Asumimos las dificultades que hay
en transformar la realidad y en propiciar cambios sustanciales a nivel
estructural en el devenir político, pero al menos hasta ahora, nos quedaban los
laboratorios de ideas para colaborar, confraternizar, anticipar utopías, y
celebrar que, pese a todo, seguía viva la posibilidad de pensar diferente y de
crear colectivamente un lugar para el encuentro desde los sueños y deseos de
mundo habitable.
Siento, y me entristece, pensar
que hasta ese espacio se está haciendo añicos.
Ese lugar de pensamiento encarnado, y de cuerpos que resuenan con el poder del diálogo compartido,
siempre ha estado amenazado desde el afuera. El pensamiento único, la cultura mainstream, el monopolio de los medios
de comunicación, etc… Con ello contamos, incluso a veces, hemos sido capaces
de, en medio del ensordecedor ruido, habitar las islas de silencio con aquellas
voces que se entienden y se comprenden mejor con susurros que con proclamas, y
que se escuchan más nítidamente en la clandestinidad velada a lo hegemónico.
Pero la tristeza viene de que la
amenaza más evidente al entendimiento, y por tanto a la convivencia, viene del
adentro.
La implosión de los lugares en
los que se habla empatía es ya un riesgo más probable que el que vengan de
fuera a callarnos.
Empieza a ser habitual no
comentar determinados temas para no perder amistades, o tener que manifestar
determinadas ideas acompañadas de justificaciones cutres en vez de con
argumentos valientes. O el disciplinamiento social de las olas de insultos y
descalificaciones que se vierten cuando alguien se sale del guión esperado.
Estamos tan dañados por conversar
lo hostil que las palabras que otrora fueran acicates de revolución, ahora
impactan dañando unos egos cada día más vestidos de discursos ajenos y más
desnudos de experiencias propias. La polarización
está erosionando y desertificando el terreno que necesitamos para sembrar
alternativa. Un verdadero repliegue, ¿derrota?, de los viveros de contrapoder.
Desde la disidencia política,
independientemente de la familia a la que se pertenezca, hay consenso en que la
mayor victoria del patriarcapitalismo
es la individualización, y la fragmentación social consiguiente, que hace
inviable las dinámicas de apoyo mutuo y que, por tanto, aborta un desarrollo
comunitario en el bienestar. Por ello, la alternativa siempre va a pasar por
nutrir lo colectivo, por vincular, por hacer red, por entrelazar vidas, luchas
y propuestas, por crear alianzas para la resistencia y el disfrute e intentar,
al menos, salvar de la quema aquello que sentimos imprescindible en una vida
digna, justa y cuidada.
Y siempre, pese a las
dificultades y los logros presumiblemente insignificantes, nos quedaba la “mantita”
del debate compartido con gente cercana para darnos un poco de calorcito. La
ternura de los grupos de afinidad que, si bien también han integrado dinámicas
de autoafirmación difíciles de gestionar, sabíamos cómo poner al servicio del
crecimiento individual y colectivo.
Ahora ya no, hemos perdido la
pista.
Los proyectos egóticos que tenemos dentro de casa, que utilizan las
ideas de todos y todas para su propio beneficio, suenan tan fuerte que ya solo
tienen cabida las dinámicas de acción y reacción, la polarización, los bandos, a favor o en contra, conmigo o contra mí.
Y, obviamente, esto rompe mucho más que construye.
Ya no es definir una posición
política con claridad como estrategia de autodefensa, como un modo de marcar
territorio para así preservar vidas y procesos amenazados por el sistema, lo
que se está haciendo es edificar muros dialécticos contra las personas con las
que siempre hemos querido convivir y construir la alternativa.
Esto es extraordinariamente
grave, ya que, incluso asumiendo un lenguaje bélico que no ayuda, al enemigo no le molestan nuestros
discursos ni nuestras ideas, sino la capacidad que podamos tener para
articularlos. Y es imposible articular nada desde el enfado, la confrontación y
el protagonismo identitario.
Mucho llevamos hablado, y se
supone que aprendido, de la masculinización del debate político, de medir quién
tiene el discurso más grande, de lo difícil que es hacer coro con voces
solistas que solo hacen que gritar lo suyo y sobre todo, pueda ser divertido o
no, de lo infructuoso que es para la transformación social (además del
dispendio energético que implica).
Pues seguimos erre que erre…
No se trata de renunciar a las
ideas contundentes, ni de hablar “poniendo tiritas”, tampoco de buscar un lugar
cómodo en la equidistancia o en el funcional relativismo, para nada. Hay que
ser radicales, posiblemente más que nunca, pero tener claro que la radicalidad
no va a estar ni en la fuerza ni en la elocuencia del debate, sino en la
capacidad de que esas ideas, palabras y prácticas sirvan para fertilizar en el
entendimiento y la convivencia.
Lo de disputar significantes
culturales (da igual que sea a la derecha extrema, al feminismo institucional o
a la socialdemocracia vendida) no va de elevar la voz ni de señalar con el
dedo, sino de hacer las cosas de otra manera y abrir caminos a una política entrañable, en la que
reconocernos, encontrarnos y establecer alianzas para la vida en común sin
dejar fuera a nadie.
Una ternura política que empieza por pensar y sentir cómo hablamos de
las problemáticas que nos atraviesan.
Poner el debate al servicio de
allanar el terreno que necesitamos para que nuestras vidas sean habitables. Un
territorio que aspiramos a poder extender para acoger cada día más diversidad y
complejidad, y que, por lo contrario, no hacemos más que reivindicar como
fortaleza en la soledad de nuestros afines (que a su vez, son cada vez menos
porque con cada debate que se abre se pierden aliadas, alimentando la dinámica
de individualización capitalista dentro de nuestra propia casa y en nuestros
propios medios).
