Toses, mocos y violencia contra la infancia.

  El invierno parece que llega a su fin y, como yo, supongo que muchas madres (y algún padre) podrían hacer un relato épico de cómo han gestionado los días en que sus criaturas han estado “malitas”, cómo han afrontado los días de después de noches sin dormir entre fiebres y toses. La aventura de conciliar (je,je…) el cuidado básico de la salud con las exigencias del guion, trabajo, coles, logística familiar, todo, en una búsqueda ansiosa de “la normalidad”. Que las cosas vuelvan pronto a su lugar porque, por lo visto, constiparse en invierno, compartir gripes y otros virus, debe ser algo tan excepcional para los que hacen las leyes que no precisa de ningún plan de contingencia. No hay plan “b”. A pelo año tras año, a pelo invierno tras invierno, afrontando una situación cotidiana y generalizable solo pudiendo tirar del privilegio o, cada vez menos, de lo poco que queda de la red social comunitaria. Privilegio masculino cuando la cosa solo se hace sostenible gracias a la media

Polarización y ternura política.


Últimamente, y por desgracia ya desde hace demasiado, hablar de determinados temas políticos y sociales es como atravesar un “campo de minas”. Las conversaciones se terminan configurando más con los silencios, con lo que se calla para que la cosa no explote, que con lo que se habla. Que sea peligroso abrir la boca no pasa solo en los debates en contextos hostiles, sino, incluso más, con la gente cercana, con personas con las que dialogar había servido siempre para tejer un discurso común que ayudaba al entendimiento y contribuía a un sentimiento necesario de seguridad y pertenencia.

Asumimos las dificultades que hay en transformar la realidad y en propiciar cambios sustanciales a nivel estructural en el devenir político, pero al menos hasta ahora, nos quedaban los laboratorios de ideas para colaborar, confraternizar, anticipar utopías, y celebrar que, pese a todo, seguía viva la posibilidad de pensar diferente y de crear colectivamente un lugar para el encuentro desde los sueños y deseos de mundo habitable.

Siento, y me entristece, pensar que hasta ese espacio se está haciendo añicos.

Ese lugar de pensamiento encarnado, y de cuerpos que resuenan con el poder del diálogo compartido, siempre ha estado amenazado desde el afuera. El pensamiento único, la cultura mainstream, el monopolio de los medios de comunicación, etc… Con ello contamos, incluso a veces, hemos sido capaces de, en medio del ensordecedor ruido, habitar las islas de silencio con aquellas voces que se entienden y se comprenden mejor con susurros que con proclamas, y que se escuchan más nítidamente en la clandestinidad velada a lo hegemónico.

Pero la tristeza viene de que la amenaza más evidente al entendimiento, y por tanto a la convivencia, viene del adentro.

La implosión de los lugares en los que se habla empatía es ya un riesgo más probable que el que vengan de fuera a callarnos.

Empieza a ser habitual no comentar determinados temas para no perder amistades, o tener que manifestar determinadas ideas acompañadas de justificaciones cutres en vez de con argumentos valientes. O el disciplinamiento social de las olas de insultos y descalificaciones que se vierten cuando alguien se sale del guión esperado.

Estamos tan dañados por conversar lo hostil que las palabras que otrora fueran acicates de revolución, ahora impactan dañando unos egos cada día más vestidos de discursos ajenos y más desnudos de experiencias propias. La polarización está erosionando y desertificando el terreno que necesitamos para sembrar alternativa. Un verdadero repliegue, ¿derrota?, de los viveros de contrapoder.

Desde la disidencia política, independientemente de la familia a la que se pertenezca, hay consenso en que la mayor victoria del patriarcapitalismo es la individualización, y la fragmentación social consiguiente, que hace inviable las dinámicas de apoyo mutuo y que, por tanto, aborta un desarrollo comunitario en el bienestar. Por ello, la alternativa siempre va a pasar por nutrir lo colectivo, por vincular, por hacer red, por entrelazar vidas, luchas y propuestas, por crear alianzas para la resistencia y el disfrute e intentar, al menos, salvar de la quema aquello que sentimos imprescindible en una vida digna, justa y cuidada.

