No hay consuelo sin techo: el precio de la vivienda y la muerte del trabajo social.

  Eslogan del movimiento "V de vivienda", allá por 2007. Si tenemos un trabajo social limitado a la lógica del empleo, cuando tener un salario no garantiza el acceso a los bienes básicos, ni siquiera a la vivienda, mucho del trabajo social pierde su sentido.   El mercado laboral como límite del trabajo social. Tenemos un modelo de trabajo social caduco que es heredero del marco definido hace más de 50 años por “Estado del bienestar” ( welfare state ) y que, pese a los profundos y estructurales cambios sociales, sigue siendo predominante en la intervención social, tanto desde la institución pública como desde los agentes privados del famoso “tercer sector”. El estado de bienestar reconoce y afianza el papel central de la economía productiva como elemento organizador del sistema y asume la jerarquía del mercado laboral y del empleo en la regulación de las relaciones sociales, y también a la hora definir los mecanismos de distribución de la riqueza. Es el “mundo del tra

El tercer sector y la distopía de "lo social".



“Tercer sector”…, aun después de llevar muchos años trabajando en él, el palabro me sigue sonando a peli de “serie B”: el tercer sector que hay que aislar para que la epidemia no se extienda o para contener la invasión de zombis. Sellar el tercer sector del reactor nuclear con la esperanza de que el calor no funda el hormigón armado y nos contamine a todas. O ese tercer sector del barrio marginado, de París, de Baltimore, de Río de Janeiro, o de cualquier otra macro-ciudad más o menos cinematográfica, aislado, en el que la policía no entra para que la gente se mate (o sobreviva) solita en la dejadez institucional.

Los distritos, los sectores, las fronteras… Nos encanta hacer una parte reconocible de un todo para limitarla o señalarla, pero cuando se trata de algo (por ejemplo, el cuerpo social) que es ontológica y epistemológicamente indivisible, el hecho de intentar dividirlo y forzar que se piense por partes, dividido, lo violenta y lo daña.

La fragmentación interesada convierte cualquier intento de organización en una estrategia mutiladora e inútil de control.

Lo sabemos, ¿no?, los zombis siempre se escapan, el virus se cuela por las rejillas de ventilación y el reactor peta tan fuerte que no hay héroe cachas y curtido que pueda hacer nada para evitar el desenlace fatal.

Así, y como no puede ser de otra forma, lo social también desparrama el interés de parcializarlo, desborda su sector y solivianta la política del orden y del control, pese a los esfuerzos del resto de “sectores” de que todo siga organizado y ordenado en base al modelo establecido.

La distopía la tenemos cuando naturalizamos este proceso y además le llamamos trabajo social: damos visos de realidad a una fabricación absolutamente extravagante y alejada de toda experiencia humana (ni Peter Jackson en sus años mozos, cuando su madre se comía a mi perro. Braindead, 1992.) para explicar, entender y, sobre todo, intervenir en lo comunitario -muchos años ya que las políticas sociales giran en torno al tercer sector como si éste fuera parte sustancial de la estructura social y no un engendro construido desde un interés y un modelo muy concreto de gestionar los conflictos derivados de la desigualdad-.

Nos inventamos que el malestar es de unas cuántas (como si todos y todas por nuestra condición humana no fuéramos frágiles y vulnerables) y la solución de otras cuantas, distintas, (ONGs, fundaciones, empresas de lo social) y así el resto del mundo puede ir a su aire: el “tercer sector” se encarga de contener los efectos indeseados, las disfunciones del sistema. Solo se precisa de alguna que otra transferencia en forma de subvenciones, conciertos, contratos o convenios laborales, para que las fronteras entre los diferentes sectores siempre estén bien definidas y la falacia distópica siga siendo creíble.

Y sí, podemos hablar de derechos, pero sólo desde la retórica, ya que los derechos provistos de su condición material hacen poroso el tejido social y la cosa ya no se podría organizar tan fácilmente en sectores funcionales al orden establecido.

El artefacto diseñado para controlar la catástrofe y la invasión de malestar que provoca el capitalismo convierte a todos sus agentes (trabajadoras sociales, educadoras, entidades, etc.) bien en héroes o heroínas maltrechas -que pese a sus esfuerzos no tienen más remedio que rendirse a la evidencia de que la dimensión de la tragedia va más allá de la escala humana, y que por mucho desempeño que pongan, la pobreza queda lejos de erradicarse con uno o varios programas europeos- o bien, en esos personajes secundarios que, como en todas las películas del género, solo hacen que relativizar el drama hasta el final, siempre buscando argumentos para concluir que “nada es tan grave si, al fin y al cabo, la nómina (más o menos precaria) sigue llegando a fin de mes”.

