No hay consuelo sin techo: el precio de la vivienda y la muerte del trabajo social.

  Eslogan del movimiento "V de vivienda", allá por 2007. Si tenemos un trabajo social limitado a la lógica del empleo, cuando tener un salario no garantiza el acceso a los bienes básicos, ni siquiera a la vivienda, mucho del trabajo social pierde su sentido.   El mercado laboral como límite del trabajo social. Tenemos un modelo de trabajo social caduco que es heredero del marco definido hace más de 50 años por “Estado del bienestar” ( welfare state ) y que, pese a los profundos y estructurales cambios sociales, sigue siendo predominante en la intervención social, tanto desde la institución pública como desde los agentes privados del famoso “tercer sector”. El estado de bienestar reconoce y afianza el papel central de la economía productiva como elemento organizador del sistema y asume la jerarquía del mercado laboral y del empleo en la regulación de las relaciones sociales, y también a la hora definir los mecanismos de distribución de la riqueza. Es el “mundo del tra

Toses, mocos y violencia contra la infancia.


 

El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses.

La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia.

No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria.

Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media jornada de la mamá o a su flexibilidad laboral. Privilegio de quienes no tienen atravesadas sus vidas por los procesos de movilidad geográfica o migración, y pueden contar con abuelos y abuelas, u otros miembros de la familia extensa, para los cuidados. O privilegio económico, de los y las que pueden tirar de cartera pagando a otras adultas para que cuiden de manera sustitutiva.

En cualquier caso, ni siquiera todos los niños y niñas tienen la suerte de vivir en estas situaciones de (injusto) privilegio. Es bastante común que los padres no estén presentes para el cuidado, y que las madres, muchas veces, tampoco. Los padres y madres, o madres solas, no pueden columpiarse ni un poquito en sus trabajos a riesgo de perderlos. Son frecuentes también las familias “deslocalizadas” que son extrañas en sus propias vidas, que están lejos de sus familiares, que no tienen apenas confianza con los y las vecinas y que, por supuesto, no tienen recursos económicos para sufragar horas de canguro (o pagar a una “interna-esclava” que se haga cargo de una vida ajena a cambio de la explotación en los trabajos reproductivos).

Y así, solo en un par de párrafos, podemos pasar de hacer vahos de eucalipto e infusiones de orégano (o administrar paracetamoles) a hablar de la violencia estructural contra la infancia...

Porque un contexto social en el que “si no hay privilegio hay abandono”, es un marco de maltrato normalizado y aceptado. Un contexto en el que las necesidades de los niños y las niñas no cuentan y, por tanto, un contexto de daño y sufrimiento para las criaturas.

Generalmente, cuando hablamos de violencia contra las infancias, nos vienen a la cabeza situaciones dramáticas de abusos, de malos tratos físicos, de violencia vicaria o de prácticas negligentes de abandono y desamparo, pero pocas veces se pone la atención sobre el lugar social que hemos reservado a los niños y las niñas, y si es un lugar que tiene y proporciona todo aquello que es necesario para un saludable desarrollo y un crecimiento en bienestar (bien chulo es el artículo de Patricia Reguero en el Salto 08.03.2024, respecto a la necesidad de entrenar una mirada feminista e interseccional para el análisis de las violencias que sufren las criaturas).

En términos de infancias y niñeces, sabemos, ya desde hace mucho, que no podemos definir sin más el “buen trato” como la ausencia del “mal trato”, no es suficiente sólo que no se den los hechos y las conductas que configuran a los niños y las niñas como víctimas de faltas o delitos. Un niño o una niña necesita presencia adulta, referentes afectivos, relaciones y un contexto humano y social nutrido y rico para poder vincularse y crecer de manera segura y sostenida en el tiempo.

Y esa situación, que no es tanto una propuesta de máximos, ideal, sino de mínimos, básica y fundamental, está muy lejos, hoy por hoy, de garantizarse familiar y socialmente.

