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LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA. Salvador Dalí.
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¿Por dónde empezamos? ¿por los de O a 3, con sus comidas y
siestas sincronizadas al son de “dibujitos” y cunas corridas? ¿por los de infantil y primaria, con el debate de
“susto o muerte” de si la jornada continua o partida? ¿o por los de secundaria, con madrugones que ni a la
siega y con comidas-meriendas de microondas a la llegada a casa cerca del ocaso
?
El falaz debate de la
conciliación tiene muchas aristas. Normalmente se aborda cayendo en la trampa de poner el acento en el mercado laboral:
que si las jornadas laborales, los desplazamientos al curro, el teletrabajo. En
el mejor de los casos se habla directamente de los mecanismos de explotación o
cómo privilegiar lo productivo nos deja con la vida en cueros, a expensas del
toque de gracia capitalista y sin capacidad de dar una respuesta efectiva para
las necesidades de supervivencia.
Cuando el debate avanza un poco
más, llegamos a la externalización de los cuidados. Reivindicamos que los
servicios públicos se arremanguen y cubran parte del día, que 24 horas cada día
y todos los días son muchas horas para vivirlas sin andamios. También hay aquí
un “mejor de los casos” y se da cuando
abordamos el debate hablando de corresponsabilidad, de apoyo mutuo, de
comadres, de padres en el parque, o abuelos y abuelas sin sueldo haciendo de la
necesidad virtud, o virtud de la necesidad.
Y ya en un tercer estadio del
debate, alejado de las portadas y de los suplementos de “familia” de los
digitales, algunos y algunas hablan de los niños y las niñas. De las personas
que crecen con horarios de fábrica trasladados a horarios escolares, y tatuados
en sus cuerpos a golpe de hambre, sueño y aburrimiento.
En este tercer nivel no hay un
“mejor de los casos” sino un “peor de los casos”: cuando se habla de este tema
en términos de patología, riesgos y alarma social. Psicólogos y psicólogas
infantiles y educativas cuentan los múltiples trastornos que observan en los
niños y niñas que crecen sin que se respeten sus necesidades y biorritmos, con
vidas “fuera de sí” a expensas de necesidades ajenas. Existencias hipotecadas a
intereses adultos que habitan la prisa de los demás hasta que la hacen suya
asumiendo como propia la angustia de la falta de tiempo.
Que si trastornos de la
alimentación, que si trastornos del sueño, que si miles de horas de pantalla. O
en términos más sociales el bullying,
la falta de entusiasmo adolescente o el porno. En
cualquier caso, mucha más preocupación por los síntomas del malestar que por
poner las necesidades básicas de las criaturas en primer lugar, como el tema de
salud pública prioritario que es, y construir sociedad y convivencia desde ahí.
Total si ya vamos con la lengua
fuera, al menos podríamos defender un modelo que hiciera lo posible para
garantizar el derecho a una niñez vivenciada.
Pero no, 24 horas al día para
vivir con los niños y niñas es demasiado, necesitamos ayuda, pero 24 horas al
día para vivir la vida que nos hemos organizado nunca es suficiente, no
llegamos, nos falta tiempo para vivir el tiempo que nos sobra para cuidar. Siempre prisa y ansiedad antes que
cuestionar el modelo.
El debate de la conciliación es una falacia muy peligrosa
porque, como muy bien cuenta Diana Oliver en su Maternidades Precarias (Arpa editores 2022), el malestar de
aquellos-sobre todo aquellas, las
madres- que han de cuidar es tan intenso por la falta del valor social de lo
reproductivo, que cuesta mucho ir más allá de la queja. La exigencia y abandono
simultáneo que se padece dificulta mucho trascender el propio malestar para
poder llegar empatizar con lo que los niños y las niñas pueden estar viviendo.
Y cuando se hace nos encontramos con los sentimientos de culpabilidad e
incomprensión.
