El invierno parece que llega a su
fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un
relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado
“malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre
fiebres y toses.
La aventura de conciliar (je,je…)
el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles,
logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las
cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno,
compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que
hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia.
No hay plan “b”. A pelo año tras
año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y
generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco
que queda de la red social comunitaria.
Privilegio masculino cuando la
cosa solo se hace sostenible gracias a la media jornada de la mamá o a su
flexibilidad laboral. Privilegio de quienes no tienen atravesadas sus vidas por
los procesos de movilidad geográfica o migración, y pueden contar con abuelos y
abuelas, u otros miembros de la familia extensa, para los cuidados. O
privilegio económico, de los y las que pueden tirar de cartera pagando a otras
adultas para que cuiden de manera sustitutiva.
En cualquier caso, ni siquiera
todos los niños y niñas tienen la suerte de vivir en estas situaciones de
(injusto) privilegio. Es bastante común que los padres no estén presentes para
el cuidado, y que las madres, muchas veces, tampoco. Los padres y madres, o
madres solas, no pueden columpiarse ni un poquito en sus trabajos a riesgo de
perderlos. Son frecuentes también las familias “deslocalizadas” que son
extrañas en sus propias vidas, que están lejos de sus familiares, que no tienen
apenas confianza con los y las vecinas y que, por supuesto, no tienen recursos
económicos para sufragar horas de canguro (o pagar a una “interna-esclava” que
se haga cargo de una vida ajena a cambio de la explotación en los trabajos
reproductivos).
Y así, solo en un par de
párrafos, podemos pasar de hacer vahos de eucalipto e infusiones de orégano (o
administrar paracetamoles) a hablar de la violencia estructural contra la
infancia...
Porque un contexto social en el
que “si no hay privilegio hay abandono”,
es un marco de maltrato normalizado y aceptado. Un contexto en el que las
necesidades de los niños y las niñas no cuentan y, por tanto, un contexto de
daño y sufrimiento para las criaturas.
Generalmente, cuando hablamos de
violencia contra las infancias, nos vienen a la cabeza situaciones dramáticas
de abusos, de malos tratos físicos, de violencia vicaria o de prácticas
negligentes de abandono y desamparo, pero pocas veces se pone la atención sobre
el lugar social que hemos reservado a los niños y las niñas, y si es un lugar
que tiene y proporciona todo aquello que es necesario para un saludable
desarrollo y un crecimiento en bienestar (bien chulo es el artículo de Patricia Reguero en el Salto 08.03.2024, respecto a la necesidad de entrenar
una mirada feminista e interseccional para el análisis de las violencias que
sufren las criaturas).
En términos de infancias y
niñeces, sabemos, ya desde hace mucho, que no podemos definir sin más el “buen
trato” como la ausencia del “mal trato”, no es suficiente sólo que no se den
los hechos y las conductas que configuran a los niños y las niñas como víctimas
de faltas o delitos. Un niño o una niña necesita presencia adulta, referentes
afectivos, relaciones y un contexto humano y social nutrido y rico para poder
vincularse y crecer de manera segura y sostenida en el tiempo.
Y esa situación, que no es tanto
una propuesta de máximos, ideal, sino de mínimos, básica y fundamental, está
muy lejos, hoy por hoy, de garantizarse familiar y socialmente.
La cosa se resume en presencia. Y para estar presentes se
necesita tiempo y poder poner el cuerpo. Y, a su vez, esto es imposible sin
recursos. No se puede sin recursos económicos ni sin red social. Y sin
presencia, lo que hay es abandono, y
para los niños y niñas, el abandono es violencia. Tan simple como de difícil
solución en este marco patriarcalcapitalista.
