¿Está la maternidad de moda?
Ensayos, canciones, novelas, secciones en periódicos, películas…Parece que algo
está pulsando fuerte en la producción cultural de manera que se está
promoviendo un diálogo respecto a la maternidad que resuena a nivel social. Hay
una necesidad generalizada, mucho es lo que está y ha estado callado.
Se necesita expresar y se
necesita encontrar la experiencia de
madre en el universo cultural para sentirse parte, para sentir arraigo y
pertenencia a la sociedad que ampara (o desampara) nuestro crecimiento. Se
necesitan representaciones que nos sirvan de referencia, de contraste y de
encuentro con una vivencia tan generalizada como invisibilizada.
Hablar de madres, escucharnos
desde la subjetividad de hijos e hijas, conectar con la dimensión fraternal de
la sociabilidad humana, poner palabras a lo reproductivo, todo esto es una
necesidad social e individual que cuando encuentra la posibilidad se celebra
como agua de mayo. Demasiado tiempo de travesía por el desierto.
La cosa va mucho más allá de la
experiencia valiosa y concreta de cada mamá y también más allá de la de cada
una como hija o hijo. La maternidad es una cuestión sociopolítica de primer orden:
lo que supone para una sociedad nacer de cuerpo, construirse desde una vivencia
entrañable, o por lo contrario, disociarse de esta experiencia común para
crecer a expensas del mandato
patriarcapitalista.
Hablar de maternidad es reflexionar
sobre las estructuras sociales que enmarcan las vivencias de ternura y de maltrato
con las que nos socializamos en las familias y fuera de ellas, sobre los
elementos culturales que organizan todas esas situaciones y que transcienden
también a la experiencia concreta de cada una. Es hablar de pedagogía, de política
y de organización social, de cómo gestionamos la vida, lo productivo y lo
reproductivo, y de cómo todo esto nos ha ido conformando como personas y en qué
lugar nos deja de cara a la relación con las demás.
Es la universalidad de esta
mirada, y su derecho a ver todo lo que nos implica y afecta, lo que justifica
este acercamiento. También el compromiso político de desvelar las causas de la
ceguera y el daño que produce.
Por todo ello, la pregunta con la
que comenzaba el artículo debiera ser más bien la contraria: ¿cómo es que la
cultura hegemónica patriarcal ha podido silenciar durante tantos años una
realidad tan común, tan vertebradora del sistema social, la oportunidad de
reconocernos en la otra desde la vivencia esencial del nacimiento y de la
supervivencia?, ¿por qué es tan difícil poder socializar desde la experiencia madre, desde la condición
fraternal que nos vincula a todos y a todas y nos conecta con el bienestar y la
supervivencia?
Y la respuesta no es otra que la
violencia. La violencia ejercida por un sistema que promueve una socialización
basada justo en la negación de esa experiencia, en la falta que nos lleva a la competitividad y al individualismo. Un
sistema que define una igualdad despojada de fraternidad, que nos equipara como
supervivientes, pero que nos niega la posibilidad de entablar relaciones desde
el vínculo, el cuidado y el bienestar.
Frente al denostado simbólico Madre, apegado a la tierra, a
la vida, emerge con fuerza el simbólico Padre,
amplificado socialmente por todos los sistemas hegemónicos desde la antigüedad.
El guerrero autosuficiente, a
imagen y semejanza del arquetipo viril protagonista de cada momento histórico, ha
de romper con su vivencia de fragilidad,
con su experiencia de madre, para
poder triunfar, para tener un éxito acorde a la expectativa social cainita y
ser eficiente en conquistar, producir y acumular, sin medir los costes
ecológicos y sin remordimientos por la devastación.
Un imaginario que conforme se
alimenta y se engorda va institucionalizando el paradigma, dejando sin espacio
a lo antagónico, barriendo del universo sociocultural las referencias de
cuidado y de apoyo mutuo que quedan relegadas fuera de foco, y solo perviven
porque juegan la vida, lo fundamental para la supervivencia.
