Sexualidad infantil y consentimiento.

 


En un contexto adultocéntrico el análisis de todo lo que tiene que ver con las infancias suele ser tendencioso e instrumentalizado al servicio de otros intereses. Algunos temas no se hablan, otros se marginan y se ningunean, y en ese silencio cuesta encontrar referencias, pero aún es mucho más difícil orientarse en un bullicio ensordecedor de palabrería adulta en el que las vivencias infantiles no tienen cabida…

Estamos acostumbradas a ese ruido cuando se habla de educación o de conciliación, y estos últimos días le ha tocado a la sexualidad infantil.

A partir de una intervención absolutamente tergiversada de la ministra de igualdad Irene Montero han corrido ríos de tinta con el objetivo principal de su desacreditación, y sin tener ningún tipo de cuidado respecto al tema que se estaba hablando: la sexualidad, el deseo y la libertad sexual de los niños, niñas y adolescentes.

Y sin ser yo un experto en la materia, sí que creo que es de responsabilidad colaborar en hacer de parapeto de tanta barbaridad, intentando aportar un poco de sentido común a un debate delicado que está aún lejos de poderse normalizar en una sociedad. No estamos como para dar pasos atrás confundiendo churras con meninas, mezclando, de nuevo, sexualidad con riesgo y peligro, y asimilando libertad con depravación.

Empezando por el principio: que los niños y las niñas tienen sexualidad es una obviedad – lo llevan diciendo todos y todas las especialistas desde hace dos siglos (S.Freud, J.Lacan, W.Reich, A.Miller, J.Butler)-, y como en todas las sexualidades, existe una dimensión íntima y otra social que se interrelacionan. Ambas son motor del crecimiento y fundamentales para un desarrollo sano y saludable.

La sexualidad se experimenta, se explora y se aprehende, y para ello se precisa de un contexto de seguridad y de libertad.

Sabemos que estos contextos no son muy frecuentes. El simple hecho de negar la sexualidad infantil hace que se complique la cosa porque los niños y las niñas no encuentran cómo poder expresar ciertas necesidades y deseos. En muchos casos se terminan inhibiendo o reprimiéndose. Se fabrica socialmente una clandestinidad que convierte en precaria casi toda experiencia. Siempre bajo la mirada adulta y siembre bajo la sospecha. No hay lugar para las referencias de cuidado y reconocimiento.

Así la sexualidad infantil emerge con fragilidad y se convierte pronto en un lugar de inseguridad y, consecuentemente, de riesgo y de amenaza. El mundo adulto proyecta ahí sus miedos e inseguridades -cultivadas en biografías reprimidas e insatisfechas- antes que su disposición a un acompañamiento cercano y saludable.

Consentimiento.

Si no hay un espacio social preparado para una sexualidad libre y placentera de la infancia, ni para un acompañamiento de la misma en términos de respeto y cuidado por las personas adultas, hablar de consentimiento es algo fundamental e imprescindible.

El consentimiento, al menos, reconoce a las niñas y a los niños como sujetos de derechos y como protagonistas de sus propios procesos sexuales.

Es básico respetar que, aunque la sexualidad tenga una dimensión social, empieza y acaba en la intimidad de cada cual. Desde afuera solo se puede operar con permiso, y cualquier otra opción lleva a la violencia y al daño. Si esa violencia se disfraza de amabilidad y cuidado para conseguir la persuasión es aún más peligrosa.

Huelga decir que cuando hablo de sexualidad infantil en ningún momento me estoy refiriendo a una sexualidad adulta proyectada en los niños y niñas. Solo desde un afán colonizador, egocéntrico y profundamente adultocéntrico y patriarcal, se reduce la sexualidad al coito, o las prácticas eróticas de los adultos y adultas. En ningún momento se está hablando -ni yo ni la ministra- de que las criaturas puedan follar, ni tampoco de poner sus procesos de crecimiento, exploración y descubrimiento al servicio de unas fantasías sexuales adultas.

La sexualidad infantil, dependiendo de la edad y del momento madurativo, puede ser la lactancia, el control de esfínteres, el colecho, o los juegos simbólicos entre iguales (el típico “jugar a médicas”). Son actividades que no se diferencian tanto del resto de aspectos de sus vidas porque, por suerte, los niños y las niñas están mucho menos disociadas que las adultas y crecen y aprenden poniendo su cuerpo y sus deseos en juego.

Y para el acompañamiento de esos procesos también el consentimiento es algo fundamental (teniendo en cuenta que en este contexto puede haber consentimiento, o no consentimiento, más allá de las expresiones verbales. Los niños y las niñas expresan su disconformidad o malestar de muchas otras formas antes y después de aprender a comunicar con las palabras).

¡Cuántas veces se interfiere y se interviene bruscamente en nombre del cuidado solo desde la interpretación adulta! ¿Nos preguntamos cada vez que paramos un juego o interferimos en una actividad, cuando imponemos un ritmo adulto, qué procesos íntimos y placenteros estamos abortando? ¿No estamos promoviendo una desconexión del cuerpo y del disfrute cuando definimos unos horarios y una organización, doméstica o escolar, desde el esfuerzo y el sacrificio?

