Toses, mocos y violencia contra la infancia.

  El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses. La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia. No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria. Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media

¿De quién son los niños y las niñas? Propiedad, pandemia y vuelta al cole.

 

¿De quién? 

Además de la respuesta obvia de que las criaturas son de las madres que las han gestado y las han parido, y de la respuesta políticamente correcta de que las criaturas son de ellas mismas en un ejercicio no reconocido de autodeterminación y autodefinición, vemos que el tema no está nada claro y exige un análisis sociopolítico de calado.

En una sociedad adultocéntrica siempre hay alguien, personas o administraciones, que toma decisiones por los niños y niñas, y no es trivial analizar desde qué lugar surge la legitimidad a la hora de usurpar procesos o incluso instrumentalizar a la infancia para otros menesteres de interés adulto.

Ya se ha hablado mucho de la quimera de la conciliación, cómo los niños y niñas viven vidas hipotecadas a las lógicas externas de las sociedad capitalista y del empleo, aun asumiendo cuotas intolerables de precariedad afectiva, y cómo lo educativo está cada vez más lejos de las necesidades de aprendizaje y de cuidado de las criaturas, formando parte de un engranaje social al servicio del orden establecido.

Antes de la pandemia estábamos con el debate, que ahora parece ridículo, del PIN parental, sobre la capacidad de veto de las familias al sistema escolar. Ahora, de nuevo, tenemos el temazo de si las familias están legitimadas o no, para no llevar a las criaturas al cole en las actuales condiciones de la covid. (familias insumisas bautiza El País)

La cuestión es si con esto se está vulnerando el derecho a la educación de los niños y niñas, incluso si, en la medida de que padecemos una escolaridad obligatoria, se pudieran tomar medidas legales contra estos padres y madres.

Por otro lado, no deja de ser curioso que, después de haber estado cultivando el miedo, la precaución y la responsabilidad, hoy se pueda plantear penalizar a las familias que desde el miedo, la precaución y la responsabilidad se niegan a una vuelta a la escuela que se percibe como insegura, y que a todas luces lo es, si se juzga a tenor de los protocolos establecidos, sin apenas modificaciones y sin inversiones que posibiliten reformas de calado.

Cumpliendo expectativas

El palabro educativo de verano, el “grupo burbuja”, ha tardado poco en pincharse, ya que no hay burbuja que se sostenga sin aumentar el gasto público, y entre las docentes, buenas ciudadanas, que hicieron suyo el discurso pandémico e interiorizaron el miedo y las familias, buenas ciudadanas, que también hicieron suyo el discurso pandémico e interiorizaron el miedo, no puede haber encuentro.

Todo el mundo a casa, haciendo nuestro el discurso pandémico que nos han ofrecido.

Una producción mediática que ha cargado tintas respecto al peligro en ciernes pero que no ha hecho ninguna pedagogía respecto a cómo enfrentarlo sin amenazar las bases de nuestra convivencia, y por tanto, sin amenazar nuestra capacidad de resistencia comunitaria a la adversidad.

Apostar la solución del momento exclusivamente a la posibilidad de una vacuna es tan irresponsable como absurdo.

Solo han escapado a la lógica del miedo, y solo durante algunas semanas, los negocios turísticos y el terraceo, pero en ningún momento se ha puesto encima de la mesa, que por mucho virus y pandemia que suframos, las necesidades humanas singuen estando y las necesidades de cuidado de la infancia son fundamentales.

El debate nunca ha priorizado la organización y la gestión pública de dichas necesidades, en un momento donde además, la energía y la capacidad de las personas de dar una respuesta autosuficiente estaba mermada y en muchos casos agotada.

Trampas al solitario.

En este juego dialéctico de que todo es muy grave y peligroso, pero que a la vez, se deben abrir los colegios casi con normalidad, el único agente que pudiera tener alguna carta ganadora es la administración pública y no la ha jugado.