La cosa se resume en presencia. Y para estar presentes se necesita tiempo y poder poner el cuerpo. Y, a su vez, esto es imposible sin recursos. No se puede sin recursos económicos ni sin red social. Y sin presencia, lo que hay es abandono, y para los niños y niñas, el abandono es violencia. Tan simple como de difícil solución en este marco patriarcalcapitalista.

Hablo de los mocos y las toses como un pequeño ejemplo que visibiliza que “el emperador va desnudo”, que no se necesita una gran crisis para que la nave se vaya a pique. Unas décimas de fiebre son suficientes para que la vida se nos presente inviable. Incluso cuesta no mirar a los niños y niñas como culpables del naufragio. Malas miradas, malas palabras, enfado, al cole dopados… o, en el mejor de los casos, silencios y lágrimas de impotencia que distan mucho de ser caricias reconfortantes y curativas pero que, al menos, desmontan la impostura y ayudan a empatizar desde al malestar (aunque desplacen hacia el sufrimiento adulto la lectura de la situación, pese a que el enfermo o enferma que necesita cuidados especiales siga siendo la criatura).

Lejos de culpabilizar a las madres y los padres que no llegamos, hay que buscar la responsabilidad pública en el desamparo de la infancia.

También, como he hecho en otras ocasiones en este blog, es importante analizar el modelo social y cultural, adultocéntrico, que hace que esas violencias “de baja intensidad”, cotidianas y generalizadas, estén aceptadas como la “normalidad” de trato en una adultocracia que configura patrones de crecimiento en la carencia, en la insatisfacción de necesidades materiales y afectivas, que terminan cristalizando en adultos y adultas insensibles al sufrimiento infantil, y que, por tanto, validan el desamparo y la soledad de los niños y niñas como la vía de aprendizaje adaptativo a una sociedad que no cuestionan.

Respecto a la responsabilidad pública en el desamparo, la cosa tiene enjundia…

Tal y como tenemos organizado nuestro derecho civil, de la patria potestad derivan las obligaciones de guarda y cuidado de los niños y las niñas, y por tanto, a partir de la filiación, la familia se convierte en una institución social y pública porque recibe el encargo de la tutela de las personas menores de edad que alberga (es una institución porque no se plantean alternativas a ella para el ejercicio de la guarda, más allá de cuando se detecta una “disfunción del sistema” y se implementan los elementos correctivos que, en aplicación de las leyes de protección de la infancia, permiten la guarda directa de la administración, previa intervención de los servicios sociales para una retirada de tutela de los progenitores).

La familia, como institución pública que se encarga de las criaturas (que a su vez son un sujeto político reconocido que hay proteger y amparar de acuerdo a todos los marcos legales que fundamentan nuestras “democracias”), debiera recibir los recursos públicos necesarios para el correcto ejercicio de la guarda, entendiendo que ese “correcto” ejercicio deriva de las necesidades de las criaturas, y no de las condiciones desiguales de las familias (de ahí que todas las ayudas para la crianza debieran tener un carácter universal).

Esto no sucede así y, por tanto, existe una responsabilidad pública evidente en los casos en los que se da una desatención a los niños y niñas como consecuencia directa de no tener los recursos necesarios para garantizar la presencia y los cuidados.

Pese a que el marco jurídico de la familia como estructura de filiación y guarda nos viene desde Roma, con su famoso “Derecho Romano”, aún no nos ha dado tiempo de hacer una “ley de familias” digna y acorde a la imprescindible función social que representan por ejercer los cuidados casi en exclusividad.

Después de 3000 años de progreso occidental, a fecha de hoy, en el Estado Español, tenemos una Ley de Familias pendiente aún de publicación en el BOE, con algunas medidas de “conciliación” anticipadas y vigor desde el 30 de junio de 2023, que hemos de celebrar -¡por fin!- aunque nos parezca una tomadura de pelo, cuando no una broma de mal gusto dirigida a todas aquellas personas que hemos tenido durante más de una hora seguida a una criatura en brazos, y hemos podido experimentar las exigencias y los costes de la crianza humana.

