“Tercer sector”…, aun después de
llevar muchos años trabajando en él, el palabro me sigue sonando a peli de
“serie B”: el tercer sector que hay que aislar para que la epidemia no se
extienda o para contener la invasión de zombis. Sellar el tercer sector del
reactor nuclear con la esperanza de que el calor no funda el hormigón armado y
nos contamine a todas. O ese tercer sector del barrio marginado, de París, de
Baltimore, de Río de Janeiro, o de cualquier otra macro-ciudad más o menos
cinematográfica, aislado, en el que la policía no entra para que la gente se
mate (o sobreviva) solita en la dejadez institucional.
Los distritos, los sectores, las
fronteras… Nos encanta hacer una parte reconocible de un todo para limitarla o
señalarla, pero cuando se trata de algo (por ejemplo, el cuerpo social) que es
ontológica y epistemológicamente indivisible, el hecho de intentar dividirlo y
forzar que se piense por partes, dividido, lo violenta y lo daña.
La fragmentación interesada
convierte cualquier intento de organización en una estrategia mutiladora e
inútil de control.
Lo sabemos, ¿no?, los
zombis siempre se escapan, el virus se cuela por las rejillas de ventilación y
el reactor peta tan fuerte que no hay héroe cachas y curtido que
pueda hacer nada para evitar el desenlace fatal.
Así, y como no puede ser de otra
forma, lo social también desparrama el interés de parcializarlo, desborda su sector y solivianta la política del
orden y del control, pese a los esfuerzos del resto de “sectores” de que todo
siga organizado y ordenado en base al modelo establecido.
La distopía la tenemos cuando naturalizamos este proceso y además le
llamamos trabajo social: damos visos de realidad a una fabricación
absolutamente extravagante y alejada de toda experiencia humana (ni Peter
Jackson en sus años mozos, cuando su madre se comía a mi perro. Braindead, 1992.) para explicar, entender y, sobre todo, intervenir en
lo comunitario -muchos años ya que las políticas sociales giran en torno al tercer sector como si éste fuera parte
sustancial de la estructura social y no un engendro construido desde un interés
y un modelo muy concreto de gestionar los conflictos derivados de la
desigualdad-.
Nos inventamos que el malestar es
de unas cuántas (como si todos y todas por nuestra condición humana no fuéramos
frágiles y vulnerables) y la solución de otras cuantas, distintas, (ONGs,
fundaciones, empresas de lo social) y así el resto del mundo puede ir a su aire: el “tercer sector” se encarga de contener los efectos indeseados,
las disfunciones del sistema. Solo se precisa de alguna que otra transferencia en
forma de subvenciones, conciertos, contratos o convenios laborales, para que
las fronteras entre los diferentes sectores siempre estén bien definidas y la
falacia distópica siga siendo creíble.
Y sí, podemos hablar de derechos,
pero sólo desde la retórica, ya que los derechos provistos de su condición
material hacen poroso el tejido social y la cosa ya no se podría organizar tan
fácilmente en sectores funcionales al
orden establecido.
El artefacto diseñado para
controlar la catástrofe y la invasión de malestar que provoca el
capitalismo convierte a todos sus agentes (trabajadoras sociales, educadoras,
entidades, etc.) bien en héroes o heroínas maltrechas -que pese a sus esfuerzos
no tienen más remedio que rendirse a la evidencia de que la dimensión de la
tragedia va más allá de la escala humana, y que por mucho desempeño que pongan,
la pobreza queda lejos de erradicarse con uno o varios programas europeos- o
bien, en esos personajes secundarios que, como en todas las películas del género,
solo hacen que relativizar el drama hasta el final, siempre buscando argumentos
para concluir que “nada es tan grave si, al fin y al cabo, la nómina (más o
menos precaria) sigue llegando a fin de mes”.
Hago spoiler: unos y otras, todas, mueren calcinadas al final de la
película mostrando su cara más patética (aunque sí, con desigual celebración
por parte del público).
Que lo social y su drama -en un
contexto de desigualdad e injusticia, lo social siempre es dramático, obviarlo
es apología del privilegio- quede reducido a la gestión profesional de una
tragedia “naturalizada” en manos de “los cuerpos especiales” es una derrota
segura. Además, nos convierte a todas en espectadoras cómplices del desenlace
final en la medida que no se asume (en muchos casos, no se permite asumir) la
parte de responsabilidad que tenemos en lo que acontece, estemos en el primer,
segundo, tercero, cuarto sector o en el sofá de nuestra casa.
