Toses, mocos y violencia contra la infancia.

  El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses. La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia. No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria. Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media

Los comedores escolares y la fantasía.

 


Gastronomía adultocéntrica.

Me dispongo a escribir un texto sobre cosas tan cotidianas como la escuela y la alimentación y tengo la curiosa sensación de que va a salir un artículo de ciencia ficción. Vamos a ello.

Un buen punto de partida es reflexionar sobre el lugar que tiene la comida en el disfrute y la socialización adulta, y ver qué de todo eso traspasa los muros de los colegios. Qué maligna magia opera en el sistema educativo que es capaz de transformar el deleite en maltrato y la gastronomía en avituallamiento.

Hay consenso en que la gastronomía es cultura y hay consenso en que las escuelas son, entre otras cosas, instituciones culturales, sin embargo, parece que nadie ha querido asociar ideas y pensar que ambos mundos pudieran llegar a fusionarse promoviendo juntos el juego, el aprendizaje y la salud en la institución educativa.

A nadie sorprende que las adultas queramos celebrar comiendo. En un viaje, en un aniversario importante, en un encuentro especial, el menú y el lugar donde comerlo tiene un papel fundamental, incluso principal. Una cena romántica sin cena pierde mucho romanticismo, y si quien cocina rico es la persona que bien te quiere, aún gana más romanticismo. Y pese a lo relevante del asunto, nuestra pareja posiblemente no haya aprendido a cocinar en la escuela. Sabemos que la prioridad de la educación nunca fue la de formar buenos amantes.

En cualquier caso, esta sociedad está consiguiendo desplazar la excelencia culinaria del “caldo de la abuela” a la estrella Michelín, y el encuentro social y familiar en torno a una mesa bulliciosa de niños, niñas y cuñadas, a la reserva en un restaurante de moda. Música ambiental y sin niños, o si no hay más remedio, al menos que se sirva un insulso menú infantil condimentado con payaso y globos, y a ser posible, en otra sala bien insonorizada.

No se trata tanto de seguir el rastro de lo que hemos perdido o ganado en esta socialización cultural y capitalista del evento gastronómico, pero sí llamar la atención sobre el hecho de que en la conquista de espacio público -incluso institucional (políticas municipales de terrazas, ocupación de los centros históricos, promoción de la hostelería, las “denominaciones de origen”, etc.)- no se ha llegado, ni de lejos, a las puertas de las escuelas.

Debiera haber un consenso en que la escuela pública es un elemento fundamental de vertebración comunitaria y de convivencia social, y si no más, al menos tan importante como los cascos viejos llenos de tascas tan mimados por las políticas de vino y libertad. Por tanto, el ámbito educativo no debiera quedar fuera de las propuestas políticas que quieren poner en valor los tesoros culinarios de nuestra cultura y el encuentro gozoso en torno a la comida.

Convivimos con la dualidad de menús del día cada día más experimentales y caros, la promoción de productos ecológicos y de proximidad para las adultas que se lo puedan pagar, con la consolidación de la bollería industrial y el zumo azucarado como forma habitual de meriendas y almuerzos. Y la escuela complementa este desaguisado con croquetas precocinadas, con la sopa de saborizantes y la ensalada medio pocha en comedores ruidosos y frenéticos.

Quizá esto, en el mejor de los casos, puede pasar una auditoría nutricional (lo dudo) pero queda muy lejos del gozo, el deleite y la oxitocina de una comida suculenta con personas queridas.

Luego hablamos de la educación nutricional, de hábitos saludables, de luchar contra la “obesidad infantil” y de tratar los trastornos de la alimentación, y queremos que todo esto entre en las aulas. Podemos llegar a colorear mil fichas de la dichosa pirámide y a la vez obviar las condiciones nefastas en las que se da la experiencia de la comida en la escuela, sin tomar en consideración la vivencia, en muchos casos traumática, que tienen los niños y niñas que las sufren.

Confeccionamos dietas técnicas y profesionales con nutrientes y calorías medidas, tan buenas, que hasta nos sentimos legitimados a obligar a comer a las criaturas, todo por su propio bien. Se introduce la violencia en un contexto que debiera ser de gozo, deleite y encuentro, traicionando la esencia misma de la nutrición al no valorar su componente psicoemocional.