El simbólico Madre, como alternativa política en la medida que impugna
el orden social, se combate y se aniquila en el espacio público, solo
permitiéndose su expresión precaria en el espacio privado y doméstico, y no
liberado de la dinámicas de violencia que describen la guerra simbólica.
“Matricidio”
dice Casilda Rodrigañez, el “Vacío de laMaternidad” en palabras de Victoria Sau…
Todo un ejército patriarcal para
perpetrar el crimen, una sucesión de caballeros canonizados matando dragones -antropológicamente
el dragón simboliza la cosmovisión previa al patriarcado, cuando el valor
social estaba en la fertilidad y en la fecundidad de la tierra y no en la
capacidad de explotarla- que llega hasta nuestros días con las películas de
Disney y con toda la producción cultural basada en la violencia y en la
castración emocional. Príncipes y princesas, héroes y mujeres cosificadas, la
mayoría de ellos y ellas huérfanas de madre, o con madrastras endemoniadas. Situaciones
que invitan a salir corriendo, a buscar el reconocimiento y la protección del
sistema, antes que a ensayar una sociabilidad alternativa al modelo imperante.
Este matricidio intenta despojar a la maternidad de toda su potencia,
del poder que implica posibilitar la vida, y la potencia es política. Es un
ejercicio constante de represión y control social. Por esto es tan importante
el conjuro de “paremos la ciudad” de
Rigoberta Bandini expresando el contrapoder que supondría poner en circulación
la alternativa antipatriarcal.
Y como si fuera el Cid Campeador que
gana batallas una vez muerto, después del matricidio
el patriarcado fabrica una nueva representación de la maternidad, inerte, vacía,
con el objetivo de poder depositar ahí sus anhelos y fantasías, y poder
canalizar el hecho biológico de la reproducción hacia un lugar que no lo
impugne ni cuestione. El amor de madre
tatuado en las cachas de los legionarios o las vírgenes asexuadas de las
representaciones religiosas, en cualquier caso, representaciones que se alejan de
realidad y enajenan la experiencia. El patriarcado necesita imponer su propio
relato respecto a lo reproductivo, aunque lo pueda reconocer como ajeno, no
renuncia a tenerlo bajo control.
El matricidio se concreta también en negar la dimensión sexual de la maternidad,
negar todos los procesos libidinales que contiene, toda la experiencia corporal
y material que implica, para, entre otras cosas, poner los cuerpos de las
mujeres al servicio de la sexualidad adulta heteronormativa y su capacidad
reproductiva al servicio de la economía. La madre
sacrificada servirá de materia prima que el patriarcapitalismo convertirá en riqueza, feminizando, y así
explotando, los cuidados y el resto de actividades esenciales para la
supervivencia. Nunca se pierde la oportunidad de hacer leña del árbol caído.
Y así crecemos huérfanas de madre. La maternidad arrinconada
y expulsada del cuerpo social funciona como un agujero negro que se traga las
múltiples experiencias que conlleva, haciéndose un vacío, una falta de
referencias que lastra la trascendencia social, pública y política que tiene lo
reproductivo.
El vacío de maternidad es grave, es la base de la socialización de
género que tanto daño nos hace. Desde el complejo de Edipo a cómo se construye
una visión adultocrática
y heteronormativa de los procesos de crecimiento que entra en conflicto con la
experiencia de fusión y bienestar que nos trae a la vida, para definir la vía
de la ruptura y de la violencia como la única válida para construir nuestra
identidad y autonomía.
El vacío se llena con impostura,
con una suplantación de la Madre por
una maternidad impostora definida en
función del Padre que hace perder el
rastro de la devastación. Una maternidad con la que el patriarcado puede
dialogar sin miedo a erosionarse y que deja una huella de carencia, una falta básica (M.Balint), absolutamente
funcional para la socialización hegemónica. Y como dice Victoria Sau: “Porque
eme igual a función de pe mayúscula, m=f(P), no es lo mismo que
maternidad: es una chapuza” (DUODA Revista d'Estudis Feministes núm 6-1994)
Con todo ello, desde que las representaciones
de la Madre fueron enterradas en los
albores de la civilización -¡qué lejos quedan las venus paleolíticas!- hemos
estado poblando el universo cultural con productos maternales que solo
representaban la expectativa del padre, disimulando en un diálogo entre sexos,
en una complementariedad fabricada, lo que era exclusivamente un monólogo
patriarcal al servicio del orden social.