Se nos olvida que romper la convivencia nunca puede ser una
opción. Repito, romper la convivencia nunca puede ser una opción. Detrás de
cada postulado de la izquierda social hay personas muy directamente afectadas
que necesitan un marco de respeto y de entendimiento para que sus, nuestras,
necesidades tengan cabida. Personas a las que sistemáticamente se les vulneran
sus, nuestros, derechos y que sólo encuentran consuelo y amparo cuando sus
voces tienen escucha en una sociedad empática con capacidad de conectar desde
lo humano. La crispación no ayuda.
Es, por tanto, de una
irresponsabilidad quasifascista
defender las ideas propias de manera que la otra sea configurada
automáticamente, sin más, como enemiga. También utilizar como arma para agredir
al contrario aquellas ideas o argumentos políticos en las que otras personas
depositan sus anhelos de una vida más vivible.
En mi contexto
activista/militante siempre hemos practicado con irreverencia lo de hacernos
valer de las consignas de la lucha social para definir con claridad nuestras
posiciones, como una buena carta de presentación para amigas y desconocidos, y
sí, reconozco que, a veces, puede ser funcional para espantar a indeseables,
hacer criba social, y ganar un poco de sosiego y afinidad en proyectos
delicados y vulnerables. Puede valer como estrategia política coyuntural -en la
que lo prioritario es poder vincular fuerte con la gente cercana antes que
perder el tiempo en dar explicaciones (nunca me ha importado gritar fuerte para
espantar fachas, especuladores o niñofóbicos)-,
pero el problema aparece cuando no se sabe hacer otra cosa y esa estrategia se
implementa también con el vecino, con la compañera de militancia, o con la
persona cercana con la que hay que fraguar las alternativas sociales.
Da igual que se haga en el curro,
en el barrio, en las redes o en cualquier otro plano de la realidad que estemos
en condiciones de liberar para hacer práctica o discurso común.
Funcionando así tocamos hueso y
dejamos de vivir la vida a flor de piel. Provocamos respuestas reactivas que
luego necesariamente vamos a tener que disolver (cuando no heridas que cuestan
de cicatrizar y que antes o después hemos de curar) si queremos hacer efectiva
la alianza política.
Cada cual tendrá su currículum de
gritos, enfados, silencios y desencuentros (quizá sea de lo poco común que nos
quede): desde el análisis de lo que supuso la crisis del COVID con sus vacunas y confinamientos;
la polarización del debate respecto a la ley y a la cuestión trans, con identidades fraguadas en
insultos y viceversa; la pelea en el ámbito educativo, con la falacia entre innovación y escuela tradicional,
y todas las posiciones de privilegio que se nutren de él; el “solo sí es sí”
con su deriva punitivista, tanto en
el marco que define la ley como en la crítica a su aplicación; el histórico
debate en el feminismo respecto a las trabajadoras sexuales y la abolición de
la prostitución, más dañino que nunca; el antimilitarismo y la defensa de la
soberanía de los pueblos, ya sea en Ucrania, en Catalunya o en la valla de Ceuta; la subrogación de la vida,
comprando y vendiendo óvulos, úteros o criaturas de familias empobrecidas
atrapadas en la red de protección a las infancia; la externalización de los
cuidados y la mentira de la conciliación, equiparando las necesidades de los niños y de las niñas con
las del mercado laboral; etc…
En todos y cada uno de estos
debates aún queda mucho más que aprender que enseñar y parece que queremos
renunciar a ello….
Y decía, cada cual tendrá su
itinerario de berenjenales en los que
se ha metido (queriendo o sin querer), pero creo que es común la percepción de
que el territorio inhóspito está más cerca, cada día se hace más necesario
andar con cuidado (en el mal sentido de la palabra). El silencio y la
inhibición empiezan a ser compañías frecuentes en el viaje… Es tan triste como
cotidiano tener que aplicar la autocensura de ideas y de planteamientos para no
romper, aún más, el débil tejido de las relaciones sociales que tienden a
desgarrarse por los vínculos cada vez más frágiles y amenazados.
Quizá solo nos queda por asumir
la evidencia de que lo que sirve para hacer cuerpo común es la presencia y el tiempo compartido, mucho
más que la ideas y los discursos; que solo podemos encontrar ternura política en el compromiso de los
proyectos colectivos, en los espacios de convivencia, en los círculos donde
aprendemos a silenciar lo que molesta para que emerja lo importante: las
caricias y los abrazos en el cuidado (ahora del bueno) de nuestra fragilidad
compartida.
Quizá el voto de silencio obligado sea una oportunidad para transitar todos
estos caminos, siempre secundarios y mal indicados…
Pero reconozco que, para aquellos
(la “o” masculina es significativa) entre los que me incluyo, que hemos crecido
y nos hemos socializado en la palabra, en el discurso, incluso en la pintada y en la consigna, no es fácil.
Duele asumir la idea de que el debate político es irrelevante y que, hoy por
hoy, en los términos que se está dando, no ayuda a acercar realidades ni a
generar alianzas, más bien todo lo contrario.
Aún así, creo que no estoy
preparado para renunciar a él definitivamente, pero sí decido conscientemente instalarme
en el susurro y en agudizar el oído como, quizá, la única manera de aportar
palabras y escucha para una política
sentida, que pueda cortocircuitar la corriente derivada de la polarización
que nos achicharra.
Ojalá aprendamos a afinarnos en
la ternura para poder seguir
participando de un diálogo en extinción para no extinguirnos, y así poder
seguir nutriendo con palabras e ideas nuestro anhelo de justicia social y
bienestar.
Habitar palabras para la presencia, habitar situaciones para la poesía, hacer política para el encuentro y la convivencia.
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