Y siempre, pese a las dificultades y los logros presumiblemente insignificantes, nos quedaba la “mantita” del debate compartido con gente cercana para darnos un poco de calorcito. La ternura de los grupos de afinidad que, si bien también han integrado dinámicas de autoafirmación difíciles de gestionar, sabíamos cómo poner al servicio del crecimiento individual y colectivo.

Ahora ya no, hemos perdido la pista.

Los proyectos egóticos que tenemos dentro de casa, que utilizan las ideas de todos y todas para su propio beneficio, suenan tan fuerte que ya solo tienen cabida las dinámicas de acción y reacción, la polarización, los bandos, a favor o en contra, conmigo o contra mí. Y, obviamente, esto rompe mucho más que construye.

Ya no es definir una posición política con claridad como estrategia de autodefensa, como un modo de marcar territorio para así preservar vidas y procesos amenazados por el sistema, lo que se está haciendo es edificar muros dialécticos contra las personas con las que siempre hemos querido convivir y construir la alternativa.

Esto es extraordinariamente grave, ya que, incluso asumiendo un lenguaje bélico que no ayuda, al enemigo no le molestan nuestros discursos ni nuestras ideas, sino la capacidad que podamos tener para articularlos. Y es imposible articular nada desde el enfado, la confrontación y el protagonismo identitario.

Mucho llevamos hablado, y se supone que aprendido, de la masculinización del debate político, de medir quién tiene el discurso más grande, de lo difícil que es hacer coro con voces solistas que solo hacen que gritar lo suyo y sobre todo, pueda ser divertido o no, de lo infructuoso que es para la transformación social (además del dispendio energético que implica).

Pues seguimos erre que erre…

No se trata de renunciar a las ideas contundentes, ni de hablar “poniendo tiritas”, tampoco de buscar un lugar cómodo en la equidistancia o en el funcional relativismo, para nada. Hay que ser radicales, posiblemente más que nunca, pero tener claro que la radicalidad no va a estar ni en la fuerza ni en la elocuencia del debate, sino en la capacidad de que esas ideas, palabras y prácticas sirvan para fertilizar en el entendimiento y la convivencia.

Lo de disputar significantes culturales (da igual que sea a la derecha extrema, al feminismo institucional o a la socialdemocracia vendida) no va de elevar la voz ni de señalar con el dedo, sino de hacer las cosas de otra manera y abrir caminos a una política entrañable, en la que reconocernos, encontrarnos y establecer alianzas para la vida en común sin dejar fuera a nadie.

Una ternura política que empieza por pensar y sentir cómo hablamos de las problemáticas que nos atraviesan.

Poner el debate al servicio de allanar el terreno que necesitamos para que nuestras vidas sean habitables. Un territorio que aspiramos a poder extender para acoger cada día más diversidad y complejidad, y que, por lo contrario, no hacemos más que reivindicar como fortaleza en la soledad de nuestros afines (que a su vez, son cada vez menos porque con cada debate que se abre se pierden aliadas, alimentando la dinámica de individualización capitalista dentro de nuestra propia casa y en nuestros propios medios).

Se nos olvida que romper la convivencia nunca puede ser una opción. Repito, romper la convivencia nunca puede ser una opción. Detrás de cada postulado de la izquierda social hay personas muy directamente afectadas que necesitan un marco de respeto y de entendimiento para que sus, nuestras, necesidades tengan cabida. Personas a las que sistemáticamente se les vulneran sus, nuestros, derechos y que sólo encuentran consuelo y amparo cuando sus voces tienen escucha en una sociedad empática con capacidad de conectar desde lo humano. La crispación no ayuda.

Es, por tanto, de una irresponsabilidad quasifascista defender las ideas propias de manera que la otra sea configurada automáticamente, sin más, como enemiga. También utilizar como arma para agredir al contrario aquellas ideas o argumentos políticos en las que otras personas depositan sus anhelos de una vida más vivible.

En mi contexto activista/militante siempre hemos practicado con irreverencia lo de hacernos valer de las consignas de la lucha social para definir con claridad nuestras posiciones, como una buena carta de presentación para amigas y desconocidos, y sí, reconozco que, a veces, puede ser funcional para espantar a indeseables, hacer criba social, y ganar un poco de sosiego y afinidad en proyectos delicados y vulnerables. Puede valer como estrategia política coyuntural -en la que lo prioritario es poder vincular fuerte con la gente cercana antes que perder el tiempo en dar explicaciones (nunca me ha importado gritar fuerte para espantar fachas, especuladores o niñofóbicos)-, pero el problema aparece cuando no se sabe hacer otra cosa y esa estrategia se implementa también con el vecino, con la compañera de militancia, o con la persona cercana con la que hay que fraguar las alternativas sociales.

