Hace unos días, a causa de la provocación de los cenutrios del gobierno de Castilla y León, tuvimos en primera plana el ¿debate? sobre el aborto y la emergencia de tener que seguir reivindicando los derechos sexuales de las mujeres. Pese a lo consolidado que pareciera que están ciertas conquistas sociales, vemos cómo se siguen poniendo en entredicho a las primeras de cambio.
Los cimientos productivos capitalistas de nuestra sociedad están a prueba de bombas, pero todo lo que tiene que ver con lo reproductivo sigue amenazado, más si se defiende desde la libertad y desde el derecho a la autonomía y autogestión de la propia vida.
Lo reproductivo, políticamente hablando, está degradado, y por ello cuesta organizarlo y articularlo en base a derechos reconocidos que sirvan para hacer las vidas vivibles, que den la seguridad necesaria para que la existencia esté protegida, especialmente la de las personas con mayor grado de dependencia, como, por ejemplo, los y las bebés.La degradación de lo reproductivo, y su estatus de subordinación respecto a otros aspectos de la
organización de la vida, tiene su correlación en las luchas y en las
reivindicaciones que se impulsan desde la izquierda. Conforme nos vamos
acercando al terreno de la sexualidad reproductiva, al de la crianza o al de
los cuidados, los discursos y los planteamientos de los sectores progresistas
se erosionan y se desmontan, llegan los matices, las contradicciones y las
ambigüedades, dejando un terreno libre, de indefinición, para que los sectores
más reaccionarios hagan crecer lo suyo.
La falta (o renuncia) a defender un discurso emancipador de la familia y de las relaciones humanas que rompa con el individualismo y que ponga el énfasis en los vínculos sociales de los ecosistemas humanos, es demasiado frecuente. En algunas ocasiones, parece que el derecho al aborto solo se justifique como una barrera de contención para poder seguir demandando para las mujeres el imaginario de la autosuficiencia capitalista, y no por una reivindicación de autonomía de las madres, las criaturas y las familias, y menos aún, como un elemento necesario para la cohesión social y el bienestar.
Pero la dimensión social del derecho al aborto es irrenunciable.
Crianza digna.
La vivienda, el trabajo, la
seguridad, las prestaciones sociales, son elementos que afectan directamente a
lo reproductivo. El contexto de injusticia social, que nos obliga a vivir en
una precariedad generalizada, da una dimensión social al aborto que es
incuestionable. La planificación familiar puede llegar a ser una de las últimas
cartas a jugar en la partida de evitar la pobreza y el desamparo.
Un sistema que no garantiza los
derechos fundamentales de manera universal, que no articula políticas reales y
eficientes para que éstos se puedan materializar en amplios sectores de la
sociedad, tendría que asegurar -aunque fuera como un mal menor, como un
reconocimiento de la derrota- sin titubeos el derecho al aborto. Debería
reconocer y defender la autonomía de una mujer a la hora de decidir si puede
hacer viable un proyecto de crianza con las circunstancias concretas que está
viviendo y que posiblemente aumenten en precariedad con la maternidad. Por un
respeto a la libertad inalienable de decidir sobre el propio futuro, y también, y
es fundamental, para poder garantizar los derechos de protección y de cuidado
del bebé o la bebé por nacer.
En el Estado español no se puede
renunciar sin más a la patria potestad -frecuentemente leemos en prensa casos
de bebés abandonados, el último en Barcelona esta semana- y, como no
puede ser de otra manera, tenemos leyes de protección a las infancias que
retiran tutelas a las familias que no ejercen la guarda con garantías (a veces
por criterios técnicos más que cuestionables, pero eso es otro tema).
Por tanto, si damos por superada
la pantalla de que las mujeres empobrecidas tengan la misión de parir hijos
para las familias de ricos (ya sea por el mecanismo de las adopciones o por la
subrogación), el derecho al aborto adquiere una dimensión fundamental de
protección a la infancia.
Una mujer puede decidir abortar
en un ejercicio de responsabilidad social, consciente de lo que una criatura
necesita, consciente de lo que implica la patria potestad y consciente de que
los apoyos sociales a los procesos de crianza son una mierda. Y un Estado
corresponsable debiera asegurar esta posibilidad con todo el cuidado y el
mimo necesario, y celebrar que la ética individual pueda anticipar el desastre
que fabrica el abandono institucional de lo reproductivo.
El debate sobre qué pasaría con
el aborto si, efectivamente, el Estado pudiera garantizar la viabilidad de
todas las crianzas de manera saludable, es una falacia. Lo podemos dejar
aparcado unos cuantos siglos, hasta que el patriarcado y capitalismo se
superen, y mientras, reconocer el papel fundamental que han tenido, tienen y
tendrán las mujeres en la protección social, celebrando, y cuando no
denunciando, que puedan ejercer el aborto libremente como un derecho reconocido
y defendido por la sociedad en su conjunto.
Nacer deseado/a.
El aborto como un derecho para la
protección de las infancias puede ir más allá de las condiciones materiales que
ha de garantizar una madre o una familia. En lo reproductivo hay una dimensión
psicosocial, que también debe ser tenida en cuenta, que deriva de los procesos
libidinales que entran en juego y de las relaciones afectivas que precisa.
Sabemos que los deseos son algo difícil de concretar en
clave de derechos. En demasiadas ocasiones, pedir que se garantice la
posibilidad de cumplir un deseo, se asemeja a querer una “libertad para
decidir” sobre cuestiones individuales sin tener en cuenta sus implicaciones
sociales, incluso para reivindicar privilegios por “orden natural”, llevando
los deseos a lugares sólo defendidos por el liberalismo más violento.
