Toses, mocos y violencia contra la infancia.

  El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses. La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia. No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria. Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media

El “derecho” a nacer deseado/a y a tener una crianza viable.


Hace unos días, a causa de la provocación de los cenutrios del gobierno de Castilla y León, tuvimos en primera plana el ¿debate? sobre el aborto y la emergencia de tener que seguir reivindicando los derechos sexuales de las mujeres. Pese a lo consolidado que pareciera que están ciertas conquistas sociales, vemos cómo se siguen poniendo en entredicho a las primeras de cambio.

Los cimientos productivos capitalistas de nuestra sociedad están a prueba de bombas, pero todo lo que tiene que ver con lo reproductivo sigue amenazado, más si se defiende desde la libertad y desde el derecho a la autonomía y autogestión de la propia vida.

Lo reproductivo, políticamente hablando, está degradado, y por ello cuesta organizarlo y articularlo en base a derechos reconocidos que sirvan para hacer las vidas vivibles, que den la seguridad necesaria para que la existencia esté protegida, especialmente la de las personas con mayor grado de dependencia, como, por ejemplo, los y las bebés.

La degradación de lo reproductivo, y su estatus de subordinación respecto a otros aspectos de la organización de la vida, tiene su correlación en las luchas y en las reivindicaciones que se impulsan desde la izquierda. Conforme nos vamos acercando al terreno de la sexualidad reproductiva, al de la crianza o al de los cuidados, los discursos y los planteamientos de los sectores progresistas se erosionan y se desmontan, llegan los matices, las contradicciones y las ambigüedades, dejando un terreno libre, de indefinición, para que los sectores más reaccionarios hagan crecer lo suyo.

La falta (o renuncia) a defender un discurso emancipador de la familia y de las relaciones humanas que rompa con el individualismo y que ponga el énfasis en los vínculos sociales de los ecosistemas humanos, es demasiado frecuente. En algunas ocasiones, parece que el derecho al aborto solo se justifique como una barrera de contención para poder seguir demandando para las mujeres el imaginario de la autosuficiencia capitalista, y no por una reivindicación de autonomía de las madres, las criaturas y las familias, y menos aún, como un elemento necesario para la cohesión social y el bienestar.

Pero la dimensión social del derecho al aborto es irrenunciable.

Crianza digna.

La vivienda, el trabajo, la seguridad, las prestaciones sociales, son elementos que afectan directamente a lo reproductivo. El contexto de injusticia social, que nos obliga a vivir en una precariedad generalizada, da una dimensión social al aborto que es incuestionable. La planificación familiar puede llegar a ser una de las últimas cartas a jugar en la partida de evitar la pobreza y el desamparo.

Un sistema que no garantiza los derechos fundamentales de manera universal, que no articula políticas reales y eficientes para que éstos se puedan materializar en amplios sectores de la sociedad, tendría que asegurar -aunque fuera como un mal menor, como un reconocimiento de la derrota- sin titubeos el derecho al aborto. Debería reconocer y defender la autonomía de una mujer a la hora de decidir si puede hacer viable un proyecto de crianza con las circunstancias concretas que está viviendo y que posiblemente aumenten en precariedad con la maternidad. Por un respeto a la libertad inalienable de decidir sobre el propio futuro, y también, y es fundamental, para poder garantizar los derechos de protección y de cuidado del bebé o la bebé por nacer.

En el Estado español no se puede renunciar sin más a la patria potestad -frecuentemente leemos en prensa casos de bebés abandonados, el último en Barcelona esta semana- y, como no puede ser de otra manera, tenemos leyes de protección a las infancias que retiran tutelas a las familias que no ejercen la guarda con garantías (a veces por criterios técnicos más que cuestionables, pero eso es otro tema).

Por tanto, si damos por superada la pantalla de que las mujeres empobrecidas tengan la misión de parir hijos para las familias de ricos (ya sea por el mecanismo de las adopciones o por la subrogación), el derecho al aborto adquiere una dimensión fundamental de protección a la infancia.

Una mujer puede decidir abortar en un ejercicio de responsabilidad social, consciente de lo que una criatura necesita, consciente de lo que implica la patria potestad y consciente de que los apoyos sociales a los procesos de crianza son una mierda. Y un Estado corresponsable debiera asegurar esta posibilidad con todo el cuidado y el mimo necesario, y celebrar que la ética individual pueda anticipar el desastre que fabrica el abandono institucional de lo reproductivo.

El debate sobre qué pasaría con el aborto si, efectivamente, el Estado pudiera garantizar la viabilidad de todas las crianzas de manera saludable, es una falacia. Lo podemos dejar aparcado unos cuantos siglos, hasta que el patriarcado y capitalismo se superen, y mientras, reconocer el papel fundamental que han tenido, tienen y tendrán las mujeres en la protección social, celebrando, y cuando no denunciando, que puedan ejercer el aborto libremente como un derecho reconocido y defendido por la sociedad en su conjunto.

Nacer deseado/a.

El aborto como un derecho para la protección de las infancias puede ir más allá de las condiciones materiales que ha de garantizar una madre o una familia. En lo reproductivo hay una dimensión psicosocial, que también debe ser tenida en cuenta, que deriva de los procesos libidinales que entran en juego y de las relaciones afectivas que precisa.