Da igual que se haga en el curro, en el barrio, en las redes o en cualquier otro plano de la realidad que estemos en condiciones de liberar para hacer práctica o discurso común.

Funcionando así tocamos hueso y dejamos de vivir la vida a flor de piel. Provocamos respuestas reactivas que luego necesariamente vamos a tener que disolver (cuando no heridas que cuestan de cicatrizar y que antes o después hemos de curar) si queremos hacer efectiva la alianza política.

Cada cual tendrá su currículum de gritos, enfados, silencios y desencuentros (quizá sea de lo poco común que nos quede): desde el análisis de lo que supuso la crisis del COVID con sus vacunas y confinamientos; la polarización del debate respecto a la ley y a la cuestión trans, con identidades fraguadas en insultos y viceversa; la pelea en el ámbito educativo, con la falacia entre innovación y escuela tradicional, y todas las posiciones de privilegio que se nutren de él; el “solo sí es sí” con su deriva punitivista, tanto en el marco que define la ley como en la crítica a su aplicación; el histórico debate en el feminismo respecto a las trabajadoras sexuales y la abolición de la prostitución, más dañino que nunca; el antimilitarismo y la defensa de la soberanía de los pueblos, ya sea en Ucrania, en Catalunya o en la valla de Ceuta; la subrogación de la vida, comprando y vendiendo óvulos, úteros o criaturas de familias empobrecidas atrapadas en la red de protección a las infancia; la externalización de los cuidados y la mentira de la conciliación, equiparando las necesidades de los niños y de las niñas con las del mercado laboral; etc…

En todos y cada uno de estos debates aún queda mucho más que aprender que enseñar y parece que queremos renunciar a ello….

Y decía, cada cual tendrá su itinerario de berenjenales en los que se ha metido (queriendo o sin querer), pero creo que es común la percepción de que el territorio inhóspito está más cerca, cada día se hace más necesario andar con cuidado (en el mal sentido de la palabra). El silencio y la inhibición empiezan a ser compañías frecuentes en el viaje… Es tan triste como cotidiano tener que aplicar la autocensura de ideas y de planteamientos para no romper, aún más, el débil tejido de las relaciones sociales que tienden a desgarrarse por los vínculos cada vez más frágiles y amenazados.

Quizá solo nos queda por asumir la evidencia de que lo que sirve para hacer cuerpo común es la presencia y el tiempo compartido, mucho más que la ideas y los discursos; que solo podemos encontrar ternura política en el compromiso de los proyectos colectivos, en los espacios de convivencia, en los círculos donde aprendemos a silenciar lo que molesta para que emerja lo importante: las caricias y los abrazos en el cuidado (ahora del bueno) de nuestra fragilidad compartida.

Quizá el voto de silencio obligado sea una oportunidad para transitar todos estos caminos, siempre secundarios y mal indicados…

Pero reconozco que, para aquellos (la “o” masculina es significativa) entre los que me incluyo, que hemos crecido y nos hemos socializado en la palabra, en el discurso, incluso en la pintada y en la consigna, no es fácil. Duele asumir la idea de que el debate político es irrelevante y que, hoy por hoy, en los términos que se está dando, no ayuda a acercar realidades ni a generar alianzas, más bien todo lo contrario.

Aún así, creo que no estoy preparado para renunciar a él definitivamente, pero sí decido conscientemente instalarme en el susurro y en agudizar el oído como, quizá, la única manera de aportar palabras y escucha para una política sentida, que pueda cortocircuitar la corriente derivada de la polarización que nos achicharra.

Ojalá aprendamos a afinarnos en la ternura para poder seguir participando de un diálogo en extinción para no extinguirnos, y así poder seguir nutriendo con palabras e ideas nuestro anhelo de justicia social y bienestar.

Habitar palabras para la presencia, habitar situaciones para la poesía, hacer política para el encuentro y la convivencia.

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