Una Ley que, pese a su buena intención, no sólo se queda corta, sino que además refuerza de manera absoluta la perspectiva adultocéntrica de quien provee los cuidados frente a quien los necesita o recibe.

De momento, parece que para el Estado, 100 euros por criatura hasta los tres años debe ser suficiente (desde los 3 a los 18 años, ya si eso vemos, igual no comen ni visten…).

En cuanto a los mocos y a las toses, les voy a decir a mis hijos que se pongan, primero de acuerdo, y luego, enfermos un máximo de 4 días al año (hay margen, 8, porque su mamá también trabaja por cuenta ajena), pero no más.

De nuevo vemos cómo el mercado laboral organiza los procesos reproductivos en base a sus lógicas capitalistas y productivas dando migajas a aquellas que tienen la “suerte” de tener un contrato (lo mismo pasa con los “permisos” de maternidad y paternidad o de lactancia).

En una Ley de Familias que amparara, de verdad, el cuidado de los niños y niñas enfermas, el derecho tendría que partir de la situación que precisa atención, de la enfermedad de las criaturas, y no de las circunstancias laborales de sus progenitores. Todo niño o niña que enferma necesita cuidados, se ponga enferma una, dos, tres o cinco veces, o tenga la mala suerte de pasar por un proceso largo de hospitalización por tener un accidente o una enfermedad crónica que precise una atención y presencia continuados.

Y aún parece que nos tenemos que sentir agradecidas porque la futura ley reconoce de manera específica ocho semanas para cuidar -¡a lo largo de 8 años y sin cobrar!- y con ello da respuesta a cuando se necesita la presencia y dedicación exclusiva de una adulta para atender a una criatura mientras crece (sin contar con que esas ocho semanas sólo podrán sustanciarse si se tienen ahorros, y/o un jefe majo que no penalice con despido que los trabajadores asuman sus responsabilidades legales respecto a los cuidados).

Para ser justo, he de reconocer las ganas, tanto de la anterior ministra, Ione Belarra, como de Pablo Bustinduy, ministro actual, de que algún día sea una realidad la Prestación Universal por Crianza, o, a menos, que los permisos por cuidado de familiares puedan ser remunerados, pero, a fecha de hoy, ambas cosas pertenecen al terreno de la promesas y no de los hechos.

El único “permiso” (y de nuevo permiso, si no trabajas asalariadamente se supone que tu familia no enferma y no tiene accidentes) que está remunerado es el “hospitalización o enfermedad grave”, y son cinco días hábiles (antes eran sólo dos). Bienvenido sea, pero es absolutamente insuficiente para garantizar el cuidado efectivo de un familiar en una crisis grave de salud.

En cualquier caso, vemos como la futura Ley de Familias llegará tardísimo y además validará la forma social que tenemos establecida para atender las situaciones que demandan cuidados: feminización y/o externalización. Y, por supuesto, se subordina absolutamente al funcionamiento de un mercado laboral cada vez más precario y neoliberal…¿Qué puede salir mal?

Por otro lado, y asumiendo el riesgo de cansar, por hablar más de leyes que de kleenex en referencia a los mocos y las toses, es relevante que hace pocos años, en 2021, se aprobó a bombo y platillo la famosa Ley de Protección Integral a la Infancia y a Adolescencia frente a la Violencia (LOPIVI), con un enfoque de derechos que se sustancian, principalmente, en organizar los mecanismos de control y de vigilancia de las posibles situaciones de riesgo, pero es una ley que apenas habla de la responsabilidad pública e institucional en garantizar los recursos materiales y humanos necesarios para que se dé un acompañamiento a las criaturas saludable.

