Gastronomía adultocéntrica.
Me dispongo a escribir un texto
sobre cosas tan cotidianas como la escuela y la alimentación y tengo la curiosa
sensación de que va a salir un artículo de ciencia ficción. Vamos a ello.
Un buen punto de partida es reflexionar
sobre el lugar que tiene la comida en el disfrute y la socialización adulta, y
ver qué de todo eso traspasa los muros de los colegios. Qué maligna magia opera
en el sistema educativo que es capaz de transformar el deleite en maltrato y la
gastronomía en avituallamiento.
Hay consenso en que la
gastronomía es cultura y hay consenso en que las escuelas son, entre otras
cosas, instituciones culturales, sin embargo, parece que nadie ha querido asociar
ideas y pensar que ambos mundos pudieran llegar a fusionarse promoviendo juntos
el juego, el aprendizaje y la salud en la institución educativa.
A nadie sorprende que las adultas
queramos celebrar comiendo. En un viaje, en un aniversario importante, en un
encuentro especial, el menú y el lugar donde comerlo tiene un papel fundamental,
incluso principal. Una cena romántica sin cena pierde mucho romanticismo, y si
quien cocina rico es la persona que bien te quiere, aún gana más romanticismo.
Y pese a lo relevante del asunto, nuestra pareja posiblemente no haya aprendido
a cocinar en la escuela. Sabemos que la prioridad de la educación nunca fue la
de formar buenos amantes.
En cualquier caso, esta sociedad
está consiguiendo desplazar la excelencia culinaria del “caldo de la abuela” a
la estrella Michelín, y el encuentro
social y familiar en torno a una mesa bulliciosa de niños, niñas y cuñadas, a
la reserva en un restaurante de moda. Música ambiental y sin niños, o si no hay
más remedio, al menos que se sirva un insulso menú infantil condimentado con
payaso y globos, y a ser posible, en otra sala bien insonorizada.
No se trata tanto de seguir el rastro
de lo que hemos perdido o ganado en esta socialización cultural y capitalista
del evento gastronómico, pero sí llamar la atención sobre el hecho de que en la
conquista de espacio público -incluso institucional (políticas municipales de
terrazas, ocupación de los centros históricos, promoción de la hostelería, las “denominaciones
de origen”, etc.)- no se ha llegado, ni de lejos, a las puertas de las escuelas.
Debiera haber un consenso en que
la escuela pública es un elemento fundamental de vertebración comunitaria y de
convivencia social, y si no más, al menos tan importante como los cascos viejos
llenos de tascas tan mimados por las políticas de vino y libertad. Por tanto, el
ámbito educativo no debiera quedar fuera de las propuestas políticas que
quieren poner en valor los tesoros culinarios de nuestra cultura y el encuentro
gozoso en torno a la comida.
Convivimos con la dualidad de menús del día cada día más
experimentales y caros, la promoción de productos ecológicos y de proximidad para
las adultas que se lo puedan pagar, con la consolidación de la bollería
industrial y el zumo azucarado como forma habitual de meriendas y almuerzos. Y
la escuela complementa este desaguisado
con croquetas precocinadas, con la sopa de saborizantes y la ensalada medio
pocha en comedores ruidosos y frenéticos.
Quizá esto, en el mejor de los
casos, puede pasar una auditoría nutricional (lo dudo) pero queda muy lejos
del gozo, el deleite y la oxitocina de una comida suculenta con personas
queridas.
Luego hablamos de la educación
nutricional, de hábitos saludables, de luchar contra la “obesidad infantil” y de
tratar los trastornos de la alimentación, y queremos que todo esto entre en las
aulas. Podemos llegar a colorear mil fichas de la dichosa pirámide y a la vez
obviar las condiciones nefastas en las que se da la experiencia de la comida en
la escuela, sin tomar en consideración la vivencia, en muchos casos traumática,
que tienen los niños y niñas que las sufren.
Confeccionamos dietas técnicas y
profesionales con nutrientes y calorías medidas, tan buenas, que hasta nos
sentimos legitimados a obligar a comer a las criaturas, todo por su propio bien.
Se introduce la violencia en un contexto que debiera ser de gozo, deleite y
encuentro, traicionando la esencia misma de la nutrición al no valorar su
componente psicoemocional.