Sabemos que los deseos son algo difícil de concretar en clave de derechos. En demasiadas ocasiones, pedir que se garantice la posibilidad de cumplir un deseo, se asemeja a querer una “libertad para decidir” sobre cuestiones individuales sin tener en cuenta sus implicaciones sociales, incluso para reivindicar privilegios por “orden natural”, llevando los deseos a lugares sólo defendidos por el liberalismo más violento.

Pero esa dificultad, y esa instrumentalización, no debe implicar que renunciemos a meterlos en la ecuación y a tenerlos en cuenta a la hora de definir los parámetros de la vida digna. Desear y ser deseados/as, más allá de definir una erótica y una afectividad en las relaciones humanas, es una garantía para la supervivencia.

Un bebé que crezca en la carencia afectiva tiene menos posibilidades de tener una crianza viable que una criatura deseada que pueda desarrollarse en un contexto rico y nutrido de afectos y relaciones amorosas.

Más allá de las evidencias aportadas por la neurobiología perinatal y la psicología del apego, en el plano puramente social vemos que atender las necesidades psicológicas de una criatura es algo tan fundamental, si no más, como atender las necesidades materiales. En las biografías de niños y niñas dañadas siempre hay episodios de abandono que son tan definitorios como las situaciones en las que son víctimas de abusos, o tan relevantes como los momentos en los que sufren el maltrato con violencia.

No existe una garantía para el buen trato, máxime en una sociedad adultócrata en la que nos relacionamos con las infancias en base a relaciones de poder más que de amor, pero el sentido común nos dice que nacer con el deseo de los progenitores da más probabilidades a una acogida responsable y empática, a que haya una disposición para atender las necesidades de un bebé, que en los casos en los que no existe ese deseo, por mucho que las condiciones materiales puedan ser suficientes (hay mucha violencia y abuso de la infancia también en las clases privilegiadas).

El deseo como condición vital no es exactamente un sinónimo del “querer” adulto, o de la voluntad, pero igual que el “aborto” puede ser un “mal menor” a la hora de poder evitar carencias materiales que comprometan el malestar, también el aborto puede ser una decisión muy saludable y necesaria en los casos en los que los adultos responsables no quieren dar respuesta a las exigencias de los procesos de crianza ni asumir lo que implica acompañar la vida de una criatura.

Ningún niño o niña se merece que lo “nazcan” sin quererlo, que tenga que pelear por la satisfacción de sus necesidades desde el minuto cero y conquistar su supervivencia con ansiedad, lucha y desespero.

La vulnerabilidad característica de la especie humana, y específicamente la fragilidad de las criaturas humanas, nos implica vivir en la interdependencia. Estamos preparadas biológicamente para nacer acogidas, para encontrar una receptividad familiar y social, y para tener cuerpos, personas, con las que relacionarnos libidinalmente para crecer en bienestar.

Por tanto, cuando una mujer decide abortar sólo porque le “da la gana”, lejos de poder ser catalogada como un ser egoísta, está ejerciendo un derecho que sintoniza de manera unívoca con las características y las necesidades de la reproducción humana. Si aceptamos que una crianza saludable no es posible sin voluntad ni deseo, es una responsabilidad social y política garantizar el derecho al aborto libre y gratuito sin ningún tipo de juicio moral.

Por tanto, el derecho al aborto no contrapone los derechos de las mujeres frente a los derechos de las criaturas, todo lo contrario, los complementa, se fundamentan recíprocamente.

Cuando la derecha casposa pone en el debate público el engendro argumental de “los derechos del no nacido” enfrentándolos a los derechos de las mujeres, para luego abandonar a las criaturas en el capitalismo salvaje, en la familia tradicional heteronormativa o en la beneficencia, está traicionando la dimensión colectiva de lo humano, la sociabilidad básica necesaria para la supervivencia, definiendo un antagonismo en un lugar de colaboración y simbiosis.

Y cuando la izquierda asume este discurso y responde reivindicando el derecho al aborto exclusivamente como un derecho individual de las mujeres, se queda corta. Indirectamente le hace el juego a los sectores conservadores aceptando que la infancia y la familia forman parte del patrimonio ideológico más reaccionario, renunciando a la potencia política de atender lo reproductivo con alternativas cuidadosas para el conjunto de la sociedad.

El aborto va más allá de ser un derecho individual, es un derecho social, de todos y todas, y también de los y las bebés que están por nacer (o no nacer).

Y como los demás derechos reproductivos que precisan, aún hoy, de los cuerpos y de las vidas de las mujeres para sustanciarse, no se puede garantizar sin un respeto y reconocimiento explícito, y jurídico, a la libertad de elección de todas y cada una de ellas en todas y cada una de las situaciones y en todas y cada una de las cuestiones que afectan a su vida sexual/reproductiva, desde la concepción, la gestación, el parto o la lactancia -lo teníamos claro en los 80… Las primeras clínicas que acompañaban abortos, cuando aún se jugaban el pellejo con ello, eran las mismas que peleaban un por un parto respetado y defendido de las violencias obstétricas-.

Parece que se vienen años duros en los que, de nuevo, va a ser necesario defender lo imprescindible. No es de recibo dejar solas a las mujeres y a las madres en esa lucha social.

Reivindicar unas infancias dignas siempre va a ir de la mano de defender el aborto libre y gratuito, y por supuesto, al margen de esto, hacer lo posible para que se den las condiciones materiales y psicosociales que hagan las crianzas viables y disfrutadas.

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