¡Ojalá en todo esto también aplicáramos el consentimiento y, como adultos, no nos permitiéramos la posibilidad de violentar los biorritmos de las criaturas para que fueran ellos y ellas las que decidieran cuando trascender sus propios principios de placer conforme la socialización les mereciera la pena!

Se da la paradoja de que constantemente estamos boicoteando los procesos de gozo y disfrute de las infancias mientras les vamos imponiendo que pongan sus cuerpos y sus afectos a disposición de la estructura adulta.

Luego, cuando la disociación es un hecho y están absolutamente desconectados/as de lo que les gusta y les hace sentir bien, nos alarmamos por su vulnerabilidad y nos asustamos del contexto de riesgos, peligros y amenazas que hemos construido sin su participación, sin haberles considerado nunca como sujetos deseantes con necesidades y derechos.

La perspectiva adultocéntrica se caracteriza justo por eso, por imponer un modelo de crianza sin consentimiento: la razón y el motivo siempre están del lado adulto, por lo que podemos prescindir de la voluntad de los niños y las niñas (solo necesitamos su complicidad en las cuestiones conductuales, para que no la “líen” en la interacción social). En esa forma de criar de premios y castigos, jerárquica en valores y autoritaria en maneras, lo primero que palma es la sexualidad. Ninguna sexualidad se puede desarrollar de manera saludable sin libertad, tampoco la de las criaturas.

Ojalá se aplicara el consentimiento con toda su radicalidad en todas las prácticas sociales con la infancia (ninguna ley llegará tan lejos). Desde los besos a los abuelos o a otras adultas, incluso a personas desconocidas -inducimos a niños y niñas a que regalen sonrisas y afectos, convirtiéndoles en objetos al servicio de nuestras ganas de quedar bien y de responder correctamente a la expectativa social-, al consentimiento a la hora de quitar el pañal (o de no ponerlo) –la violencia de tener que sincronizar procesos sexuales con dinámicas artificiales de escolarización-, o el consentimiento cuando le quitamos sin permiso un objeto de la boca a un bebé, que estaba babeando con todo su cuerpo -llenando de realidad y materialidad la importante etapa oral de su desarrollo y de su sexualidad-. Por no hablar del consentimiento de las criaturas para tomar (o dejar de hacerlo) teta o biberón…

Conforme una persona es más pequeña su sexualidad está más identificada con sus procesos biológicos y fisiológicos. Empezando por el parto y el nacimiento -que es en sí mismo un acto sexual-,y siguiendo por la alimentación, el sueño, el movimiento, el juego o el aprendizaje. Si hay cuerpo, placer y experiencia hay sexualidad.

La autorregulación de las criaturas y la autodeterminación de sus propias vidas pasan necesariamente por un respeto a todo esto. El consentimiento no es bastante para garantizar el desarrollo saludable, pero sí que es necesario.

Abuso.

La complacencia y la satisfacción sin juicio serían suficientes para acompañar el crecimiento de las criaturas en una sociedad saludable basada en los derechos y en los cuidados. Sabemos que no es el caso: nuestra sociedad está muy lejos de acoger una convivencia de apoyo mutuo, respeto y consideración a y con las infancias.

De hecho, la sociedad de la adultocracia se caracteriza justo por lo contrario, por hacer generalizada la violencia hacia la infancia. El abuso es común y frecuente: los adultos y las adultas pueden instrumentalizar la vida de los niños y las niñas al servicio de sus intereses en connivencia con el resto de personas adultas. Entre todos los abusos está el abuso sexual, que tiene sus propias características, pero que tiene también su base en las relaciones de poder y de dominación. Hay situaciones extremas que se escapan de lo socialmente aceptado y se significan como delitos pero éstas, ni son tan frecuentes, ni son tan diferentes al trato generalizado que reciben las criaturas en ambientes normalizados. A veces es solo una cuestión de grado.

En cualquier caso, por hacerme cargo del debate actual suscitado por las palabras de Irene Montero, se puede entender el consentimiento como una forma de autodefensa (no muy efectiva en la medida que los y las adultas gozan de impunidad) pero en ningún caso un “consentimiento infantil” exime a la persona adulta de su responsabilidad, ni social ni penal.

El abuso sexual es un delito, consienta el niño/a o no consienta, haya violencia explícita o persuasión, siempre es un delito y la responsabilidad nunca será de la criatura, haga lo que haga o diga lo que diga.

Cuando se habla de consentimiento en términos de pederastia (como se ha hecho en los medios de comunicación a instancias de la extrema derecha) es pensar que las criaturas no son nada más allá de lo que los adultos y adultas puedan hacer con ellas, ya sean depredadores sexuales, depredadores de ideas o depredadores del sentido común. Hacer recaer la responsabilidad en el niño o la niña es, en sí mismo, un abuso, y se lo tendrían que hacer mirar muchos de los que escriben titulares y tweets.