En primer lugar se debiera haber difundido a los cuatro vientos los datos reales sobre el peso de la infancia en los contagios y en la evolución de la pandemia, neutralizando el discurso que tanta gente ha comprado, familias y docentes, de que las criaturas son vectores de contagio improductivos que tenían que estar re-confinados en casa.

Con mesura, responsabilidad y objetividad se pudiera haber generado alguna dinámica que aportara parte de la confianza necesaria que para que la “nueva normalidad” no fuera solo un titular periodístico y realmente fuera un concepto que nos ayudara a vivir.

Pero nada de nada. Ningún discurso desestigmatizador y sin propuestas de pedagogía política que devuelvan a las criaturas al centro, a una presencia defendida en espacio público, para que todas y todos vayamos normalizando convivir con ellos y ellas, y asumiendo que ningún miedo ni preocupación puede anteponerse a las necesidades de los niños y niñas y a su desarrollo saludable.

Pues mientras que en los despachos políticos se está viendo a ver cómo se cierran, o se maquilla el no cierre de los prostíbulos (en cualquiera de los dos casos sin ofrecer alternativa al drama social de las mujeres que viven con ello), ya hay comunidades autónomas que han cerrado los parques de los pueblos y barrios sin ningún tipo de análisis de riesgos que justifique la medida.

Invitamos a la confianza en la vuelta al cole tanto como seguimos alimentando el discurso adultocéntrico de que las criaturas son prescindibles en el modelo productivo, por lo que cualquier riesgo que asumamos con ellas es excesivo y evitable.

Nos hacemos trampa como sociedad y aspiramos a que no se lea como una tomadura de pelo.

El último hecho que explicita la absoluta irresponsabilidad que supone este tema en un nivel de política institucional es que la supuesta reunión para la vuelta al cole se va a celebrar el 27 de agosto, a una semana vista de llenar o no los colegios y en un marco imposible para desarrollar medidas efectivas que garanticen un inicio de curso que respete las necesidades de los niños y niñas.

Si al menos se hubiera aprovechado este tiempo para decir que nos relajemos, que con las criaturas bien, que hagan vida normal y que ya se centrarán los esfuerzos, y los gastos, en atender a las personas enfermas y vulnerables, pues bueno, podría ser una propuesta irresponsable, pero al menos coherente.

Pero pensar que las medidas que se van a imponer en las aulas son efectivas para el virus, a la vez que no paramos de decir que éste es muy peligroso, que nos quedemos en casa, que solo salgamos para lo imprescindible, que llevemos mascarillas hasta cuando estamos solos, es una vacilada de órdago.

Todo el mundo de dentro y de fuera del ámbito de la educación sabe que las medidas que se están planteando son cosméticas, y que es cuestión de tiempo, si se aplica el protocolo, que se termine paralizando la educación presencial. Y para cuando esto pase, no hay un plan B de cómo seguir atendiendo a los niños y niñas en las casas más allá de las pantallas full time.

La falacia.                      

La opción coherente con el relato oficial de la pandemia hubiera sido una inversión espectacular y sin parangón, única en la historia de la educación pública de este país, que hubiera cambiado el paradigma educativo basado de hacinamiento estratificado en las aulas y en el confinamiento de la infancia en escuelas hiperpobladas de altos muros y exhaustivas normativas.

Una reducción comprometida de ratios, una ampliación del territorio escolar con los servicios comunitarios de los barrios y pueblos y una posibilidad de atención educativa domiciliaria para las personas que más lo puedan necesitar, medidas posibles y reales que pudieran haber significado un buen comienzo y un gesto público y político que manifestara de forma clara que este tema es importante.

Nada de eso está en el horizonte, y tenemos una precaria propuesta que es un más de lo mismo, con matices que se concretaran en más control y más malestar en la experiencia escolar de los niños y niñas, a la vez que se sigue alimentando el discurso del peligro y del miedo que nos invita a vivir debajo de una piedra con conexión a internet.

Es tal el sin sentido que, desde los sectores que se lo pueden permitir, se empiezan a oir voces que demandan la libertad a la hora de decidir si llevar o no a los niños y niñas al cole. Y saltan las alarmas, porque solo desde el monopolio y desde la posición de poder institucional se permite el atropello de derechos.