Hablo de los mocos y las toses
como un pequeño ejemplo que visibiliza que “el emperador va desnudo”, que no se
necesita una gran crisis para que la nave se vaya a pique. Unas décimas de
fiebre son suficientes para que la vida se nos presente inviable. Incluso
cuesta no mirar a los niños y niñas como culpables del naufragio. Malas
miradas, malas palabras, enfado, al cole dopados… o, en el mejor de los casos,
silencios y lágrimas de impotencia que distan mucho de ser caricias
reconfortantes y curativas pero que, al menos, desmontan la impostura y ayudan
a empatizar desde al malestar (aunque desplacen hacia el sufrimiento adulto la
lectura de la situación, pese a que el enfermo o enferma que necesita cuidados
especiales siga siendo la criatura).
Lejos de culpabilizar a las
madres y los padres que no llegamos, hay que buscar la responsabilidad pública
en el desamparo de la infancia.
También, como he hecho en otras
ocasiones en este blog, es importante
analizar el modelo social y cultural, adultocéntrico, que hace que esas
violencias “de baja intensidad”, cotidianas y generalizadas, estén aceptadas
como la “normalidad” de trato en una adultocracia
que configura patrones de crecimiento en la carencia, en la insatisfacción de necesidades
materiales y afectivas, que terminan cristalizando en adultos y adultas
insensibles al sufrimiento infantil, y que, por tanto, validan el desamparo y
la soledad de los niños y niñas como la vía de aprendizaje adaptativo a una
sociedad que no cuestionan.
Respecto a la responsabilidad
pública en el desamparo, la cosa tiene enjundia…
Tal y como tenemos organizado
nuestro derecho civil, de la patria
potestad derivan las obligaciones de guarda
y cuidado de los niños y las niñas, y por tanto, a partir de la filiación, la familia se convierte en
una institución social y pública porque recibe el encargo de la tutela de las personas menores de edad
que alberga (es una institución porque no se plantean alternativas a ella para
el ejercicio de la guarda, más allá
de cuando se detecta una “disfunción del sistema” y se implementan los
elementos correctivos que, en aplicación de las leyes de protección de la
infancia, permiten la guarda directa de la administración, previa intervención
de los servicios sociales para una retirada
de tutela de los progenitores).
La familia, como institución pública que se encarga de las criaturas
(que a su vez son un sujeto político reconocido que hay proteger y amparar de
acuerdo a todos los marcos legales que fundamentan nuestras “democracias”),
debiera recibir los recursos públicos necesarios para el correcto ejercicio de
la guarda, entendiendo que ese
“correcto” ejercicio deriva de las necesidades de las criaturas, y no de las
condiciones desiguales de las familias (de ahí que todas las ayudas para la
crianza debieran tener un carácter universal).
Esto no sucede así y, por tanto,
existe una responsabilidad pública evidente en los casos en los que se da una
desatención a los niños y niñas como consecuencia directa de no tener los
recursos necesarios para garantizar la presencia y los cuidados.
Pese a que el marco jurídico de
la familia como estructura de filiación y guarda nos viene desde Roma, con su
famoso “Derecho Romano”, aún no nos ha dado tiempo de hacer una “ley de
familias” digna y acorde a la imprescindible función social que representan por
ejercer los cuidados casi en exclusividad.
Después de 3000 años de progreso
occidental, a fecha de hoy, en el Estado Español, tenemos una Ley de Familias pendiente aún de
publicación en el BOE, con algunas medidas de “conciliación” anticipadas y vigor
desde el 30 de junio de 2023, que hemos de celebrar -¡por fin!- aunque nos
parezca una tomadura de pelo, cuando no una broma de mal gusto dirigida a todas
aquellas personas que hemos tenido durante más de una hora seguida a una
criatura en brazos, y hemos podido experimentar las exigencias y los costes de
la crianza humana.
Una Ley que, pese a su buena
intención, no sólo se queda corta, sino que además refuerza de manera absoluta
la perspectiva adultocéntrica de quien provee los cuidados frente a quien los
necesita o recibe.
