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Foto de Ricardo Rubio.
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Hace pocos días despedimos en
Madrid a Enrique de Castro, cura de Entrevías, compañero de jaleos y luchas, y
una referencia siempre válida para encontrar ese lugar desde donde mirar el
mundo con lucidez, compromiso y esperanza. Un punto y seguido en un recorrido
de más de 25 años de historias compartidas que bien merece un espacio, a modo
de abrazo, en este humilde blog.
Valga su lectura como un momento
de honrar su vida y su presencia.
Amplificar la huella que dejó en
nuestros corazones es hacer viva la memoria histórica, es hacer política
entrañable, lo que es necesario, imprescindible, para que el cuerpo social siga
siendo fértil y pueda alumbrar nuevos posibles de vida digna.
Enrique marcó por su compromiso,
lucidez, determinación, coherencia, creatividad y capacidad para vincular y
tejer redes de sociabilidad crítica y de apoyo mutuo. En eso que suelo llamar
“ternura política”, Enrique de Castro era un maestro.
La famosa frase de Emma Goldman
de “si no puedo bailar, tu revolución no me interesa” parece más difícil de
encarnar en Entrevías -uno de los vertederos de desigualdad social más
significativos de nuestra democracia- que en otros contextos más amables en los
que la transformación social podía ir más allá de la supervivencia…
Pues ahí, en la “cara B de la
opulencia”, se bailaban pasodobles.
En medio del drama de la heroína,
con su cárcel y muerte, y un poco después, en medio del drama de la migración,
con su racismo institucional de abandono y repatriaciones, Enrique, junto a
todas las que convocaba en sus misas-asambleas, fue capaz de elevar lo humano
hasta un lugar restaurador, de instaurar el abrazo, la acogida y el encuentro
como la mayor bofetada que se podía dar a un sistema que hacía propaganda de un
estado social cuando sistemáticamente se beneficiaba de la gente que dejaba
fuera.
Del “tiempo de silencio (1962)”, la fabulosa novela de Luis Martín
Santos en la que se describía la situación del Madrid de la posguerra, pasamos
con él a un “rompamos el silencio” para impugnar el relato triunfante de la
transición española, gritando que se estaba dejando en las cuneta tantos, o
más, muertos que la guerra civil, ahora como víctimas de la desigualdad social,
en una construcción política de la pobreza y de la delincuencia al servicio del
modelo que se quería implementar.
En sus imprescindibles “¿Hay que colgarlos? (1985)” y “Dios es ateo (1997)” pone rostro los
damnificados de las políticas “socialistas” y de los modelos importados de
Maastricht, denunciando cómo un progreso basado en configurar al otro como
competidor, y a la persona empobrecida como amenaza, iba a romper la poca
cohesión social que quedaba en pie, la que habíamos podido heredar de la
disidencia y de la supervivencia franquista. Aportaciones maravillosas a una
“sociología del oprimido”, y a un “trabajo social contestatario”, que era y es
necesaria para entender las miserias del modelo que hemos comprado.
Pues en medio de ese duro
contexto, ahí, en su casa del Pozo, en su parroquia, en el barrio que nunca
abandonó, siempre se podía respirar y brindar por la vida si él estaba cerca.
Su presencia significaba mucho
más que la existencia de un oasis desde el que recuperar fuerzas para enfrentar
la injusticia social. Era en sí misma catalizadora de luchas, proyectos e
iniciativas que, como la Coordinadora de
Barrios, integraban en su hacer cotidiano la asistencia a las necesidades
de la gente muy jodida -de manera creativa, propositiva y con un absoluto
protagonismo de las personas afectadas-, la incidencia política y la acción
directa en calles, despachos, juzgados, locutorios –y en hasta aeropuertos,
cuando se paralizaban las repatriaciones clandestinas ilegales de “menores”
propiciadas por Interior, con los chavales ya puestos en el avión-, que
ejercían el compromiso político y la responsabilidad social en primera persona
del plural, sin dejarse encantar por los mecanismos trucados de delegación
representación de la democracia formal.
Lo social es político y lo
político es social, una máxima que muchas veces nos llega como divorcio desde
una confrontación artificial que tilda de asistencialismo lo que tiene que ver con atender
lo que la gente necesita (más si lo hace la iglesia), y que ubica lo político
en un lugar de coherencia dogmática, armado de una ideología que no se quiere
contaminar con lo contradictorio de la existencia.
Enrique de Castro fue capaz, como
pocos, de fusionar y armonizar ambos mundos, y convocarnos, de forma análoga a
las experiencias de la Teología de la
Liberación latinoamericanas, a un encuentro y a un aprendizaje compartido
muy enriquecedor para todos los que lo participamos.