Un acompañamiento saludable necesario no solo como forma de prevención de la violencia, sino también como forma de atención y de respuesta a las situaciones de violencia que, de hecho, ya sufren las criaturas de manera generalizada. Situaciones que pueden tener su origen en el ámbito familiar, algunas, pero también, en otros muchos casos, se dan el contexto social, incluso, a veces, en forma de maltrato institucional en hospitales, escuelas, centros de “menores”, etc…, y siempre precisan de un arrope y de un acompañamiento afectivo en el ámbito doméstico, por parte de las figuras de apego, para evitar vivencias traumáticas y problemas en la salud psicoemocional de los bebés, niños y niñas implicadas.

Una Ley integral contra la Violencia de la Infancia debiera fijar la mirada en el “buen trato”, ser una ley de y para la ternura con la infancia, y sí, definir medidas paliativas para cuando ese buen trato no se dé, pero no perder nunca la perspectiva de que, en términos de infancia, se precisan cambios estructurales para no estar siempre “apagando fuegos”, para que lo urgente no nos despiste de lo importante.

Y como primera medida estructural, de prevención y atención de la violencia contra las infancias, estaría la prestación universal para el cuidado de las criaturas. Una medida que pudieran “disfrutar” las personas adultas (o excepcionalmente, los organismos de tutela) que deben de cuidar de los bebés, niños y niñas durante su crecimiento y desarrollo como personas autónomas y emancipadas.

Y me da igual que se entienda como “derecho” de las familias (soy consciente de las resistencias, miopes, de la izquierda tradicional sobre reforzar la familia como sujeto político, por entender que lleva incrustada el mal burgués y patriarcal) o como “contraprestación” por parte del Estado por realizar el trabajo de cuidar, sostener y hacer posible la reproducción de la especie. En cualquier caso, ya sea por la vía del derecho, o ya sea por la vía del contrato social, ninguna criatura debiera estar mendigando cuidados a sus responsables, y ninguna persona adulta que quiera cuidar debiera verse forzada a realizar otros trabajos, de una utilidad social mucho menor, porque solo un empleo mal pagado le garantiza, a ella y a su gente, la supervivencia.

Atinar, a la hora de definir e implementar estos parches legales, empieza a ser imprescindible. Es cada vez más urgente.

Por desgracia, el deterioro del ecosistema de cuidados (y por ende, el hábitat natural de las infancias) es un hecho. Es un lugar erosionado y cada vez más desierto. Las prácticas de apoyo mutuo son cada día más difíciles de implementar por la falta de recursos y por la falta de disposición de las personas para cuidar.

Históricamente la pobreza económica invitaba a explorar otras formas de organización de la vida, tanto a nivel productivo como reproductivo, más allá del dinero y el consumo. Pero eso era posible sólo porque había un gran potencial humano que articular y organizar. Hoy, la fragmentación social hace que “la comunidad de cuidados”, la “tribu”, sea casi un “ser mitológico”, y que la falta de recursos (materiales, emocionales, afectivos…) lleve antes a la violencia y al maltrato que a la solidaridad y a la cohesión social. Lo tenemos crudo. 

Por todo esto, es una emergencia social, una emergencia de salud pública, que se deriven recursos directos a lo doméstico, al lugar que acoge los procesos reproductivos. No se trata de reivindicar que “nos paguen los cuidados”, sino, más bien, que se implementen políticas efectivas que permitan, a quienes quieran, poder habitar, de nuevo y en base a lógicas de corresponsabilidad y compromiso social, el espacio propio de los procesos vitales.

Se trata, por tanto, de una propuesta de políticas “reformistas” que puedan “incentivar” la migración al lugar social de los cuidados, con el triple objetivo de: uno, hacer efectivos, sostenibles y placenteros los procesos de cuidado, dos, emancipar, al menos, una parte de la vida de las lógicas del consumo y del empleo, y tres, cuidar a los y las que cuidan.

Y sólo de esta manera conseguiremos que un estornudo no nos saque de quicio, y que una baja médica, o un “permiso” de cuidado, no sea un pasaporte a un “más allá” recóndito y deshabitado.

Lo de poner los cuidados en el centro iba de esto. Salud.

 

Comentarios