Niñofobia.

 

Chucky, el muñeco diabólico (2019). Metro-Goldwyn-Mayer.

Una fobia es una respuesta irracional a algo que sentimos que nos pone en peligro, una emoción que nos mueve a salvaguardarnos en un espacio de seguridad, pero al contrario del miedo, que puede ser funcional y protector, la fobia participa de una subjetividad forjada en los mitos y creencias de una cultura para poderse expresar desproporcionada y disociada de la realidad.

Si los niños y las niñas pueden ser objeto de fobia en esta sociedad es solo porque el modelo cultural imperante es adultocéntrico y las criaturas pueden definirse como amenaza. Una amenaza no solo para los adultos que se sienten molestos por su presencia o por sus conductas, sino también una amenaza para un sistema que produce y se reproduce con lógicas y dinámicas antagónicas a lo que una niñez saludable representa.

La niñofobia no solo ayuda a defender el statu quo, sino que también señala y colabora en definir a un enemigo cultural para construir un muro de contención, una barrera para asegurar que el objeto de la fobia tenga asegurado una reprobación y el exilio del marco social aceptado. No se trata solo de no dejarles entrar a ciertos hoteles o restaurantes, es negar el propio protagonismo y su lugar social, aunque para ello haya que vulnerar derechos fundamentales.

Esto solo es posible porque el adultocentrismo, mejor la adultocracia (es sistema un sociopolítico, más allá de una mera descripción de la realidad), previamente define a las criaturas como seres de segunda categoría, haciéndose valer de su condición de dependencia para institucionalizar un marco de opresión y obediencia.

Las fobias se vuelven muy peligrosas cuando abren la puerta a la aniquilación, literal o figurada, de los objetos (o sujetos) que las provocan. Cuando se agota el afán defensivo y piden pasar al ataque hacen daño, causan un dolor que se normaliza por la comprensión y complicidad social.

El miedo por sí solo puede paralizar, pero cuando se socializa una fobia, y se fabrica un reconocimiento social de la misma, son los poderes fácticos los que encuentran la legitimación en el miedo para ejercer una violencia “por nuestro propio bien”. La violencia se vende como protección y a los riesgos se les da una connotación e instrumentalización política.

Así un término que tiene una connotación psicológica pasa a ser sustrato de las leyes, se establece culturalmente un mecanismo que va del diván a las normativas que regulan nuestro día a día y que nos conforman como ciudadanos y ciudadanas en una sociedad que constantemente se está defendiendo de la vida, del asombro y de la irreverencia, de todo lo que puede simbolizar una infancia feliz.

El culmen de la niñofobia es el punitivismo, la aceptación de un orden social basado en el castigo. Un sistema que nos lleva a todos y a todas a traicionar lo que nos queda de niñez para hacernos personas de orden, y que, en su voracidad, amplía sus dominios hasta pretender negar también la niñez a los propios niños y niñas: cada día más “adultos pequeños” con horarios de fábrica y parques de cemento, conciliando su supervivencia con la de sus familias ausentes. Un marco totalitario en el que portarse mal es cada vez más irremediable porque todo está pautado y hay una expectativa social que convierte en disruptivo todo comportamiento que se atenga a la norma.

Así la niñofobia, al igual que la xenofobia, la homofobia, la gordofobia o la transfobia, son productos diseñados para promover un conductismo social. Son fabricaciones sociopolíticas muy efectivas que tienen la capacidad de vincular el discurso dominante con las emociones de la gente.

¿Quién no quiere disfrutar de una cena romántica sin una persona que exprese niñez cerca? Se consigue que disociemos el malestar que tenemos, tan común en un contexto que nos exige competir hasta la extenuación, de sus causas reales y materiales para transformarlo en una afectividad hacia el poder y en una inclinación a comprar su promesa de orden.

Conforme más sufrimos la precariedad, la violencia del sistema, más nos sentimos merecedoras de un rincón tranquilo, de habitar un espejismo de privilegio, aunque con ello haya que cercar aún más la vida y dejar fuera a los cualquiera, también a los niños y las niñas.

Se da la paradoja de que es nuestra legítima necesidad de confort lo que colabora con un mundo inhóspito para un número cada vez mayor de personas. Nuestro cansancio, nuestra existencia ansiosa, nuestras carencias materiales y afectivas nos hacen colocarnos en el lugar del poder, no tanto porque lo tengamos sino porque lo anhelamos.

Hacemos de cadena de transmisión de la violencia con nuestras airadas reivindicaciones de respeto adulto (y absurdas, ¡cómo si no jugáramos siempre en casa con árbitro comprado!) hasta el punto de que los derechos fundamentales que se vulneran aparecen como efectos secundarios asumibles socialmente.

Se cierra así el círculo de la política de diván, la psicopolítica que consigue que la niñofobia se exprese a diestro y siniestro con adultos y adultas ejerciendo la violencia, dañando, con la ilusión de que hacen lo “correcto” y de que ayudan a la convivencia y a la organización social, aunque con ello no hagan más que profundizar en la herida, individual y colectiva, de una sociedad, de unas personas, que no se aguantan a sí mismas.

La cosa tiene más calado que la moda creciente de construir espacios, en forma de restaurantes, hoteles o campings, de culto al “adultismo” como nuevos templos de la sociedad patriarcapitalista. También va más allá de seguir alimentando los imaginarios de críos diabólicos (como el Chucky de la portada) o de crear nuevos estereotipos de niños exigentes, caprichosos, gritones, hiperdemandantes y tiranos para que se puedan “merecer” todo nuestro rechazo y sadismo.

La niñofobia es tan transversal que los niños y las niñas aún dan más miedo cuando están presentes que cuando se les deja fuera. Dan más miedo en la vida real que en las películas de terror, y por ello cada vez hay más lugares de las infancias, más colegios, más plazas y más parques, definidos en términos de vigilancia y control.

Y si bien vetar la entrada a las criaturas a determinados locales nos hace rancios, no “permitirles” expresar su niñez en sus propios espacios e instituciones nos convierte en carceleros y opresores, lo que es bastante peor.

Entender la niñofobia en su complejidad, como una construcción política anclada en nuestras propias biografías y existencias, ayuda a superar la absurda dicotomía de “niños sí o niños no” y a tomar conciencia del sistema adultócrata que reproducimos, y de todo lo que nos falta por transformar y construir.

Al menos, como sabemos que una fobia no habla de lo que pueda ser potencialmente peligroso sino de la inseguridad y vulnerabilidad de quien lo padece, queda la esperanza de que, en un intento de sanación, hagamos una reflexión colectiva sobre este tema y una prospección terapéutica al respecto. Quizá así encontremos una posibilidad para una sociedad acogedora que nos ampare a todos y todas en nuestra vulnerabilidad.

Pero mientras la ensayamos, al menos, debiéramos dejar fuera de nuestras inseguridades las existencias ajenas y garantizar política y socialmente que no se vulneren los derechos de los niños y las niñas.

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