Y pese a esto, pese a la impostura y la suplantación, pese a los modelos de familia y los roles de
género que de ahí se derivan, la vida ha seguido pulsando fuerte.
Los procesos biológicos y
fisiológicos vinculados con lo reproductivo, la sexualidad que se pone al
servicio de la vida, los cuidados libidinizados que crean vínculo y posibilitan
relación, todo ello deja su poso y construye una experiencia común
significativa que ni la represión, ni la falta de referencias culturales, ni la
violencia que el patriarcado ejerce sobre los cuerpos de las mujeres en los
nacimientos y los partos, ni las vivencias de soledad y desamparo, ni los
modelos sociales de externalización y delegación, ni los padres
igualitarios o troyanos, han podido
exterminar consiguiendo que la devastación sea definitiva y la extinción del simbólico Madre una realidad
certificada.
Cuando todo parece perdido,
cuando vemos cotidianamente cómo el modelo de progreso hegemónico sigue
consolidando la impostura, idealizando la maternidad, promoviendo los cuidados tecnificados y la desconexión,
publicitando las gestaciones subrogadas e invitando a la paternidad usurpadora, con todo el apoyo político y legislativo necesario para ir colonizando el
territorio reproductivo, una mujer se
sube a un escenario grita ¡Ay mamá! y entra en sintonía con millones de
personas de un país.
La canción de Rigoberta Bandini
es tan importante y subversiva porque rompe con la maternidad de postín y de
retablos y la reivindica tanto desde su dimensión política como desde su
dimensión material y sexual, habla de la menstruación, habla de cuidados, pone
la teta en primer plano y denuncia la represión -por qué dan tanto miedo nuestras tetas- del simbólico Madre en redes sociales y en todo el ámbito
sociocultural. Y que se convierta en un himno, coreado y cantado en todos lados
da esperanza.
Disputar espacios de cultura
mainstream con discursos contra-hegemónicos abre grietas en el marco social
establecido, y meter ahí la maternidad
como sujeto político es algo que dinamita los cimientos del modelo
imperante, por eso es algo disruptivo que genera críticas y susceptibilidades a
derecha e izquierda.
Conforme va habiendo más mujeres,
más madres, que van haciéndose lugar en el espacio público, la realidad de la
maternidad aflora con más significados, con la violencia sufrida pero también
con la potencia vivenciada.
Una experiencia colectiva,
múltiple, diversa, que necesitamos que pueble nuestro imaginario para poder ir
teniendo referencias que nos ayuden en la construcción de una sociabilidad
distinta a lo establecido, que nos ayuden a reconocer la herida, a vivir el
duelo, y también a superarlo generando alternativas de cuidado que sirvan para
recuperar parte del bienestar robado.
Canciones de Madre, películas de
Madre, palabras de Madre, ciencia de Madre, políticas de Madre, padres de madre p=f(M),
un multiverso Madre como relato coral
de lo que el patriarcado aún no ha podido aniquilar y que nos será
imprescindible para alumbrar un mundo más habitable.
Solo queda agradecer a todas aquellas que desde distintas situaciones,
anónimas o públicas, han luchado para mantener viva la llama durante tantos
años, desde lo humano y desde lo político, con esfuerzo y sin reconocimiento,
para que aún hoy pueda ser posible que la maternidad se exprese con toda su
potencia y fuerza inspiradora.
lenceriaascen
ResponderEliminarLa maternidad es un viaje transformador y lleno de amor. Descubre el poder de criar, nutrir y guiar a un ser humano único. Disfruta cada etapa y abraza la maravilla de ser madre.