Otro capítulo más de la adultocracia, escrito con espaguetis y tomate frito de bote, que muestra cómo la escuela se pone al servicio del descuido de las infancias también en lo más básico.

 

Escuela ultraprocesada.

Por circunstancias particulares, en la primavera valenciana, a la vez que las huertas estaban exuberantes de puerros, alcachofas y habas, asistí a las “puertas abiertas” de algunos coles públicos de la zona. El contraste no ha podido ser mayor y más frustrante.

Pocos coles son los que mantienen la cocina dentro, con una elaboración propia de los alimentos, y menos, diría que casi ninguno, con un tratamiento del menú más allá de lo nutritivo (para ser justos, en Valencia, algunos de manera testimonial, pero no por ello es poco importante. El trabajo en agroecología que llevamos haciendo tantos años ya en el territorio va teniendo algún mínimo efecto).

Y si hablamos de modificaciones estructurales respecto a los espacios y a los tiempos, ahí encontramos el desierto.

Como si para los niños y niñas, en contraposición a las adultas, fuera suficiente e imprescindible una proporción adecuada de hidratos, proteínas y vitaminas, y todo lo demás fuera superfluo. Llegamos a justificar elementos de control en forma de monitores y monitoras de comedor, mal pagadas y con condiciones laborales precarizadas, solo por la noble misión de garantizar la ingesta de una comida que, en la mayoría de los casos, ellas mismas no se comerían (y menos el profesorado), aunque para ello tengan que ejercer el poder de dejar a un niño sin postre.

Ni siquiera liberamos a la fruta, al yogur o al helado de participar del conductismo imperante en la educación.

El comedor escolar se define como un espacio residual en el contexto educativo. Se supone que lo importante en la escuela ha pasado antes y va a pasar después.

Un lugar de conflicto entre la contención de todo el agobio que, en muchos casos, implica la rutina escolar de horas sentado y escucha más o menos activa, y la necesidad humana fundamental de la nutrición y la socialización. Niños y niñas con tanta hambre como necesidad de subirse por las paredes, de correr y moverse, que terminan comiendo, entre gritos, comida rápida y fácil para salir pronto al patio, siguiendo las instrucciones de los guardias de tráfico/educadores de comedor puestos al servicio del orden y no al servicio del acompañamiento pedagógico ni humano.

Un espacio de alimentación que se define en ruptura absoluta con lo libidinal.

Que la comida sea más o menos ultraprocesada termina siendo casi irrelevante, porque lo industrial, lo tóxico, está en los ritmos y en la organización. Los alumnos y las alumnas, y sus digestiones, terminan formando parte del engranaje.

 

La fantasía.

Para aquellos que disfrutamos tanto comiendo como cocinando, que somos fans de ratatouille y que además, mucho de lo que hemos aprendido sobre política, geografía, historia, urbanismo, biología o trabajo social ha sido siguiendo el rastro de lo que comemos, de lo que otros no pueden comer, y de los que se han atrevido y se siguen atreviendo a enriquecerse con el hambre, velar todo este conocimiento y toda esta experiencia a los niños y a las niñas nos parece un gran desperdicio.

Desde la antropología social sabemos que solo con pensar la gastronomía de los pueblos podemos adquirir conocimientos inabarcables de todo lo que es importante y necesario para vivir. Está de moda eso de la “educación por proyectos”, pero si el proyecto pretende alimentar el cuerpo y el alma, además del conocimiento, se queda fuera de juego.

Un contrasentido de un sistema educativo que no para de inventarse asignaturas a la vez que deja fuera de currículum y desestima todo el aprendizaje significativo intrínseco a la actividad de la alimentación que se desplegaría si ésta fuese mimada y cuidada.

Soñemos…

Imaginad una escuela en la que su cocina fuera su lugar central, su corazón. Una cocina grande, molona, bien equipada, que permitiera la presencia, la participación y el protagonismo de los niños y niñas y de los profesores y profesoras en la elaboración de alimentos. Preparando juntos menús divertidos, ricos, descubriendo nuevos sabores, platos multiculturales, juego y disfrute. Una cocina-aula que facilitara también el encuentro y la colaboración en las tareas de recogida y limpieza. Una cocina habitable y habitada.

