la carencia como
estructura organizadora de la supervivencia.
Así la díada madre-criatura se reivindica como un sujeto político irrenunciable para el bienestar presente y
futuro, y la perinatalidad como territorio, tanto de conocimiento como de
batalla, en el que defender lo humano de nuestra vida frente a la impostura patriarcal.
Un territorio donde
establecer unas nuevas alianzas al servicio de la vida. Un territorio donde
ensayar el maternaje como un modelo de amparo y de protección social. Y es un territorio que puede ser habitado por todas las personas que quieran y decidan ponerse al servicio de los procesos de cuidado y verterbración social mediante la convivencia entrañable. Por supuesto, hombres y papás incluidos.
La díada así sirve de foco político
fundamental para un sistema de bienestar que se desarrolla, en la medida se
expande, integrando las lógicas perinatales de interdependencia, fragilidad y
satisfacción mutua, y que encuentra una resonancia de sus procesos en el cuerpo
social, fértil para acoger y amparar el disfrute de la vida.
Y el territorio deviene en matria, matriz de desarrollo comunitario al servicio de un nuevo paradigma.
Y la matria es también un espacio político de encuentro de las personas comprometidas con la vida para la
búsqueda de estrategias y de consensos en la transformación de la realidad social que tanto y a tantas nos agrede.
Y por fin, un lugar político donde la lucha por el respeto de los derechos de la infancia y la niñez sea lo primero y sustantiva, no subordinada siempre a los procesos de emancipación adulta.
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