De momento, parece que para el
Estado, 100 euros por criatura hasta los tres años debe ser suficiente (desde
los 3 a los 18 años, ya si eso vemos, igual no comen ni visten…).
En cuanto a los mocos y a las
toses, les voy a decir a mis hijos que se pongan, primero de acuerdo, y luego,
enfermos un máximo de 4 días al año (hay margen, 8, porque su mamá también
trabaja por cuenta ajena), pero no más.
De nuevo vemos cómo el mercado
laboral organiza los procesos reproductivos en base a sus lógicas capitalistas
y productivas dando migajas a aquellas que tienen la “suerte” de tener un
contrato (lo mismo pasa con los “permisos” de maternidad y paternidad o de
lactancia).
En una Ley de Familias que amparara, de verdad, el cuidado de los niños y niñas
enfermas, el derecho tendría que partir de la situación que precisa atención,
de la enfermedad de las criaturas, y no de las circunstancias laborales de sus
progenitores. Todo niño o niña que enferma necesita cuidados, se ponga enferma
una, dos, tres o cinco veces, o tenga la mala suerte de pasar por un proceso
largo de hospitalización por tener un accidente o una enfermedad crónica que
precise una atención y presencia continuados.
Y aún parece que nos tenemos que
sentir agradecidas porque la futura ley reconoce de manera específica ocho
semanas para cuidar -¡a lo largo de 8 años y sin cobrar!- y con ello da
respuesta a cuando se necesita la presencia y dedicación exclusiva de una
adulta para atender a una criatura mientras crece (sin contar con que esas ocho
semanas sólo podrán sustanciarse si se tienen ahorros, y/o un jefe majo que no
penalice con despido que los trabajadores asuman sus responsabilidades legales
respecto a los cuidados).
Para ser justo, he de reconocer
las ganas, tanto de la anterior ministra, Ione Belarra, como de Pablo
Bustinduy, ministro actual, de que algún día sea una realidad la Prestación Universal por Crianza, o, a
menos, que los permisos por cuidado de familiares puedan ser remunerados, pero,
a fecha de hoy, ambas cosas pertenecen al terreno de la promesas y no de los
hechos.
El único “permiso” (y de nuevo permiso, si no trabajas asalariadamente
se supone que tu familia no enferma y no tiene accidentes) que está remunerado
es el “hospitalización o enfermedad grave”, y son cinco días hábiles (antes
eran sólo dos). Bienvenido sea, pero es absolutamente insuficiente para
garantizar el cuidado efectivo de un familiar en una crisis grave de salud.
En cualquier caso, vemos como la
futura Ley de Familias llegará
tardísimo y además validará la forma social que tenemos establecida para
atender las situaciones que demandan cuidados: feminización y/o
externalización. Y, por supuesto, se subordina absolutamente al funcionamiento
de un mercado laboral cada vez más precario y neoliberal…¿Qué puede salir mal?
Por otro lado, y asumiendo el
riesgo de cansar, por hablar más de leyes que de kleenex en referencia a los mocos y las toses, es relevante que
hace pocos años, en 2021, se aprobó a bombo y platillo la famosa Ley de Protección Integral a la Infancia y a
Adolescencia frente a la Violencia (LOPIVI), con un enfoque de
derechos que se sustancian, principalmente, en organizar los mecanismos de
control y de vigilancia de las posibles situaciones de riesgo, pero es una ley
que apenas habla de la responsabilidad pública e institucional en garantizar
los recursos materiales y humanos necesarios para que se dé un acompañamiento a
las criaturas saludable.
Un acompañamiento saludable
necesario no solo como forma de prevención de la violencia, sino también como
forma de atención y de respuesta a las situaciones de violencia que, de hecho,
ya sufren las criaturas de manera generalizada. Situaciones que pueden tener su
origen en el ámbito familiar, algunas, pero también, en otros muchos casos, se
dan el contexto social, incluso, a veces, en forma de maltrato institucional en
hospitales, escuelas, centros de “menores”, etc…, y siempre precisan de un
arrope y de un acompañamiento afectivo en el ámbito doméstico, por parte de las
figuras de apego, para evitar vivencias traumáticas y problemas en la salud
psicoemocional de los bebés, niños y niñas implicadas.