No nos queda otra, por salud
mental, que normalizar y positivizar todo lo que pueda suponer una ayuda:
escuelas, extraescolares, canguros, abuelos y abuelas, todo lo que se nos ponga
a tiro para poder resolver la ecuación. Y si aun así no encontramos solución,
nos hacemos trampas al solitario y concluimos que “nada es tan grave” o, lo que
es peor, que lo hacemos “por el propio bien de las criaturas”, que nuestro dinero nos cuesta…
Resolver la ecuación con números reales nos llevaría a una
enmienda a la totalidad al capitalismo y al patriarcado. Pensar que podemos
hacer malabares continuos con 6 bolas y que ninguna nunca se nos va a caer al
suelo, por muchas personas y servicios públicos que metan mano, es resolverla con
números imaginarios.
No se trata de discutir si para
conseguir un mínimo bienestar común se necesita antes un cambio estructural o
va primero la asistencia a las necesidades inmediatas de las personas,
que si un mercado laboral racional y con perspectiva de género facilitaría los
cuidados, o si es poner los cuidados en el centro lo que serviría para
transformar el sistema de explotación capitalista.
Da igual. El vector político está
claro y define un lugar necesario de discusión y de reformas políticas, pero
mientras tanto, los niños y las niñas están palmando. Las personas adultas
también, pero las criaturas más. Su energía, su buen rollo, su vitalidad y su
agradecimiento continuo no nos deben confundir.
El marco definido por este
sistema para que la vida adulta sea vivible, conciliando las responsabilidades
productivas con las responsabilidades reproductivas y con el consumo de ocio,
ofrece un lugar de mierda a las infancias.
Y el hedor se hace aún más
irrespirable cuando amueblamos ese lugar, de desechos patriarcapitalistas y
adultocéntricos, con argumentos educativos y pedagógicos.
Pasamos de hablar de la angustia
adulta por no llegar a fin de mes -ni al final del día-, a hablar de escuela,
de educación, de horarios escolares y aprendizajes, ninguneando sin pudor las
necesidades de los niños y las niñas y articulando discursos y propuestas
absolutamente instrumentalizadas por nuestro interés y para el mantenimiento
del statu quo.
La falta de tiempo que sufrimos
es tan grande que ni siquiera tenemos la pausa necesaria para poder entender
que no es posible asimilar las necesidades que tenemos las familias, en el
cuidado de nuestros hijos e hijas, con las respuestas que puede que dar un
sistema educativo (el “reglado” y el sucedáneo de
extra-escolares-escolarizadas). Menos aún si anhelamos un sistema educativo
basado en una pedagogía del
cuidado que se deba al bienestar y al derecho a la educación de
los niños y niñas que acoge.
Lo que vale para un roto no
siempre vale para un descosido. Podemos externalizar los cuidados, pero el
malestar de las criaturas no se externaliza. Lo van guardando en las costuras
de sus vidas, haciendo huella en sus cuerpos, hasta que dóciles, o enfermas,
aprenden a vivir con sueño, comer sin gracia y a estudiar con dolor de culo.
Lo tienen que aceptar irremediablemente como características consustanciales
del mundo que les ha tocado habitar.
Esta asimilación nefasta tiene
muchísimas derivadas. Tan malas para la crianza como para la educación. Tan
malas para la salud infantil como para el aprendizaje. Nefastas tanto para el
disfrute como para saber comprometerse con el esfuerzo. La asimilación solo
vale para el consumo y la evasión: para la evasión adulta de la responsabilidad
ética de acompañar a las criaturas de manera respetuosa, para la evasión de los
niños y niñas de sus propios procesos de autorregulación, y por supuesto, para
la evasión del Estado de su función de garante de derechos.
La falacia de la conciliación
lleva a la falacia de la educación y, juntas, a la falacia
de que hay un desarrollo sostenible compatible con la alienación capitalista.
Y, por supuesto, a la falacia de que los niños y las niñas, en general, son
“felices” con este plan.