No se trata de amargar el día,
pero al menos para los y las que participamos de este tinglado: ¿Cuánto hace
que no se habla de capitalismo y de patriarcado en las justificaciones de los
proyectos de trabajo social? ¿Cuánto hace que se quedan fuera de las
actividades, de los indicadores y de los resultados evaluados las propuestas de
confrontación y de denuncia social? ¿Cuántos de los proyectos y de las
prácticas que se implementan son de auto-justificación, predefinidos y que solo
hacen que ratificar las premisas establecidas? ¿Realmente pensamos que los
problemas desaparecen cuando paramos los proyectos y cerramos los centros los
fines de semana y en vacaciones?
No hay mayor distopía que una profecía autocumplida.
¿Hemos normalizado la lógica
externa, y demoníaca, del tercer sector
hasta el punto que la misión, la visión y los valores de la organización nos impiden dialogar de manera sincera y
honesta con la complejidad de la realidad? ¿Por qué medimos la calidad de
nuestro trabajo social con una certificación
ISO 9001, importada del mundo empresarial y productivo, auditada por gente
que no suele tener ni idea de la complejidad de las relaciones humanas? ¿Por qué hemos dado la espalda
a lo comunitario? ¿Por qué hemos asumido como bueno que “lo social” y “lo
político” estén separados y diferenciados? ¿Y dividir el sector entre
profesionales y usuarios a dónde nos lleva? ¿Tanto nos compensan nuestros
salarios precarios como para seguir alimentando la mentira? ¿Qué lugar
reservamos para el trabajo social autogestionado en proyectos colectivos de
cuidado y amparo?
Preguntas, todas ellas, que
debieran amplificarse con una práctica comprometida, profundizando cada vez más en las
contradicciones y estableciendo diálogo con y desde ellas. Pasa lo contrario:
son silenciadas, autocensuradas, dándose por bueno el marco establecido.
Es tan fácil de entender que el
poder económico y el poder político avalen las reglas del juego como triste
comprobar que el trabajo social también lo haga.
La distopía de lo social se hace realidad cuando los y las
protagonistas representan su papel reservado. El tercer sector se autojustifica y se fundamenta a sí mismo
convirtiéndose en una institución que deja de ser permeable a la realidad
social para poder imponer las lógicas y los protocolos que lo mantienen a flote.
Supongo que nos sube la
autoestima ser “los elegidos”, las encargadas de “la noble misión de salvar el
mundo”, pero de igual modo debiéramos reconocer que la tenemos por los suelos cuando tomamos
conciencia de que los marcos actuales, asumidos y aceptados por la mayoría, no
son válidos. Son ineficaces e inclusom en muchas ocasiones, contraproducentes y narcisistas. Esto lo podemos comprobar todos los días, en nuestros trabajos y a pie de
barrio.
El argumento de la precariedad
laboral, de la falta de recursos, del condicionamiento de las subvenciones, de
ser el “patito feo” del orden social, es insuficiente. Es necesario ir más allá
y hacer explícito en cada instante la función social que representamos. Por
honestidad con quienes atendemos y también para jugar la posibilidad de rendir
el poder otorgado y subvertir el orden planificado.
Frente al trabajo social que
gestiona “lo inevitable” mientras el poder come palomitas y puede divertirse en
sus dinámicas genocidas, está la propuesta de tocar tierra y de aliarse con las
circunstancias y los contextos, con la gente alienígena y con los zombis, para
intentar entre unas y otras dar una respuesta creativa a lo que nos atraviesa,
como personas y miembros de un multiverso común.
Ser nombrado da estatus y
reconocimiento. Nos hemos creído que una sociedad con un “tercer sector” activo
y saludable es más justa y equitativa aunque, de hecho, signifique una dejación
de funciones del sector público (primer sector), que administra creando
desigualdad, y un “segundo sector” (el sector de la empresa privada) que “hace
lo que le da la gana” legitimado por ser “el motor de la economía” al que nadie
puede toserle.
Dejamos que unos y otros puedan
cargarse el planeta y maltratar a sus gentes a cambio de que nos regalen un
buen puñado fundaciones subvencionadas con las que pueden ir expiando sus
culpas. Se justifican al gastar dinero en pagar los platos que rompen, pero siempre con la
seguridad de que ninguna de las entidades serviles les va a cuestionar sus políticas y expolios (además, mucho de ese dinero les vuelve en beneficios económicos, porque el tercer sector también sabe cómo rentabilizar la pobreza y el malestar).