Otro capítulo más de la adultocracia,
escrito con espaguetis y tomate frito de bote, que muestra cómo la escuela se
pone al servicio del descuido de las infancias también en lo más básico.
Escuela ultraprocesada.
Por circunstancias particulares,
en la primavera valenciana, a la vez que las huertas estaban exuberantes de
puerros, alcachofas y habas, asistí a las “puertas abiertas” de algunos coles
públicos de la zona. El contraste no ha podido ser mayor y más frustrante.
Pocos coles son los que mantienen
la cocina dentro, con una elaboración propia de los alimentos, y menos, diría
que casi ninguno, con un tratamiento del menú más allá de lo nutritivo (para
ser justos, en Valencia, algunos de manera testimonial, pero no por ello es
poco importante. El trabajo en agroecología que llevamos haciendo tantos años
ya en el territorio va teniendo algún mínimo efecto).
Y si hablamos de modificaciones
estructurales respecto a los espacios y a los tiempos, ahí encontramos el
desierto.
Como si para los niños y niñas,
en contraposición a las adultas, fuera suficiente e imprescindible una
proporción adecuada de hidratos, proteínas y vitaminas, y todo lo demás fuera
superfluo. Llegamos a justificar elementos de control en forma de monitores y
monitoras de comedor, mal pagadas y con condiciones laborales precarizadas, solo
por la noble misión de garantizar la ingesta de una comida que, en la mayoría
de los casos, ellas mismas no se comerían (y menos el profesorado), aunque para
ello tengan que ejercer el poder de dejar a un niño sin postre.
Ni siquiera liberamos a la fruta,
al yogur o al helado de participar del conductismo imperante en la educación.
El comedor escolar se define como
un espacio residual en el contexto educativo. Se supone que lo importante en la
escuela ha pasado antes y va a pasar después.
Un lugar de conflicto entre la
contención de todo el agobio que, en muchos casos, implica la rutina escolar de
horas sentado y escucha más o menos activa, y la necesidad humana fundamental
de la nutrición y la socialización. Niños y niñas con tanta hambre como
necesidad de subirse por las paredes, de correr y moverse, que terminan
comiendo, entre gritos, comida rápida y fácil para salir pronto al patio,
siguiendo las instrucciones de los guardias de tráfico/educadores de comedor
puestos al servicio del orden y no al servicio del acompañamiento pedagógico ni
humano.
Un espacio de alimentación que se
define en ruptura absoluta con lo libidinal.
Que la comida sea más o menos
ultraprocesada termina siendo casi irrelevante, porque lo industrial, lo
tóxico, está en los ritmos y en la organización. Los alumnos y las alumnas, y
sus digestiones, terminan formando parte del engranaje.
La fantasía.
Para aquellos que disfrutamos
tanto comiendo como cocinando, que somos fans de ratatouille y que además, mucho de lo que hemos aprendido sobre
política, geografía, historia, urbanismo, biología o trabajo social ha sido
siguiendo el rastro de lo que comemos, de lo que otros no pueden comer, y de
los que se han atrevido y se siguen atreviendo a enriquecerse con el hambre,
velar todo este conocimiento y toda esta experiencia a los niños y a las niñas
nos parece un gran desperdicio.
Desde la antropología social
sabemos que solo con pensar la gastronomía de los pueblos podemos adquirir
conocimientos inabarcables de todo lo que es importante y necesario para vivir.
Está de moda eso de la “educación por proyectos”, pero si el proyecto pretende
alimentar el cuerpo y el alma, además del conocimiento, se queda fuera de
juego.
Un contrasentido de un sistema
educativo que no para de inventarse asignaturas a la vez que deja fuera de
currículum y desestima todo el aprendizaje significativo intrínseco a la
actividad de la alimentación que se desplegaría si ésta fuese mimada y cuidada.
Soñemos…
Imaginad una escuela en la que su
cocina fuera su lugar central, su corazón. Una cocina grande, molona, bien
equipada, que permitiera la presencia, la participación y el protagonismo de
los niños y niñas y de los profesores y profesoras en la elaboración de
alimentos. Preparando juntos menús divertidos, ricos, descubriendo nuevos
sabores, platos multiculturales, juego y disfrute. Una cocina-aula que
facilitara también el encuentro y la colaboración en las tareas de recogida y
limpieza. Una cocina habitable y habitada.