Una Ley integral contra la Violencia de la Infancia debiera fijar la
mirada en el “buen trato”, ser una ley de y para la ternura con la infancia, y sí, definir medidas paliativas para
cuando ese buen trato no se dé, pero no perder nunca la perspectiva de que, en
términos de infancia, se precisan cambios estructurales para no estar siempre
“apagando fuegos”, para que lo urgente no nos despiste de lo importante.
Y como primera medida
estructural, de prevención y atención de la violencia contra las infancias,
estaría la prestación universal para el
cuidado de las criaturas. Una medida que
pudieran “disfrutar” las personas adultas (o excepcionalmente, los organismos
de tutela) que deben de cuidar de los bebés, niños y niñas durante su
crecimiento y desarrollo como personas autónomas y emancipadas.
Y me da igual que se entienda
como “derecho” de las familias (soy consciente de las resistencias, miopes, de la izquierda tradicional sobre
reforzar la familia como sujeto político, por entender que lleva
incrustada el mal burgués y patriarcal) o como “contraprestación” por parte del
Estado por realizar el trabajo de cuidar, sostener y hacer posible la
reproducción de la especie. En cualquier caso, ya sea por la vía del derecho, o ya sea por la vía del contrato social, ninguna criatura
debiera estar mendigando cuidados a sus responsables, y ninguna persona adulta
que quiera cuidar debiera verse forzada a realizar otros trabajos, de una
utilidad social mucho menor, porque solo un empleo mal pagado le garantiza, a
ella y a su gente, la supervivencia.
Atinar, a la hora de definir e
implementar estos parches legales, empieza a ser imprescindible. Es cada vez
más urgente.
Por desgracia, el deterioro del
ecosistema de cuidados (y por ende, el hábitat natural de las infancias) es un
hecho. Es un lugar erosionado y cada vez más desierto. Las prácticas de apoyo
mutuo son cada día más difíciles de implementar por la falta de recursos y por
la falta de disposición de las personas para cuidar.
Históricamente la pobreza
económica invitaba a explorar otras formas de organización de la vida, tanto a
nivel productivo como reproductivo, más allá del dinero y el consumo. Pero eso
era posible sólo porque había un gran potencial humano que articular y
organizar. Hoy, la fragmentación social hace que “la comunidad de cuidados”, la
“tribu”, sea casi un “ser mitológico”, y que la falta de recursos (materiales,
emocionales, afectivos…) lleve antes a la violencia y al maltrato que a la
solidaridad y a la cohesión social. Lo tenemos crudo.
Por todo esto, es una emergencia
social, una emergencia de salud pública,
que se
deriven recursos directos a lo doméstico, al lugar que acoge los procesos
reproductivos. No se trata de reivindicar que “nos paguen los cuidados”, sino,
más bien, que se implementen políticas efectivas que permitan, a quienes
quieran, poder habitar, de nuevo y en base a lógicas de corresponsabilidad y
compromiso social, el espacio propio de los procesos vitales.
Se trata, por tanto, de una
propuesta de políticas “reformistas” que puedan “incentivar” la migración al
lugar social de los cuidados, con el triple objetivo de: uno, hacer efectivos, sostenibles y placenteros los procesos de
cuidado, dos, emancipar, al menos,
una parte de la vida de las lógicas del consumo y del empleo, y tres, cuidar a los y las que cuidan.
Y sólo de esta manera
conseguiremos que un estornudo no nos saque de quicio, y que una baja médica, o
un “permiso” de cuidado, no sea un pasaporte a un “más allá” recóndito y
deshabitado.
Lo de poner los cuidados en el centro iba de esto. Salud.
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