Hago spoiler: unos y otras, todas, mueren calcinadas al final de la película mostrando su cara más patética (aunque sí, con desigual celebración por parte del público).

Que lo social y su drama -en un contexto de desigualdad e injusticia, lo social siempre es dramático, obviarlo es apología del privilegio- quede reducido a la gestión profesional de una tragedia “naturalizada” en manos de “los cuerpos especiales” es una derrota segura. Además, nos convierte a todas en espectadoras cómplices del desenlace final en la medida que no se asume (en muchos casos, no se permite asumir) la parte de responsabilidad que tenemos en lo que acontece, estemos en el primer, segundo, tercero, cuarto sector o en el sofá de nuestra casa.

No se trata de amargar el día, pero al menos para los y las que participamos de este tinglado: ¿Cuánto hace que no se habla de capitalismo y de patriarcado en las justificaciones de los proyectos de trabajo social? ¿Cuánto hace que se quedan fuera de las actividades, de los indicadores y de los resultados evaluados las propuestas de confrontación y de denuncia social? ¿Cuántos de los proyectos y de las prácticas que se implementan son de auto-justificación, predefinidos y que solo hacen que ratificar las premisas establecidas? ¿Realmente pensamos que los problemas desaparecen cuando paramos los proyectos y cerramos los centros los fines de semana y en vacaciones?

No hay mayor distopía que una profecía autocumplida.

¿Hemos normalizado la lógica externa, y demoníaca, del tercer sector hasta el punto que la misión, la visión y los valores de la organización nos impiden dialogar de manera sincera y honesta con la complejidad de la realidad? ¿Por qué medimos la calidad de nuestro trabajo social con una certificación ISO 9001, importada del mundo empresarial y productivo, auditada por gente que no suele tener ni idea de la complejidad de las relaciones humanas? ¿Por qué hemos dado la espalda a lo comunitario? ¿Por qué hemos asumido como bueno que “lo social” y “lo político” estén separados y diferenciados? ¿Y dividir el sector entre profesionales y usuarios a dónde nos lleva? ¿Tanto nos compensan nuestros salarios precarios como para seguir alimentando la mentira? ¿Qué lugar reservamos para el trabajo social autogestionado en proyectos colectivos de cuidado y amparo?

Preguntas, todas ellas, que debieran amplificarse con una práctica comprometida, profundizando cada vez más en las contradicciones y estableciendo diálogo con y desde ellas. Pasa lo contrario: son silenciadas, autocensuradas, dándose por bueno el marco establecido.

Es tan fácil de entender que el poder económico y el poder político avalen las reglas del juego como triste comprobar que el trabajo social también lo haga.

La distopía de lo social se hace realidad cuando los y las protagonistas representan su papel reservado. El tercer sector se autojustifica y se fundamenta a sí mismo convirtiéndose en una institución que deja de ser permeable a la realidad social para poder imponer las lógicas y los protocolos que lo mantienen a flote.

Supongo que nos sube la autoestima ser “los elegidos”, las encargadas de “la noble misión de salvar el mundo”, pero de igual modo debiéramos reconocer que la tenemos por los suelos cuando tomamos conciencia de que los marcos actuales, asumidos y aceptados por la mayoría, no son válidos. Son ineficaces e inclusom en muchas ocasiones, contraproducentes y narcisistas. Esto lo podemos comprobar todos los días, en nuestros trabajos y a pie de barrio.

El argumento de la precariedad laboral, de la falta de recursos, del condicionamiento de las subvenciones, de ser el “patito feo” del orden social, es insuficiente. Es necesario ir más allá y hacer explícito en cada instante la función social que representamos. Por honestidad con quienes atendemos y también para jugar la posibilidad de rendir el poder otorgado y subvertir el orden planificado.

Frente al trabajo social que gestiona “lo inevitable” mientras el poder come palomitas y puede divertirse en sus dinámicas genocidas, está la propuesta de tocar tierra y de aliarse con las circunstancias y los contextos, con la gente alienígena y con los zombis, para intentar entre unas y otras dar una respuesta creativa a lo que nos atraviesa, como personas y miembros de un multiverso común.

Ser nombrado da estatus y reconocimiento. Nos hemos creído que una sociedad con un “tercer sector” activo y saludable es más justa y equitativa aunque, de hecho, signifique una dejación de funciones del sector público (primer sector), que administra creando desigualdad, y un “segundo sector” (el sector de la empresa privada) que “hace lo que le da la gana” legitimado por ser “el motor de la economía” al que nadie puede toserle.