En la parroquia de “Entre
Borromeos” igual se disfrutaba en directo de un concierto de los
“Hechos contra el decoro”, como se lloraba con la obra de teatro “Chapao” del Kolectivo de Jóvenes de la
Coma (Valencia), o como se escuchaban charlas de Enrique Martínez Reguera,
Nacho de la Mata, Patuca Fernández y otras muchas que nos ayudaban a descifrar
la claves del sufrimiento y a construir alternativas de resistencia, a la vez
que se organizaba la acogida de decenas de familias de la Cañada Real… Todo
junto, una amalgama de personas, pasiones y emociones que conformaban un
retablo social realista, completo y complejo, de lo que en todo momento está
aconteciendo.
La presencia de Enrique y su
compañía era profundamente movilizadora y aglutinadora, impactaba a todas, a
las personas militantes de los movimientos autónomos sintonizados con la lucha
social y a la chavalería rota por la represión y el abandono, pasando por las Madres - a su lado se hicieron
especialistas en politizar su duelo-, y por aquellas que pusieron sus
conocimientos, abogadas, periodistas, actores y actrices, psicólogas, etc. al
servicio de hacer comunidad -a las que Enrique les curaba de cualquier altivez
que pudieran representar al ponerlas al servicio sin matices de la vida que se
jugaba-.
Todas juntas en torno a una
paella, con vino y olivas (dentro), practicando el apoyo mutuo antes, después y
durante una semana de lucha social, en Madrid, en Córdoba, o dónde fuera,
porque siempre, cuando se estaba con Enrique de Castro, se tenía la certeza de
estar donde había que estar, daba igual que fuera ocupando la Bolsa de Madrid o
charlando hasta el amanecer después de unas jornadas de solidaridad con las
personas presas.
El pasado jueves 16 de febrero,
tomando unos vinos después de reencontrarnos unos cuantos en el crematorio de
la Almudena, Iñigo de Alucinos (otro,
para mí, imprescindible) decía que Enrique, y la experiencia compartida en la
coordinadora de barrios, encarnaba un “verbo”, un hacer, un estar, un sentir,
un creer, un sufrir, un celebrar y un crear, un vivir y una forma de estar en
el mundo empática, movilizadora y contagiosa que permite que la realidad siga
interpelando más allá del espectáculo y la propaganda democrática que nos
venden. Ese verbo que se hace cuerpo
cada vez que Carmen me abraza y me cuenta la vida de sus hijos, ejemplo de la
potencia que tiene esta manera de enfrentar la vida y de la capacidad colectiva
de obrar milagros.
Esa tarde, en la celebración de
su vida y de su muerte, fraterna y coherente hasta el final, se sucedían las
anécdotas. Cada persona que abría la boca tenía algo emocionante e inspirador
que contar y, como pasa con las personas importantes, nada sonaba a nostalgia,
todo lo contrario, las palabras, las risas y las lágrimas, rebosaban
autenticidad. Se pasaba, como siempre, de recrear situaciones a tejer redes
-hablando con Lourdes de los proyectos de la Fundación
Raíces, o de lo que llevamos en marcha en la Dinamo,
o de la pelea constante en San Fermín, o del pan riquísimo que nos vamos a
comer fermentado por Pepe con un mimo análogo al que Enrique ponía en cada
gesto que regalaba-. Y nos despedimos contentos de comprobar que Enrique de
Castro nos había dejado como legado un presente, compartido junto a los que no
pudieron estar en ese momento y eché de menos -Javi Baeza, Iván de Logroño,
Patuca, Óscar de Saltando Charcos,
Sara de las Madres, Teresa y Olga del
“Canijin” y otros tantos-, desde el
que seguir entrenado comunidad y solidaridad.
No me queda otra que acabar este
texto con un sincero agradecimiento a él, y a todas las personas que nos hemos
sentido convocadas en sus líos, por el camino recorrido, por haber aprendido
juntos a entrar en resonancia con lo importante y a dar cuerpo a eso que llamamos
“justicia social”.
Gracias. Seguimos.
Muchas gracias por este bonico texto en que nos encontramos con esos pedazos de vida de tantas y tantas gentes que nos vimos atravesadas por este bello ser que es Enrique de Castro y que de alguna forma nos hace un poco mejor a todas. Muchas gracias por incluir el fermento y el pan, pegado a mi nombre en todo esto, ya que sin el fermento no habria pan ni vino ni cerveza que compartir y hacer pasar la vida, y por supuesto que nos comeremos un pan mimado como nos beberemos esta vida que esta llena de Enrique de Castro......porque como bien dicen en la pelicula Que verde era mi valle el esta tan aquí como nosotras mismas. Salud y besos a carretones
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