Esta distopía es también una tomadura de pelo porque nunca antes el
poder político, el poder económico y la gestión social de sus desmanes habían
estado tan entrelazados y fusionados. Se separa el primer, segundo y tercer
sector en aras de una independencia y autonomía mientras que en la trastienda
firman con sangre alianzas imposibles de disolver. Son los tejemanejes del proyectode desigualdad social en el que el tercer sector tiene un papel
fundamental.
En la época de la crisis del estado de bien(mal)estar, cuando existía
una expectativa de que las democracias garantizaran los derechos, aún había una
tensión entre lo político y lo económico, ya que los estados iban a la
bancarrota con las prácticas voraces del capitalismo neoliberal. El conflicto
social estaba servido, parecía inevitable. Pero llegó el tercer sector para meter debajo de la alfombra todo lo escatológico
del sistema y la tensión quedó resuelta. Todo por cuatro duros y una buena
reputación que permitiera a las entidades herederas de la asistencia
social de criterios morales y principios pedagogizantes (principalmente las
vinculadas a Iglesia Católica) seguir haciendo las cosas a su manera.
Y parece que esa reputación,
estatus y reconocimiento lo quieren para sí muchos de los profesionales del sector, pidiendo salarios más altos,
especializándose y diferenciándose cada vez más de las personas atendidas asumiendo un rol de superioridad, como si trabajar en lo social diera un plus de
categoría moral que legitima a decir e imponer a las demás- a “los
nadies” diría Galeano, el de las utopías-
cómo han de solucionar sus problemas. Pero para participar de la buena reputación, y obtener los privilegios que de ella se derivan, han de dar por bueno
este modelo de gestión de residuos, escondiendo la crítica y su ineficacia.
Supongo que es legítimo pedir que
los pactos en la sombra salgan a la superficie y que lo recibido en el tercer
sector por los servicios prestados al sistema llegue de manera más nítida y directa a quienes
están trabajando en primera línea, pero no deja de ser una reivindicación
deprimente que certifica la derrota del trabajo social crítico y transformador.
Pero el final de la película
puede ser otro: ¿y si los nadies, las
zombis, los alienígenas y el resto de patógenos sociales algún día pudieran
colarse por los conductos del sistema y transitar libremente por los diferentes
sectores (tener representación política, como en Colombia, o hacer viables sus
microemprendimientos, o autogestionar sus necesidades y deseos en proyectos
colectivos)?
Seguro que sonarían las alarmas
de caos, de ruina y de autodestrucción, el “botón rojo” aparecería en primer
plano y el cronómetro hacia el fin del mundo se pondría en marcha. Y quizá
entonces, en medio de la desesperación y la angustia compartida, se abriría la oportunidad de que los agentes dobles del tercer sector tomaran
partido y dejaran de defender la distopía
propia y la ajena para abrazar la utopía posible de lo comunitario.
Lo bueno es que no hemos de
esperar a que acabe la película, ni siquiera el estreno de una nueva serie en
la que se tornan los papeles y los privilegios cambian de bando para ver qué
pasa. Tampoco precisamos de una gran revolución para que las cosas puedan ser
distintas. Lo hermoso y maravilloso de la vida es que la utopía y la distopía
conviven en la realidad y se expresan en todas las situaciones. Solo hemos de
pensar y sentir cómo hacemos para, en cada situación, multiplicar las
posibilidades de transformación social hacia mundos más habitables.
Aprender a sobrevivir en lo
distópico nos conecta y nos entrena en un utópico que acercamos con cada
práctica singular que construye alternativa. Es un reto nutrir lo social de
experiencias que, aun asumiendo el marco establecido, ensayen otras lógicas y
otras formas de gestión de las problemáticas que se nos van a seguir presentando siempre diferentes y complejas, por mucho que otros intenten meterlas en
protocolos de intervención.
Hay un camino sociopolítico que
desbrozar y transitar y, quizá, nos dirija hacia un final feliz y de bienestar.
La
única manera gestionar con cierto éxito una catástrofe nuclear, la invasión de los ultracuerpos,
una pandemia, la apocalipsis o un reto de justicia social, es poner en común con confianza,
empatía y solidaridad.
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