Pero esa dificultad, y esa
instrumentalización, no debe implicar que renunciemos a meterlos en la ecuación
y a tenerlos en cuenta a la hora de definir los parámetros de la vida digna.
Desear y ser deseados/as, más allá de definir una erótica y una afectividad en
las relaciones humanas, es una garantía para la supervivencia.
Un bebé que crezca en la carencia
afectiva tiene menos posibilidades de tener una crianza viable que una criatura
deseada que pueda desarrollarse en un contexto rico y nutrido de afectos y
relaciones amorosas.
Más allá de las evidencias
aportadas por la neurobiología perinatal y la psicología del apego, en el plano
puramente social vemos que atender las necesidades psicológicas de una criatura
es algo tan fundamental, si no más, como atender las necesidades materiales. En
las biografías de niños y niñas dañadas siempre hay episodios de abandono que
son tan definitorios como las situaciones en las que son víctimas de abusos, o
tan relevantes como los momentos en los que sufren el maltrato con violencia.
No existe una garantía para el
buen trato, máxime en una sociedad adultócrata en la que nos relacionamos con las
infancias en base a relaciones de poder más que de amor, pero el sentido común
nos dice que nacer con el deseo de
los progenitores da más probabilidades a una acogida responsable y empática, a
que haya una disposición para atender las necesidades de un bebé, que en los
casos en los que no existe ese deseo, por mucho que las condiciones materiales
puedan ser suficientes (hay mucha violencia y abuso de la infancia también en
las clases privilegiadas).
El deseo como condición vital no es exactamente un sinónimo del
“querer” adulto, o de la voluntad, pero igual que el “aborto” puede ser un “mal
menor” a la hora de poder evitar carencias materiales que comprometan el
malestar, también el aborto puede ser una decisión muy saludable y necesaria en
los casos en los que los adultos responsables no quieren dar respuesta a las exigencias de los procesos de crianza
ni asumir lo que implica acompañar la vida de una criatura.
Ningún niño o niña se merece que
lo “nazcan” sin quererlo, que tenga que pelear por la satisfacción de sus
necesidades desde el minuto cero y conquistar su supervivencia con ansiedad,
lucha y desespero.
La vulnerabilidad característica
de la especie humana, y específicamente la fragilidad de las criaturas humanas,
nos implica vivir en la interdependencia. Estamos preparadas biológicamente
para nacer acogidas, para encontrar una receptividad familiar y social, y para
tener cuerpos, personas, con las que relacionarnos libidinalmente para crecer
en bienestar.
Por tanto, cuando una mujer
decide abortar sólo porque le “da la gana”, lejos de poder ser catalogada como
un ser egoísta, está ejerciendo un derecho que sintoniza de manera unívoca con
las características y las necesidades de la reproducción humana. Si aceptamos
que una crianza saludable no es posible sin voluntad ni deseo, es una
responsabilidad social y política garantizar el derecho al aborto libre y
gratuito sin ningún tipo de juicio moral.
Por tanto, el derecho al aborto
no contrapone los derechos de las mujeres frente a los derechos de las
criaturas, todo lo contrario, los complementa, se fundamentan recíprocamente.
Cuando la derecha casposa pone en
el debate público el engendro argumental de “los derechos del no nacido”
enfrentándolos a los derechos de las mujeres, para luego abandonar a las
criaturas en el capitalismo salvaje, en la familia tradicional heteronormativa
o en la beneficencia, está traicionando la dimensión colectiva de lo humano, la
sociabilidad básica necesaria para la supervivencia, definiendo un antagonismo
en un lugar de colaboración y simbiosis.
Y cuando la izquierda asume este
discurso y responde reivindicando el derecho al aborto exclusivamente como un
derecho individual de las mujeres, se queda corta. Indirectamente le hace el juego
a los sectores conservadores aceptando que la infancia y la familia forman
parte del patrimonio ideológico más reaccionario, renunciando a la potencia
política de atender lo reproductivo con alternativas cuidadosas para el
conjunto de la sociedad.
El aborto va más allá de ser un
derecho individual, es un derecho social, de todos y todas, y también de los y
las bebés que están por nacer (o no nacer).
Y como los demás derechos
reproductivos que precisan, aún hoy, de los cuerpos y de las vidas de las mujeres
para sustanciarse, no se puede garantizar sin un respeto y reconocimiento
explícito, y jurídico, a la libertad de elección de todas y cada una de ellas
en todas y cada una de las situaciones y en todas y cada una de las cuestiones
que afectan a su vida sexual/reproductiva, desde la concepción, la gestación,
el parto o la lactancia -lo teníamos claro en los 80… Las primeras clínicas que
acompañaban abortos, cuando aún se jugaban el pellejo con ello, eran las mismas
que peleaban un por un parto respetado y defendido de las violencias
obstétricas-.
Parece que se vienen años duros
en los que, de nuevo, va a ser necesario defender lo imprescindible. No es de
recibo dejar solas a las mujeres y a las madres en esa lucha social.
Reivindicar unas infancias dignas
siempre va a ir de la mano de defender el aborto libre y gratuito, y por
supuesto, al margen de esto, hacer lo posible para que se den las condiciones
materiales y psicosociales que hagan las crianzas viables y disfrutadas.
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