Los mismos y mismas que no han hecho los deberes este verano, y que han estado mirando hacia otro lado durante la pandemia, tienen la cara dura de hablar de derechos de la infancia y remarcar que ninguna familia tiene la potestad de privar a sus hijos e hijas de un bien superior como es la enseñanza y la educación.

Derechos y manipulación.

Y volvemos al punto de partida.

Obviamente que los niños y niñas no son propiedad privada (aunque por otro lado el ordenamiento jurídico de la patria potestad en la institución familiar heteronormativa no difiere demasiado de un contrato mercantil con el Estado) pero igualmente es una falta de respeto profunda a la infancia hablar de derechos para legitimar el maltrato.

Si socializamos a las criaturas es porque entendemos que son un bien social a preservar, a proteger y a cultivar, pero cuando la administración hace uso de los derechos de los niños y las niñas para justificar un trato patrimonial de la infancia, para implementar unas políticas que no les incluyen, que no parten de sus necesidades y que están absolutamente condicionadas por elementos ajenos, como pueden ser los ajustes presupuestarios o el liberalismo económico, pues como que no…

Cuando el Estado se autoproclama como garante del bienestar de la infancia incluso por encima de las familias, de manera que se legitima para realizar las tereas de vigilancia del desamparo, la tutela de niños y niñas o la organización de la educación, y utiliza mecanismos legales para imponer sus criterios.

Solo se puede aceptar dicha autoridad desde la pulcritud de las actuaciones y pierde toda su legitimidad cuando se evidencian las dinámicas generalizadas de maltrato institucional en el sector público y privatizado.

Una administración no puede enfrentarse a las familias legitimándose como la responsable del respeto de los derechos de los niños y niñas cuando a la vez hace una dejación de sus funciones y una instrumentalización de la infancia para sus propios intereses.

Propiedad y patria.

En esta dinámica absolutamente viciada se contrapone el ejercicio de la patria potestad a la garantía del Estado en el cumplimiento de los derechos de la infancia.

En un marco que fuera saludable ambas cosas tendrían que entrelazarse de manera colaborativa al servicio de las necesidades de las criaturas.

Hay tanto abuso de poder cuando una familia decide por sus hijos e hijas al margen del sistema social en el que vive, en una dinámica y privada y privativa, como hay abuso cuando unos políticos incompetentes, capitalistas, disociados de la vida comunitaria y del sentido común, se atreven a enarbolar la bandera de los derechos de la infancia para obligar a familias, a niños y a niñas a comulgar con ruedas de molino.

Hay una desconfianza cultivada con esmero por parte del sector público respecto al trato y al cuidado de la infancia, y la gestión en esta pandemia no ha hecho más que aumentarla y consolidarla.

Después de lo vivido, de lo habitado con nuestros hijos e hijas en el confinamiento, sin ningún tipo de ayuda al cuidado directo de las criaturas, pedir una confianza ciega e incondicional es un abuso y una falta de consideración a las personas que han sostenido a la infancia durante estos meses en los que el Estado ha mirado a otro lado haciendo que “cada palo aguante su vela”.

El debate sobre la propiedad de las criaturas está podrido en origen.

Unos cuantos hablan se sus hijos e hijas cual patrimonio, paro a la mayoría no les queda otra que aferrarse a la patriarcal patria potestad, y decir posesivamente “Este niño/a es mío/a y yo decido” para defenderle y defenderse de unas dinámicas sociales que ningunean a la niñez, que no contemplan sus necesidades y que no cumplen unos mínimos decentes para ellos y ellas.

La derrota.

Es una derrota social tan grande que haya que aferrarse a un título del derecho civil para defender a tu niño o niña como lo es que la administración de sus derechos, por parte del sector público y privado, se haga con dejación, falta de recursos y sin contemplar sus necesidades presentes y futuras.