Imaginad aprender geografía a la vez que saboreas sushi, humitas o tabulé, aprender biología a la vez que se distingue un tomate transgénico de uno respetado, aprender economía estudiando las diferencias entre el jamón york de macrogranjas y las lubinas de piscifactoría con las de la ganadería y pesca “sostenible”, o repasando las facturas de los proveedores. Aprender la física de la olla a presión, la química de los fermentados, y la historia del porqué del monopolio de la hamburguesa. O la climatología que permite cultivar arroz en China, azúcar en Cuba y trigo en Ucrania, o el genocidio del oro y la plata, con su cara de tomate y patata, y cómo las venas siguen abiertas por el cacao de los postres y el aceite de palma de las meriendas…

Profesoras y profesores que puedan hablar de todo esto en mesas de taller amplias a la vez que se cocina y se experimenta, con tiempos preciosos y cuidados para que la experiencia de aprendizaje sea de la vida y no un sucedáneo. Adaptándose los niveles y las dificultades, posibilitándose que niños y niñas ensayen con cuchillos, peladores, minipimers, etc. Nada hay más montessori que una cocina de verdad con actividad real.

Todo un cultivo de experiencias con elementos significativos para luego desarrollar mapas conceptuales o trabajos en grupo. Incluso las presentaciones de powerpoint adquirirían sentido en este contexto.

Por no hablar de la fantasía, y de la aventura, de las excursiones a las huertas del pueblo, a los mercados de la ciudad o a las lonjas de pescado....

Seguimos el sueño con comedores que son extensiones de la cocina, que huelen a guiso rico, que tienen mesas bonitas, bien puestas para acoger el encuentro, para honrar lo valioso de que niños y niñas, amigos, puedan estar comiendo, conversando y saboreando los platos que otros compañeros han elaborado.

Comidas sin prisas, con tiempo, con posibilidad de elección tanto como de experimentación y disfrute.

Comedores fantásticos compartidos con la comunidad educativa. Que niños y niñas puedan comer con sus profes o los conserjes, que entiendan lo de la intolerancia al gluten porque se lo cuente el profe de inglés, o las razones por las que la de matemáticas es vegetariana. Y el profe de música que dice que no prueba la ensaladilla porque le obligaban a comerla cuando era niño, y ahora no la soporta aunque esté buenísima…

Y quién sabe, quizá verse fuera de los roles rígidos de maestro/alumna ayuda a abrir nuevas posibilidades para la relación educativa que repercutan positivamente en el aprendizaje de las criaturas, y en la salud mental de las docentes. Y de paso nos ahorramos algún que otro congreso sobre innovación educativa, lo que nunca viene mal.

 

Lo doméstico y lo domesticado.

En tiempos en que lo doméstico está cada vez más denostado, que todo pasa por la externalización y por la profesionalización, puede parecer más que fantasía un relato de terror llevar el caos del hogar al espacio de la escuela.

Pero lo que realmente da miedo es que pedagogos y políticos con poder crean que una educación puede ser saludable, o posible, dando la espalda a todos los procesos vitales, incluso a los más básicos, como son la alimentación, el descanso y la convivencia en relación.

Nos parece inasumible para la escuela poder alimentar de manera saludable, con diversión y con una ética de responsabilidad social, pero a la vez nos parece tan normal atrevernos a gobernar la vida de cientos de niños y niñas durante extensas jornadas en el día a día de las aulas, encontrando un sentido pedagógico a cada uno de los elementos de control que permiten un funcionamiento institucional masivo.

Por huir de lo doméstico asumimos sin crítica la domesticación de nuestras criaturas al pautar su manera de alimentarse, de descansar, de desplazarse por el espacio y de aprender, poniendo toda una institución educativa al servicio de esta premisa y ejerciendo la violencia necesaria para cumplir con la tarea encomendada.

Hay otras entradas en este blog y reflexiones pasadas en las que reflexiono sobre la necesidad de una revisión y crítica del paradigma educativo vigente y sufrido. Por supuesto, otra manera de comer en las escuelas implicaría otro modelo de educación, pero por algo se empieza.