Dejamos que unos y otros puedan cargarse el planeta y maltratar a sus gentes a cambio de que nos regalen un buen puñado fundaciones subvencionadas con las que pueden ir expiando sus culpas. Se justifican al gastar dinero en pagar los platos que rompen, pero siempre con la seguridad de que ninguna de las entidades serviles les va a cuestionar sus políticas y expolios (además, mucho de ese dinero les vuelve en beneficios económicos, porque el tercer sector también sabe cómo rentabilizar la pobreza y el malestar).

Esta distopía es también una tomadura de pelo porque nunca antes el poder político, el poder económico y la gestión social de sus desmanes habían estado tan entrelazados y fusionados. Se separa el primer, segundo y tercer sector en aras de una independencia y autonomía mientras que en la trastienda firman con sangre alianzas imposibles de disolver. Son los tejemanejes del proyectode desigualdad social en el que el tercer sector tiene un papel fundamental.

En la época de la crisis del estado de bien(mal)estar, cuando existía una expectativa de que las democracias garantizaran los derechos, aún había una tensión entre lo político y lo económico, ya que los estados iban a la bancarrota con las prácticas voraces del capitalismo neoliberal. El conflicto social estaba servido, parecía inevitable. Pero llegó el tercer sector para meter debajo de la alfombra todo lo escatológico del sistema y la tensión quedó resuelta. Todo por cuatro duros y una buena reputación que permitiera a las entidades herederas de la asistencia social de criterios morales y principios pedagogizantes (principalmente las vinculadas a Iglesia Católica) seguir haciendo las cosas a su manera.

Y parece que esa reputación, estatus y reconocimiento lo quieren para sí muchos de los profesionales del sector, pidiendo salarios más altos, especializándose y diferenciándose cada vez más de las personas atendidas asumiendo un rol de superioridad, como si trabajar en lo social diera un plus de categoría moral que legitima a decir e imponer a las demás- a “los nadies” diría Galeano, el de las utopías- cómo han de solucionar sus problemas. Pero para participar de la buena reputación, y obtener los privilegios que de ella se derivan, han de dar por bueno este modelo de gestión de residuos, escondiendo la crítica y su ineficacia.

Supongo que es legítimo pedir que los pactos en la sombra salgan a la superficie y que lo recibido en el tercer sector por los servicios prestados al sistema llegue de manera más nítida y directa a quienes están trabajando en primera línea, pero no deja de ser una reivindicación deprimente que certifica la derrota del trabajo social crítico y transformador.

Pero el final de la película puede ser otro: ¿y si los nadies, las zombis, los alienígenas y el resto de patógenos sociales algún día pudieran colarse por los conductos del sistema y transitar libremente por los diferentes sectores (tener representación política, como en Colombia, o hacer viables sus microemprendimientos, o autogestionar sus necesidades y deseos en proyectos colectivos)?

Seguro que sonarían las alarmas de caos, de ruina y de autodestrucción, el “botón rojo” aparecería en primer plano y el cronómetro hacia el fin del mundo se pondría en marcha. Y quizá entonces, en medio de la desesperación y la angustia compartida, se abriría la oportunidad de que los agentes dobles del tercer sector tomaran partido y dejaran de defender la distopía propia y la ajena para abrazar la utopía posible de lo comunitario.

Lo bueno es que no hemos de esperar a que acabe la película, ni siquiera el estreno de una nueva serie en la que se tornan los papeles y los privilegios cambian de bando para ver qué pasa. Tampoco precisamos de una gran revolución para que las cosas puedan ser distintas. Lo hermoso y maravilloso de la vida es que la utopía y la distopía conviven en la realidad y se expresan en todas las situaciones. Solo hemos de pensar y sentir cómo hacemos para, en cada situación, multiplicar las posibilidades de transformación social hacia mundos más habitables.

Aprender a sobrevivir en lo distópico nos conecta y nos entrena en un utópico que acercamos con cada práctica singular que construye alternativa. Es un reto nutrir lo social de experiencias que, aun asumiendo el marco establecido, ensayen otras lógicas y otras formas de gestión de las problemáticas que se nos van a seguir presentando siempre diferentes y complejas, por mucho que otros intenten meterlas en protocolos de intervención.

Hay un camino sociopolítico que desbrozar y transitar y, quizá, nos dirija hacia un final feliz y de bienestar.

La única manera gestionar con cierto éxito una catástrofe nuclear, la invasión de los ultracuerpos, una pandemia, la apocalipsis o un reto de justicia social, es poner en común con confianza, empatía y solidaridad.

 

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