Estamos en una sociedad estructuralmente adultocéntrica, no es solo una cuestión de vulneración de derechos de la infancia, sino que dichos derechos solo se entienden mediatizados por la realidad adulta.

Aunque nos pese, el maltrato a la infancia no se hace contra el derecho, está legitimado y constantemente legitimándose.

Hay ejemplos de abusos dentro del marco de la ley que se dan en la opacidad de la convivencia familiar, o que se dan en los paritorios definidos por protocolos de violencia sanitaria hacia el nacimiento, o en los centros cerrados de protección de menores (todos ellos, en mayor o menor medida) con la complicidad de educadores y técnicos. Hay abusos legales en nombre de la ley de extranjería, o en nombre de las normas de movilidad de las ciudades, o abusos en la organización pública de los tiempos productivos y reproductivos.

Y cómo no, hay mucho abuso también en aplicación de las leyes educativas en este país, también en pandemia.

Y frente a la familia que ha de demostrar en los servicios sociales que hay un ejercicio correcto de la patria potestad, muchas veces en cuestión solo por vivir situaciones de pobreza o por los condicionantes racistas de nuestra cultura, parece que desde el sector público se está inmune a la vulneración de derechos, solventando incluso las archidichas recomendaciones del Defensor del Pueblo que siempre quedan en papel mojado.

Si algo nos ha ratificado esta crisis sanitaria es que el bienestar de la infancia precisa, y va a seguir precisando, lucha, denuncia y autogestión de proyectos de cuidado y conciliación con la vida, y que lo público debe ser parte de la solución, pero muchas veces es parte consustancial del problema.

La alianza

Hemos de reconfigurar las alianzas para con la infancia fuera de las dinámicas patrimoniales y lejos de los discursos que pretenden, en nombre de los derechos, callar bocas a la disidencia.

Hay maltrato en las familias, hay maltrato en los colegios, hay abusos en las familias, hay abusos en los centros de menores y también en algunos colegios, y hay una responsabilidad social en todos y cada uno de esos maltratos y una dejación institucional a la hora de asumir responsabilidades y buscar soluciones, más allá de la vigilancia y el control, que prioricen el bienestar de los niños y las niñas.

O somos capaces de generar un espacio de dialogo en la empatía con la infancia donde hacer confluir las prácticas de cuidado de las personas y de las instituciones comprometidas con el bienestar de los niños y niñas o va a ser complicado.

Precisamos de un espacio social configurado con el objetivo urgente de restablecer la confianza entre familias, profesionales y administraciones, lo que pasa necesariamente por un reconocimiento del papel de cada una de las partes y por la valentía de reconocer las necesidades de las criaturas, aunque el satisfacerlas nos dinamite el orden social funcional y adulto que nos hemos inventado.

Y cómo no, un espacio donde la voz de la niñez se exprese directamente, sin intermediarios y sin interpretaciones tendenciosas e interesadas.

Lo contrario, el hacernos fuertes cada cual en su lugar de privilegio adulto, solo ayudara al proceso de transformar la sociedad del adultocentrismo a la adultocracia, consolidando el ejercicio de poder como la única dinámica socialmente aceptada en relación con la infancia.

Y en este proceso de erosión y desertificación de la vida, tanto la patria potestad como la administración de los derechos de la infancia en clave adulta, funcionan como armas de destrucción masiva por mucho que lleven la coletilla de estar al servicio del “bien superior del menor”, por lo que debemos trascenderlas y encontrarnos en lo humano más allá de la expresión enajenada de las necesidades de los niños y niñas en clave jurídica.

Comentarios

  1. Muy pertinente reflexión, saludos desde MX.

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  2. Excelente artículo. Coincido de principio a fin.

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  3. https://m.ellitoral.com/index.php/id_um/246323-francesco-tonucci-propone-una-verdadera-reinvencion-de-las-escuelas-educacion-pos-pandemia-educacion.html

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  4. https://estherclaver.com/2020/06/07/propuestas-para-el-nuevo-curso/

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  5. Excelente reflexión con la que resueno totalmente!!

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