Imaginad aprender geografía a la
vez que saboreas sushi, humitas o tabulé, aprender biología a la vez que se distingue
un tomate transgénico de uno respetado, aprender economía estudiando las
diferencias entre el jamón york de macrogranjas y las lubinas de piscifactoría con
las de la ganadería y pesca “sostenible”, o repasando las facturas de los
proveedores. Aprender la física de la olla a presión, la química de los
fermentados, y la historia del porqué del monopolio de la hamburguesa. O la
climatología que permite cultivar arroz en China, azúcar en Cuba y trigo en
Ucrania, o el genocidio del oro y la plata, con su cara de tomate y patata, y
cómo las venas siguen abiertas por el cacao de los postres y el aceite de palma
de las meriendas…
Profesoras y profesores que
puedan hablar de todo esto en mesas de taller amplias a la vez que se cocina y
se experimenta, con tiempos preciosos y cuidados para que la experiencia de
aprendizaje sea de la vida y no un sucedáneo. Adaptándose los niveles y las
dificultades, posibilitándose que niños y niñas ensayen con cuchillos,
peladores, minipimers, etc. Nada hay
más montessori que una cocina de
verdad con actividad real.
Todo un cultivo de experiencias
con elementos significativos para luego desarrollar mapas conceptuales o
trabajos en grupo. Incluso las presentaciones de powerpoint adquirirían sentido en este contexto.
Por no hablar de la fantasía, y de
la aventura, de las excursiones a las huertas del pueblo, a los mercados de la
ciudad o a las lonjas de pescado....
Seguimos el sueño con comedores
que son extensiones de la cocina, que huelen a guiso rico, que tienen mesas
bonitas, bien puestas para acoger el encuentro, para honrar lo valioso de que
niños y niñas, amigos, puedan estar comiendo, conversando y saboreando los
platos que otros compañeros han elaborado.
Comidas sin prisas, con tiempo,
con posibilidad de elección tanto como de experimentación y disfrute.
Comedores fantásticos compartidos
con la comunidad educativa. Que niños y niñas puedan comer con sus profes o los
conserjes, que entiendan lo de la intolerancia al gluten porque se lo cuente el
profe de inglés, o las razones por las que la de matemáticas es vegetariana. Y
el profe de música que dice que no prueba la ensaladilla porque le obligaban a
comerla cuando era niño, y ahora no la soporta aunque esté buenísima…
Y quién sabe, quizá verse fuera
de los roles rígidos de maestro/alumna ayuda a abrir nuevas posibilidades para
la relación educativa que repercutan positivamente en el aprendizaje de las
criaturas, y en la salud mental de las docentes. Y de paso nos ahorramos algún
que otro congreso sobre innovación educativa, lo que nunca viene mal.
Lo doméstico y lo domesticado.
En tiempos en que lo doméstico
está cada vez más denostado, que todo pasa por la externalización y por la profesionalización, puede parecer más que fantasía un relato de
terror llevar el caos del hogar al espacio de la escuela.
Pero lo que realmente da miedo es
que pedagogos y políticos con poder crean que una educación puede ser saludable,
o posible, dando la espalda a todos los procesos vitales, incluso a los más
básicos, como son la alimentación, el descanso y la convivencia en relación.
Nos parece inasumible para la
escuela poder alimentar de manera saludable, con diversión y con una ética de responsabilidad
social, pero a la vez nos parece tan normal atrevernos a gobernar la vida de
cientos de niños y niñas durante extensas jornadas en el día a día de las aulas,
encontrando un sentido pedagógico a cada uno de los elementos de control que
permiten un funcionamiento institucional masivo.
Por huir de lo doméstico asumimos sin crítica la domesticación de nuestras criaturas al
pautar su manera de alimentarse, de descansar, de desplazarse por el espacio y
de aprender, poniendo toda una institución educativa al servicio de esta
premisa y ejerciendo la violencia necesaria para cumplir con la tarea
encomendada.
Hay otras entradas en este blog y reflexiones pasadas en las que reflexiono sobre la
necesidad de una revisión
y crítica del paradigma educativo vigente y sufrido. Por supuesto, otra
manera de comer en las escuelas implicaría otro modelo de educación, pero por
algo se empieza.