Otra cosa diferente es discutir sobre cómo podemos hacer para prevenir que, en la medida de lo posible, la sexualidad infantil no se dé en situaciones de riesgo (que van ser muy frecuentes en una sociedad adultocéntrica). En ese sentido, pocas iniciativas políticas y pocos debates van bien encaminados…

La educación sexual siempre será bienvenida, pero el problema estructural de las relaciones de poder no se va a transformar con unas cuantas charlas en los colegios e institutos. Tampoco con un sistema de vigilancia, judicialización y de castigo como el que plantea la famosa “Ley Rhodes”.

La mayoría de abusos se dan en el ámbito familiar y en otros espacios de supuesta confianza en los que el adulto abusador tiene una ascendencia y potestad con respecto a la criatura, un poder autorizado por el resto de la sociedad que se ejerce a vistas de todo el mundo y que no se cuestiona. Solo se llega a problematizar muchos años después cuando las víctimas toman conciencia de que lo que a ellas les pasó iba (mucho o poco) “más allá de lo normal”, o cuando media un informe forense porque la violencia es muy manifiesta.

Donde el poder y la autoridad se mezclan con el cariño y con las responsabilidades de cuidado se dan las situaciones más dañinas.

Lo sabemos todas y lo sabe también la LOPIVI, pero como lo de vigilar el ámbito privado no es cosa sencilla -se vulneran derechos fundamentales, ahora sí, de los adultos- se vuelve a poner el foco en los mecanismos de control y de vigilancia en lo público, reforzándose la autoridad y promoviéndose el aumento de las jornadas escolares y la externalización de los cuidados para ampliar las horas de supervisión adulta, pero sin transformar un ápice las relaciones de poder.

Seguimos normalizando la sumisión infantil como la manera aceptada de socialización. Un aprendizaje social de niños, niñas y personas adultas que se traslada a lo privado donde unas y otras reproducen roles, alimentándose una dinámica contraproducente, peligrosa y dañina.

Y en lo privado, nuestro sistema se da por hecho que la gente rica no comete abusos: ¿cuántos trabajadores sociales visitan las viviendas de los barrios ricos?, ¿cuánto se vigila la intimidad de los colegios elitistas, o de centros de protección, de la iglesia pese a su currículum?

Tenemos un sistema de vigilancia enfocado en exclusividad a las personas empobrecidas que son las que sí o sí pasan por los servicios públicos de educación y sanidad (con la doble función de control) y las que pueden sentir la amenaza real de una retirada de tutela por parte de los servicios sociales.

De esta manera seguimos asociando pobreza la amoralidad y se nos escapan verdaderas estructuras organizadas de violencia y abusos sistemáticos a las infancias porque todo lo que queda fuera de ese “target” goza del beneplácito social y de la impunidad cómplice de un mundo que privilegia el poder y la reputación moral de las clases sociales que reproducen el orden social desde sus posiciones reputadas, comentan abusos o no. (Recomiendo aquí la película Spotlight, de Tom McCarthy, muy ilustrativa de este sesgo social)

Desde la criminología, con un estudio riguroso como el que viene haciendo Noemi Pereda en la Universidad de Barcelona, podemos ver cuánto hay de estereotipos y prejuicios a la hora de pensar en las víctimas y victimarios del abuso sexual, y cómo el problema va mucho más allá de la sexualidad. De hecho la dimensión sexual es una más, pero si hablamos de agresiones no estamos hablando de sexualidad, estamos hablando de violencia. Mezclar ambos términos dificulta más que ayuda en la búsqueda de soluciones.

Así, necesitamos de la sexología y de la criminología para entender el fenómeno, pero el problema principal de los abusos sexuales es un problema sociológico y político: un problema de orden social y de las relaciones de poder intrínsecas al modelo imperante.

Hay una relación de poder institucionalizada entre criaturas y adultas. En el mejor de los casos la relación se traduce en responsabilidad y cuidados, pero otras muchas veces los derechos formales de los niños y las niñas se diluyen en los marcos de tutela y guarda. Todo queda a merced de las buenas intenciones y de las capacidades parentales de los adultos y adultas a cargo en las familias y en los servicios o actividades específicas para la niñez.

Por ello creo que es importante que padres, madres, educadores, profesorado (y cualquier otra persona que tenga un trato habitual con la infancia) nos esforcemos en rendir el poder otorgado y en no utilizar nuestras posiciones de privilegio para normalizar la obediencia de las criaturas. La vía del sometimiento es también la principal vía por la que se cuela la violencia.

Estamos en una sociedad desbordada donde incluso ser una “mala madre”, un “mal padre” o “un profesor autoritario” puede ser motivo de orgullo y de reconocimiento social. No se trata de juzgar, pero lo único que puede ayudar a prevenir el abuso es socializar el buen trato de manera generalizada y radical. Que molestar a los niños y niñas empiece a no ser posibilidad.

No queda otra que restaurar las relaciones sociales con la infancia para que la confianza sea un sinónimo de respeto y de consideración mutua y no una estrategia adulta de manipulación.

Y podemos estar tranquilas/os: para esto los niños y las niñas nos dan permiso.

Comentarios