O, al menos, sumemos elementos. Igual que pensamos en unos patios habitables donde jugar no sea una heroicidad, o igual que pensamos en unos itinerarios para ir al cole que puedan asegurar la autonomía de las criaturas sin poner en peligro sus vidas, podemos empezar a atrevernos a decir, con fuerza y claridad, que los comedores escolares no pueden seguir siendo un espacio de malestar de las infancias y además residual en la dinámica escolar.

Esta realidad se podría cambiar mucho con una cierta sensibilidad al respecto de las políticas, leyes y administraciones educativas. Claro que la alternativa al modelo precisaría una escala humana y sostenible en las instituciones educativas, mejor coles de 300 alumnas que de 1500, en el que los niños y niñas puedan conocerse y tener una percepción real de la comunidad educativa, participar y sentir pertenencia, y ser protagonistas de sus procesos vitales y relacionales, pero aún sin todo esto, hay mucho camino que se puede empezar a recorrer.

Si bien el espacio doméstico está estrangulado por la precariedad, por la conciliación y por la falta de reconocimiento social a los cuidados y a la crianza -la cosa llega, incluso, a que reconocerse como “mal padre” o “mala madre” pueda ser motivo de orgullo, y que pueda ser razón de burla y de crítica el exprimirse para que “haya caldo en la nevera”. Se ridiculiza a quienes al menos lo intentan calificándoles como personas abnegadas, abducidas por modelos sacrificados de crianza y nostálgicas de otras épocas, como si dar de comer de manera saludable a las criaturas que tenemos a nuestro cargo no fuera una de las obligaciones de la guarda y un derecho fundamental de los niños y niñas-, en vez de nutrir de recursos y posibilidades para que el cuidado sea viables y sostenible lo que hacemos es extender dicha estrangulación y asfixia a los servicios públicos, socializar aún más el maltrato.

Respecto a tema que nos ocupa, en el momento en el que la alimentación deja de ser responsabilidad exclusiva de las familias y aparece el Estado con sus instituciones validando que en lugares fundamentales para la infancia, como son las escuelas, se malcoma y se malviva, se está normalizando una manera de tratar con las infancias que las daña.

Y en este caso no es cuestión de dinero, es cuestión de prioridades. No hablamos de la desigualdad entre las diferentes situaciones socioeconómicas de las familias (que la escuela podría ayudar a compensar privilegiando los cuidados de aquellos que traen la injusticia social desde casa) sino de un servicio público caro –más de 500 euros al mes por alumno/a-, de un sistema educativo de vocación universal que gasta sus recursos de manera prioritaria en lo que no repercute directamente en el bienestar de las criaturas. Como si no hubiera necesidades básicas de cuidado y crianza que cubrir en un modelo de educación intensiva y obligatoria que lleva a pasar miles de horas al año a criaturas pequeñas y grandes en los colegios –sobre la gestión educativa y sus implicaciones pedagógicas, os paso el enlace al artículo “Más allá de la educación alternativa: la experiencia de autogestión de las escuelas libres”, publicado en El Salto, el 15 de noviembre de 2021-.

Como comentaba en el texto de El salto, frente al anhelo, la ensoñación y la frustración de ser testigos de tal desamparo y desolación, puede parecer que no hay mucho que hacer, que la alternativa es imposible, pero no es así. Tenemos en nuestro haber iniciativas valiosas. No son fantasía las experiencias de comedores sociales en eco-aldeas, en barrios, en centros ocupados, en familias extensas, ollas comunes en fiestas populares u otras muchas propuestas ligadas al ámbito de la soberanía alimentaria y al desarrollo comunitario que aúnan sostenibilidad, salud y convivencia. Solo se necesitan ganas de compartir, de colectivizar las necesidades y socializar las propuestas tejiendo red…

Y para las que se sientan más reconocidas y cómodas en el marco capitalista, que tampoco dejen de lado a los niños y las niñas… también están los eventos, las ferias gastronómicas, las recepciones y los catering pijos para artistas y políticos o los restaurantes que dan de comer rico a cientos de personas adultas. Será por posibilidades… Esa realidad existe, de hecho la tenemos normalizada, pero las criaturas están social y culturalmente vetadas para el disfrute.

Mucha adultocracia seguimos construyendo desde el estómago y, desgraciadamente, las escuelas están muy lejos de impugnar esa dinámica.


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