O, al menos, sumemos elementos. Igual
que pensamos en unos patios habitables donde jugar no sea una heroicidad, o
igual que pensamos en unos itinerarios para ir al cole que puedan asegurar la
autonomía de las criaturas sin poner en peligro sus vidas, podemos empezar a
atrevernos a decir, con fuerza y claridad, que los comedores escolares no
pueden seguir siendo un espacio de malestar de las infancias y además residual
en la dinámica escolar.
Esta realidad se podría cambiar
mucho con una cierta sensibilidad al respecto de las políticas, leyes y
administraciones educativas. Claro que la alternativa al modelo precisaría una
escala humana y sostenible en las instituciones educativas, mejor coles de 300
alumnas que de 1500, en el que los niños y niñas puedan conocerse y tener una
percepción real de la comunidad educativa, participar y sentir pertenencia, y
ser protagonistas de sus procesos vitales y relacionales, pero aún sin todo
esto, hay mucho camino que se puede empezar a recorrer.
Si bien el espacio doméstico está
estrangulado por la precariedad, por la conciliación y por la falta de
reconocimiento social a los cuidados y a la crianza -la cosa llega, incluso, a
que reconocerse como “mal padre” o “mala madre” pueda ser motivo de orgullo, y que
pueda ser razón de burla y de crítica el exprimirse para que “haya caldo en la
nevera”. Se ridiculiza a quienes al menos lo intentan calificándoles como
personas abnegadas, abducidas por modelos sacrificados de crianza y nostálgicas
de otras épocas, como si dar de comer de manera saludable a las criaturas que
tenemos a nuestro cargo no fuera una de las obligaciones de la guarda y un
derecho fundamental de los niños y niñas-, en vez de nutrir de recursos y
posibilidades para que el cuidado sea viables y sostenible lo que hacemos es
extender dicha estrangulación y asfixia a los servicios públicos, socializar
aún más el maltrato.
Respecto a tema que nos ocupa, en
el momento en el que la alimentación deja de ser responsabilidad exclusiva de
las familias y aparece el Estado con sus instituciones validando que en lugares
fundamentales para la infancia, como son las escuelas, se malcoma y se malviva,
se está normalizando una manera de tratar con las infancias que las daña.
Y en este caso no es cuestión de
dinero, es cuestión de prioridades. No hablamos de la desigualdad entre las
diferentes situaciones socioeconómicas de las familias (que la escuela podría
ayudar a compensar privilegiando los cuidados de aquellos que traen la
injusticia social desde casa) sino de un servicio público caro –más de 500
euros al mes por alumno/a-, de un sistema educativo de vocación universal que
gasta sus recursos de manera prioritaria en lo que no repercute directamente en
el bienestar de las criaturas. Como si no hubiera necesidades básicas de
cuidado y crianza que cubrir en un modelo de educación intensiva y obligatoria que
lleva a pasar miles de horas al año a criaturas pequeñas y grandes en los
colegios –sobre la gestión educativa y sus implicaciones pedagógicas, os paso
el enlace al artículo “Más allá de la educación alternativa: la experiencia de autogestión de las escuelas libres”, publicado en El Salto, el 15 de noviembre de 2021-.
Como comentaba en el texto de El
salto, frente al anhelo, la ensoñación y la frustración de ser testigos de tal
desamparo y desolación, puede parecer que no hay mucho que hacer, que la
alternativa es imposible, pero no es así. Tenemos en nuestro haber iniciativas
valiosas. No son fantasía las experiencias de comedores sociales en eco-aldeas,
en barrios, en centros ocupados, en familias extensas, ollas comunes en fiestas
populares u otras muchas propuestas ligadas al ámbito de la soberanía
alimentaria y al desarrollo comunitario que aúnan sostenibilidad, salud y
convivencia. Solo se necesitan ganas de compartir, de colectivizar las necesidades
y socializar las propuestas tejiendo red…
Y para las que se sientan más
reconocidas y cómodas en el marco capitalista, que tampoco dejen de lado a los
niños y las niñas… también están los eventos, las ferias gastronómicas, las
recepciones y los catering pijos para artistas y políticos o los restaurantes
que dan de comer rico a cientos de personas adultas. Será por posibilidades… Esa
realidad existe, de hecho la tenemos normalizada, pero las criaturas están
social y culturalmente vetadas para el disfrute.
Mucha adultocracia seguimos
construyendo desde el estómago y, desgraciadamente, las escuelas están muy
lejos de impugnar esa dinámica.
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