Estamos en septiembre, y en un
par de semanas se nos va a olvidar, pero ahora aún tenemos reciente la
experiencia del verano: las trasnochadas, las meriendas a las 8 de la tarde,
las pelis en familia, los juegos de mesa, las piscinas, playas y montañas, las
tardes de pueblo con primos y amigas. Aprendizajes que no se olvidan,
conflictos y enfados que se expresan y cosen la convivencia –los conflictos de invierno se anticipan, se
abortan, o se extinguen a golpe de disciplina-. Vida flexible, moldeable,
porosa, vida de verdad frente a la vida impostada, la única que es compatible
con el marco estructural que nos enajena a todos y a todas…
No se trata de idealizar,
obviamente una vida exclusivamente ociosa solo es producto del privilegio, pero
ahora que estamos viviendo la transición, a la vez que hacemos los croquis de
las extraescolares y de quién recoge a las criaturas del cole, podemos también
esforzarnos por no perder el rastro de lo que los niños y niñas nos mostraban
cuando vivían sus momentos, hace pocos días, en marcos no tan rígidos y
encorsetados.
Al menos, que con la vuelta a la
“normalidad” no renunciemos a la posibilidad de empatizar con su malestar y
así, quizá, juntas, tejer complicidad para la construcción de alternativas que
sean más vivibles para todas. Ni tan mal nos vendría a las adultas darnos
permiso para ello.
Los horarios escolares los carga el diablo. Sabemos que la prisa
mata y aun así nos empeñamos en jugar continuamente a la ruleta rusa metiendo cada vez más balas en el cargador, hasta que
tenemos un modelo totalitario con un 100% de probabilidad de desastre.
No damos chance a la vida con una
escuela “totalizadora” que hace cundir su ejemplo y que asume la demanda social
de tener a las criaturas escolarizadas full-time.
No hay posibilidad de
supervivencia con un mercado laboral “totalizador” que se cree propietario de
las vidas de sus trabajadores y trabajadoras en precario (la inmensa mayoría) y
que vacila al personal dando, de vez en cuando, una o dos veces en la vida,
“permiso” para cuidar, dejando que las personas “improductivas”, sin salarios
ni derechos, hagan lo necesario para que cada día haya obreros disponible.
No hay oportunidad para una
infancia libre y protagonista con familias “totalizadoras” que naturalizan que
son los horarios de las personas adultas los que mandan, y que las criaturas
han de subordinar sus necesidades y deseos a las expectativas de quienes les
cuidan, por obediencia debida.
El sistema adultocéntrico totalizador es tanto que
impide incluso imaginar alternativa.
La alternativa no es una utopía,
es una emergencia. Son las necesidades materiales, concretas y palpables, las
que están en riesgo. Y también es una usurpación de lo reproductivo, en
términos culturales, sociales y políticos, como la copa de pino. No es tan
difícil pensarlo distinto.
Acabo el artículo haciendo una
pequeña propuesta “reformista”: semana
escolar de 4 días y un máximo de 6 horas de jornada escolar diaria (carga
lectiva + extraescolares) en todas las etapas educativas, por Ley. Por
supuesto incluyendo la aberración de escuelas infantiles de ¡cero! a tres años y también la secundaria, donde los chicos y chicas
más mayores tienen capacidad de sobra para aprender de manera autónoma y
sosegada en casa.
Y que caiga quien caiga. Puestos
a jugar a la ruleta rusa con la
pistola cargada, socialicemos el riesgo y el malestar. Que la diana no sean
siempre las personas menores de edad.
(Por cierto, de la semana laboral
de 4 días ya se habla, pero desde una perspectiva adultocéntrica. Se argumenta
como medida de conciliación, pero nunca poniendo a los niños y niñas como
beneficiarias directas de la medida. Consigamos fines de semana de 3 días para
las criaturas escolarizadas y las tardes “libres” y obliguemos al mercado
laboral a asumir que “sus” trabajadores son personas que tienen
responsabilidades y deseos de cuidar. Que sean los niños y niñas, como sujetos
de derecho, las que den el “permiso” a sus adultas para largarse a currar.
Molaría ¿no?).
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